Mr. Wonderful lleva años dándonos consejos en sus tazas y agendas para conseguirla. Las estanterías de las librerías están petadas de libros de autoayuda cuya finalidad es encontrarla. Filósofos y pensadores llevan siglos dándole vueltas a ese concepto que quizá solo exista en el mundo de las ideas. La felicidad, esa palabra. Ese estado que quizá nunca nadie haya alcanzado pero que todos perseguimos y ansiamos conseguir.
La Universidad de Glasgow ha sido una de las últimas entidades en darnos las claves para acercarnos a ella. En un estudio realizado entre 90.000 personas, los investigadores de la institución británica han demostrado que aquellos que utilizan las tecnologías antes de dormir son más propensos al insomnio y a sufrir desórdenes psicológicos. La falta de sueño correlaciona directamente con la tristeza y, en última instancia, con la depresión, así que si dejaras de usar el móvil unas horas antes de irte a la cama dormirías mejor. Ergo serías un poco más feliz. Gracias, Universidad de Glasgow. Pensábamos que lo mejor para ser feliz era nadar en lava cada mañana.
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Pese a lo evidente del estudio, pese a la obvio de la conclusión, que miles de jóvenes llevamos experimentando durante años, decido comprobar si es cierta durante cinco días. En realidad el experimento no tiene mucho sentido porque desde hace tiempo y sin consejos de la Academia ni conclusiones científicas de por medio vengo sudando bastante del móvil.
Lo dejo en el cuarto si estoy en la cocina y viceversa, salgo de casa sin él, intento cagar leyendo algo que no se encuentre en un soporte digital, me paso días sin responder algunos mensajes de WhastsApp y sin remordimientos…, pero algo tengo que escribir. Petar inernet de contenido fácilmente consumible en el metro que contribuya a que nadie siga los consejos de la Universidad de Glasgow y que haga que, por ende, nadie sea feliz no siempre es tarea sencilla.
Para completar el experimento y para demostrar lo gratuitos que son algunos estudios académicos decido pedirles a mis abuelos sus claves de la felicidad. Sus consejos para alcanzarla. Y los aplico a la vez que el de la Universidad de Glasgow, que viene a resumirse en poner el móvil en modo avión y desconectar el WiFi a partir de las 10 de la noche.
“Sin pensárselo mucho, mi abuelo me dice que el mejor consejo que puede darme es que no me fíe de nadie”
Empiezo el ensayo llamando a mis abuelos. Me lo coge mi abuela y en su tono de voz noto que oírme al otro lado del teléfono la pone muy contenta. Y eso me hace más feliz que dejar el móvil, aunque también me hace sentir una cretina por no llamarla más.
El caso es que me lo coge mi abuela y empezamos a hablar de la felicidad, algo que nunca antes habíamos hecho (y esto también me hace sentirme una cretina), pero en un giro inesperado de guión aparece una vecina y le pasa el teléfono a mi abuelo para ir a atenderla. Viene a preguntarle por una de mis tías abuelas, que está en el hospital. Y pienso que, joder, yo no le he preguntado por ella. Y seguramente haberlo hecho también habría contribuido más a mi felicidad que el hecho de no mirar Instagram o Twitter antes de irme a la cama.
Tras una brevísima conversación sobre el triunfo del Madrid en la Champions con mi abuelo —es una de esas personas que no puede hablar por teléfono más de 3 minutos—, le pido que me de su truco para alcanzar la felicidad. Me dice que a qué viene eso y le explico que mi trabajo consiste en alimentar la bestia de internet con contenido y que por eso voy a comparar su recomendación con la de la Universidad de Glasgow. Acepta y sin pensárselo mucho me dice que el mejor consejo que puede darme es que no me fíe de nadie. Así, tal cual. Que le jodan a los manuales de autoayuda, ha llegado Vicente.
“Mi abuela me dice que lo mejor que puedo hacer para conseguir la felicidad es dejar de ser vegetariana”
Me despido de él y le pasa el teléfono a mi abuela, que ya se ha despedido de la vecina. Me dice que lo mejor que puedo hacer para conseguir la felicidad es dejar de ser vegetariana y le digo que eso no vale, que es chantaje. Se ríe y rectifica. “Lo mejor que puedes hacer para ser feliz en la vida es cuidarla, que al final es lo único que tenemos. Cuidarte a ti y ser siempre amable con los demás”.
Cuando colgamos me doy cuenta de que es lo que lleva haciendo ella desde que la recuerdo, y que quizá por eso nunca la he visto enfadada con nadie. Y me doy cuenta también de la incompatibilidad de los consejos de uno y otro. ¿Cómo voy a no fiarme de nadie y a ser a la vez amable con todo el mundo?
