Por qué deberías dejar de ser mochilero pasados los 20 años

Este artículo se publicó originalmente en VICE Australia.

¿Te acuerdas de cuando tenías 19 años y te fuiste de viaje a Ibiza o Bali, donde viste un templo y pensaste, “Pfff, templos…”, y te pasaste el resto del viaje con un pedal impresionante e intentando follar con quien fuera o con lo que fuera? Y te parecía perfecto, porque estabas de viaje y esa palabra bastaba para demostrar lo mucho que te gusta el intercambio cultural y el compromiso espiritual.

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Sí, viajar y descubrir era maravilloso, y esta afición te llevó a muchos países chungos y fascinantes durante tus veinte. Pero claro, han pasado los años, tú ya has superado la veintena y te das cuenta de que sigues viajando con chavales de 19. Un buen día, estás en un albergue para mochileros en Laos, escuchando a algún gilipollas tocar una versión amorfa de “Wonderwall” con su ukelele y te asalta un pensamiento: “¿No estaré ya mayor para esto? ¿Me habré convertido en el típico mochilero carca?”.

Obviamente, estoy hablando de mí mismo. Viajé a Laos y fue genial comer platos asiáticos todo el día y tal, pero sentí que algo no iba bien. Concretamente, había cuatro cosas que no iban bien. Cuatro cosas que me hicieron odiar de repente a todos los mochileros y a esta forma de viajar.

Problema 1: viajar de mochilero es lo opuesto a tener hijos, lo cual explica por qué todos los mochileros tienen 19 años y yo estoy tan solo

Creo que el atractivo de viajar es el hecho de no tener responsabilidades. Si estás de mochilero y no te gusta un sitio, te puedes ir cuando quieras. Si no te mola la gente, te vas. Cuando viajas, es como si dejaras tu personalidad atrás. Nadie sabe quién eres ni de qué palo vas, ni cómo eres en tu casa. Puedes empezar de nuevo en cada sitio que visitas. Aunque tu afición sea cagar en sacos de dormir, ¡no hay problema! ¡Estás en otro país!

Casarse y tener un hijo, en cambio, es lo opuesto a lo anterior. Si, por ejemplo, tienes una extraña afición, tu pareja y tus familiares seguramente se reunirán en un salón y, sosteniendo un cojín en el regazo, se preguntarán si deberían llamar a la policía. Estar casado y tener un bebé es como estar en una adorable cárcel reforzada con hormonas que tú mismo te has fabricado. No volverás a coger una maleta hasta el día de tu jubilación.

De ahí que todos los mochileros tengan, como mucho, 19 años. O eso o son gente que huye de los convencionalismos culturales. En ambos casos, son personas obsesionadas con “encontrarse a sí mismas”, uno de los temas de conversación más peñazo que se hayan inventado jamás.

Problema 2: todos están obsesionados con encontrarse a sí mismos

¿A cuántas personas conoces que se hayan encontrado a sí mismas acostándose con turistas alemanes o cayéndose de una moto? A ninguna. Es más, casi todos vuelven a casa enfermos, arruinados y hechos polvo después de semanas de mochileo. Además, si te paras a pensarlo, ¿cuántas conversaciones interesantes has tenido realmente con la población autóctona de (introducir aquí el nombre del país)? Y no me vale eso de que una vez le compraste un poncho a una abuela muy entrañable.

Yo mismo tengo un poncho y en la etiqueta pone “Fabricado en China”. Irónicamente, jamás iría a una fábrica china de ponchos porque mi cerebro me enviaría constantemente el mensaje: “La paz y el entendimiento no se encuentran en una fábrica de China”, y sin embargo mi memento de paz y entendimiento procede de una fábrica china. Además, la ancianita de 40.000 años que me lo vendió tampoco se consideraba una portadora de paz y entendimiento; no era más que la dependienta en una tienda que formaba parte de una cadena de suministros en la que explotan a los ciudadanos del tercer mundo.

