En la década de los 90, a los pocos días de haber ingresado en una prisión para hombres, en seguida quedó patente que eran lugares de perversión y sodomía. Puesto que muchos reclusos convivían en la misma celda o, como mínimo, se veían obligados a compartir su espacio personal con completos desconocidos, no tardé en ceder a las insinuaciones del primer hombre que me demostró un mínimo de afecto.
Tal vez debí sentirme avergonzada de la rapidez con la que me di a aquel estilo de vida promiscuo, pero lo cierto es que no me importaba. Como mujer trans, sentía la profunda necesidad de que se validara mi identidad femenina. Solo me sentía realizada cuando practicaba sexo con un hombre. Quería sentirme deseada, amada. Y, sobre todo, quería sentirme viva.
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Mientras los toxicómanos hacían sus trapicheos en las galerías de prisión, buscando su medio de evasión habitual, los adictos al gimnasio caminaban y se pavoneaban, totalmente ajenos al hecho de que su tamaño no impresionaba ni intimidaba a nadie (y de que los músculos no son a prueba de navajas). Yo estaba instalada en el “módulo de protección”, pues las agresiones tránsfobas son frecuentes en las prisiones de hombres y los funcionarios no pueden garantizar la seguridad de ningún recluso.
En aquella sección había prisioneros con deudas relacionadas con el narcotráfico, agresores sexuales despreciados por la mayoría de los internos y gais declarados. Siempre que a mis hermanas trans o a mí se nos daba la oportunidad de salir de nuestras celdas, los hombres se nos acercaban para llamarnos la atención. Nos ofrecían droga, la posibilidad de usar teléfonos móviles o un hombro sobre el que llorar cuando nos sobrevenía la inestabilidad emocional causada por el tratamiento de estrógenos.
Independientemente del delito cometido, el sexo sigue estando entre los primeros elementos de la jerarquía de necesidades de Maslow. Que esa necesidad se satisfaga mediante la masturbación, el sexo consensuado o por medios coercitivos es otro asunto. Dado que desde el punto de vista técnico las cárceles son edificios públicos, en ellas se prohíbe cualquier tipo de actividad sexual entre reclusos, aunque las denuncias por escándalo público son muy infrecuentes.
“Pocas veces rechazaban los presos la oferta de que otro le frotara la espalda, sobre todo entre quienes cumplían condenas de dos años o más”
A lo largo de los muchos años que estuve en prisión, fueron numerosas las veces que funcionarios de ambos sexos me pillaron en plena actividad sexual con una o varias personas. Cuando estás confinado en una celda, a diferencia del resto del mundo, no tienes reparos en demostrar tus deseos públicamente. Desde penetraciones por detrás y por delante hasta felaciones múltiples, el límite solo estaba en nuestra imaginación. Muchas veces, los hombres me pagaban copiosas cantidades de droga para que los atara y los humillara. Yo accedía siempre y cuando acordáramos una palabra de seguridad.
Luego estaban las duchas, por lo general un lugar muy propicio para dar rienda suelta a la pasión sexual. ¿La broma de llevar el jabón colgado de la muñeca con una cuerda para evitar que te toquen? Yo nunca lo he visto. Pocas veces rechazaban los presos la oferta de que otro le frotara la espalda, sobre todo entre quienes cumplían condenas de dos años o más. Obviamente, aquello no era una telenovela, con preliminares románticos.
A fin de cuentas, cumplíamos cadena perpetua y nos importaba una mierda lo que pensaran, menos aún los funcionarios de prisión. No conocí a muchos hombres que afirmaran ser gais antes de entrar en prisión. Parecía que muchos lo eran solo durante el transcurso de su condena. En cualquier caso, a día de hoy la homosexualidad sigue estando mal vista por parte del personal de prisiones. A menudo, se me acercaban reclusos para que les consiguiera condones del hospital de la cárcel porque les daba mucha vergüenza pedirlos o temían que los funcionarios se burlaran de ellos.
Con todo, las relaciones sexuales entre el personal y los reclusos no son infrecuentes. Cuando se obliga a dos personas a convivir en estrecha cercanía, es inevitable que se crucen límites. Por desgracia, cuando este tipo de relaciones salen a la luz, lo cual ocurre a menudo, se acusa al preso de acoso o de manipulación del personal carcelario para fines maliciosos. En esos casos, el funcionario suele acabar despedido y al recluso se lo traslada a otra prisión, en un módulo de castigo.
La triste realidad es que gran parte de las relaciones homosexuales que vi en la cárcel se daban en un contexto de abusos. Parecían reflejar la relación funcionario-prisionero, en la que el primero detentaba todo el poder y esperaba que el segundo se mostrara sumiso y obediente.
“Aunque en el fondo anhelaba algo de intimidad, a menudo debía contentarme con un desahogo rápido entre los contenedores del patio de gimnasia”
No obstante, debo decir que también conocí a parejas que mantenían relaciones monógamas y estaban claramente enamorados. A mí el tema del amor se me da fatal, pero he visto muchas historias de amor a lo largo de los años. Nunca olvidaré a dos condenados a cadena perpetua por los que sentía mucho aprecio. Los conocí en la prisión de máxima seguridad de Full Sutton, en North Yorkshire, y estaban perdidamente enamorados el uno del otro.
Allí donde iba uno, el otro lo seguía, temeroso de que se le fueran los ojos mirando a otros reclusos. Muchas veces se los oía discutir y lanzarse acusaciones en los pasillos. Pese a todo, estuvieron juntos 20 años. Hasta que uno de ellos murió por un cáncer de pulmón, su pareja estuvo cubriendo sus necesidades: recogía su comida, limpiaba su cada vez más demacrado cuerpo y lo reconfortaba en un lugar en el que no es fácil encontrar alguien que lo haga.
Aunque en el fondo anhelaba algo de intimidad, a menudo debía contentarme con un desahogo rápido entre los contenedores del patio de gimnasia. Echando la vista atrás, supongo que quizá debería avergonzarme de la vida que llevaba, pero no puedo. Logré sobrevivir en un mundo en que predominaban la desesperación y la amargura cuando muchos otros no lo lograron. De hecho, soy la presidiara trans británica que más tiempo ha pasado en prisión.
A veces pienso en mis hermanas trans, que solían decirme que su objetivo era enamorarse y, en última instancia, tener una vida apacible y una relación sólida en la que nadie explotara su cuerpo y su corazón. Yo sentía lo mismo.
Desde mi puesta en libertad, me he apartado de las peligrosas prácticas sexuales que han formado parte de mi vida durante tantos años. No he encontrado la intimidad que tanto anhelaba. Con el tiempo, espero encontrar un hombre, una mujer o una persona no binaria que me conquiste el corazón. Después de todo este tiempo, para mí una vida en libertad y sin amor no tiene sentido alguno.
This article originally appeared on VICE UK.