Lo intento el primer día, pero me doy cuenta de mi incapacidad no ya solo para conjugar desconfianza y amabilidad, sino para desconfiar en general. Es jodido pensar mal de todo el mundo.
Del señor de la garita del metro, de la chica que me encuentro en el ascensor y que me pregunta cuándo coño va a parar de llover como si yo fuera Minerva Piquero, de mis compañeros de curro, de mis colegas. No puedo vivir pensando en las segundas e inexistentes intenciones de cada persona con la que me cruzo, así que mando al carajo el consejo de mi abuelo y me quedo únicamente con el de mi abuela.
Durante cinco días trato de ser amable con todo el mundo y dejo de mirar el móvil a las diez de la noche. Lo primero me resulta bastante fácil exceptuando a la peña que no sabe andar con paraguas por mi barrio, que tiene las aceras más estrechas de Madrid, una ciudad donde, como me había comentado la chica del ascensor, no ha parado de llover en los últimos dos meses. Ya casi nos sale acento gallego.
“Estoy acostumbrada a pasar de la gente, pero me resulta complicado vivir sin contarles lo que hago a través de las redes”
Lo segundo tampoco me plantea demasiadas dificultades, o eso quiero pensar. Como ya he comentado, vengo sudando del móvil desde tiempo atrás, quizá como reacción natural a concebirlo durante años como una extensión de mi cuerpo. Pero me doy cuenta de que no es tan sencillo cuando, al tercer día, a las 23:00 de la noche, Dellafuente empieza a cantar en el concierto en el que estoy y no puedo subir nada al stories. No puedo compartir con el mundo lo bien que me lo estoy pasando ni poner el granito de arena que supone cualquier publicación en redes a la construcción de mi imagen pública, de mi yo digital.
Puedo vivir —y de hecho vivo últimamente— pasando de los demás, de todas las personitas que caben en mi celular gracias a las nuevas tecnologías de la información. Pero me resulta más complicado vivir sin contarles a esas mismas personitas lo que hago, sin duplicar mi experiencia analógica en ceros y unos.
“Durante las cinco noches que dura mi periplo de detox digital leo más y follo más”
Otra de las jodiendas con las que me topo es la imposibilidad de ver los vídeos de rigor en YouTube. No tener la oportunidad de saber quién ha ido a La Resistencia ni qué trapero ha sacado vídeo nuevo esa semana y, como consecuencia, no poder comentarlo con la gente. Me planteo hacer trampa y coger el ordenador, pero resisto. No tendría mucho sentido, así que durante las cinco noches que dura mi periplo de detox digital leo más y follo más. Pero creo que es es porque tampoco puedo ver series, y eso es algo que ya habíamos tratado en otros artículos de VICE, como este o este.
El caso es que no poder compartir mis experiencias más allá de las 10 de la noche y no poder ver vídeos de YouTube son las únicas dificultades que encuentro a la hora de aplicar el consejo de la Universidad de Glasgow. El de mi abuela me resulta incluso más fácil de poner en práctica.
Quizá y aunque nunca antes hubiéramos hablado de ello he heredado algo de su filosofía de vida y creo que la amabilidad es lo natural, lo que hace bien a los humanos colindantes a uno, pero también a uno mismo. Esas son las conclusiones que saco tras cinco días aplicando los consejos de un grupo de estudiosos británicos y de mi abuela.
Pero no sé cuál de ellos me ha hecho más feliz, quizá porque no he podido pensar lo suficiente en ello, o porque no me he preocupado en reflexionar lo suficiente sobre ellos durante esos cinco días. Aunque me fuera a la cama después de dos horas sin móvil sabía que al día siguiente tendría pendientes un puñado de mails y me acostaba pensando en ellos. En ellos y en los WhatsApp que tendría sin responder al día siguiente y en lo que estaría diciendo la gente sobre Pablo Iglesias, Irene Montero y su chalet de 600.000 euros.
“Aunque me fuera a la cama después de dos horas sin móvil sabía que al día siguiente tendría pendientes un puñado de mails y me acostaba pensando en ellos”
También sabía que al día siguiente podría compartir el vídeo del concierto de Dellafuente, y sabía que no me pararía ni un segundo a reflexionar sobre ello, ni sobre el sentido y las consecuencias de responder mails y WhatsApp como una autómata, ni sobre por qué necesito que el resto sean testigos de mis experiencias para sentir que han sido completas. Tampoco sobre si es mi abuela quien me ha enseñado a tratar bien a las personas, o al menos a intentarlo.
Y quizá esa falta de reflexión, esa sensación de que nunca hay tiempo para profundizar, de que siempre está pasando algo nuevo para hacerlo, como si la vida fuera un feed de Instagram, deba ser el próximo objeto de estudio de la Universidad de Glasgow. Y, como consecuencia, la base de su próximo consejo para alcanzar la felicidad en el primer mundo.