Problema 3: viajar me convierte en un racista

Pero no racista en el sentido clásico, trillado de la palabra, como de racista que odia a la gente de piel marrón. De hecho, en Laos pude comprobar que sus gentes eran infinitamente más inteligentes, amables y mejor en todos los sentidos que mis compatriotas. Laos ha sufrido un montón de bombardeos simplemente por tener la mala fortuna de estar junto a Vietnam y, en cambio, sus gentes no parecen estar amargadas por ello. Tratan a los extranjeros como amigos, mientras que en Australia los metemos en la cárcel solo por intentar conseguir un curro en Domino’s Pizza.

Viajar me ha hecho odiar a la gente de los países ricos. Somos todos muy insoportables. Los británicos viajan en manadas de siete y solo piensan en follar y en batir un nuevo récord de quemaduras de tercer grado por exposición al sol.

Los holandeses y alemanes se vuelven locos buscando la experiencia de viaje más jodidamente auténtica que puedan encontrar. “Odio esta ciudad”, dicen siempre cuando están en un sitio plagado de otros turistas holandeses y alemanes. “La semana pasada estuvimos en Tkugifujghpongflipjurkistán, ¿te suena el sitio? No, ya me lo imaginaba. Es superrecóndito. Reconditísimo. De hecho, ni siquiera vive gente, ahí. Éramos solo nosotros y un montón de sanguijuelas. Fue una pasada”.

Los americanos suelen viajar solos, pero su único objetivo es encontrar a otras personas para contarles lo guay que son los EUA. Nunca oirás a un americano preguntar, “¿De dónde eres?”. Y si te ha parecido oírlo, habrás oído mal, porque seguramente estaban hablando de lo caro que sale sacarse el carné de conducir en Delaware.

Los israelíes son un poco así, también. Para ellos los viajes son como una variante más compleja de Tinder y suelen viajar para conocer a otros israelíes. Cuando por fin se encuentran, se reúnen en restaurantes israelíes para ver “Padre de familia” durante semanas, comiendo falafel y fumando porros como si no hubiera un mañana.

Pero de entre todas las nacionalidades, nadie es más irresponsable y alegremente insensible que los australianos. Las australianas pasan de la sobriedad al borde del coma etílico en 15 minutos, y en ese estado dedican insultos de todo tipo a los taxistas antes de perder el conocimiento en algún parterre urbano. Los chicos australianos y lo sé porque yo lo soy hacemos lo mismo pero tardamos algo más en desmayarnos. Mientras nos dura la taja, alternamos entre temas de conversación que rozan lo porno y las agresiones gratuitas, meamos sobre todo lo que se nos ponga por delante o robamos bebida de los bares, objetos de los hoteles o iconos religiosos, porque nos parece la hostia de divertido. Ambos sexos perpetramos estos actos en pantalones cortos, aunque estemos a -5 grados, porque nos parece que nos da un encanto especial.

Podría seguir, pero creo que ya has captado el mensaje. Viajar me ha llenado la cabeza de estereotipos culturales y eso no me gusta nada.

Problema 4: bueno, la verdad es que esto no es un problema, sino más bien una solución

Ya no puedo seguir con esto. He viajado demasiado. Ya he tenido los seis tipos de conversación que se pueden tener con otro mochilero. Ya he tomado conciencia de que son una panda de capullos y de que yo soy un capullo porque formo parte de ese grupo. Y estoy perdiendo mis vacaciones atormentándome con estos pensamientos. Pero tengo un plan.

La próxima vez que viaje a algún sitio, iré con una misión. Puede ser cualquier cosa, en función de lo que me interese en ese momento. Por ejemplo, “Voy a subirme al árbol más alto de Japón”, o “Voy a participar como becario en el rodaje de una película en Nigeria”, o “Voy a convencer a la persona más rica de Eslovenia para que se tome una birra conmigo y cuando llegue la cuenta, me quedaré en silencio, mirando al vacío”. O lo que sea, no sé. Algo con lo que pueda perforar esa superficie cultural sobre la que, como mochilero, es tan fácil quedarse. Algo que no sea ver un templo o ponerse hasta el culo de todo.

No sé si funcionará, pero confío en que sí. Porque además, todavía no estoy preparado para lo de tener hijos y, si quitas los viajes, no hay muchas otras doctrinas no seculares que uno pueda seguir con devoción en el siglo XXI.

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Traducción por Mario Abad.