—Quiero ir con las nenas, le dije a Rosita, la Directora.
—No podés, Daniel. Eso sería una locura.
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—Tengo toda la pierna con moretones. ¿No puedo hacer otra cosa?
—No, Daniel, ya tenés nueve, es hora de que hagás cosas de varoncito.
Varoncito.
Femenino y Masculino. Disfraces.
Año mil antes de cristo. Monte Katmandú. Un varón blanco, de pelo blanco, entra a un castillo gótico en la cima de una montaña. Tres varones blancos lo esperan sentados y, juntos, mientras les rellenan los bowls de uvas y provoletas, deciden qué hace un nene y qué hace una nena…
La gente aplaude, algunxs chasquean con los dedos y otrxs sonríen. Las risas toman posesión del salón principal del Club Cultural Matienzo, en Buenos Aires, donde sucede un ciclo de monólogos. Una mujer de sesenta años me graba con su celular y sube el video a su Facebook, una chica me señala interpelada y varias marikas subtreinta se miran cómplices entre ellxs porque también sufrieron la cárcel de varones fútbol y mujeres handball. Yo agradezco, saludo y me bajo del escenario.
Veinte años pasaron desde el día en que le pedí a Rosita, la Directora de mi primaria, que por favor me permitiera jugar algo distinto al fútbol. Lorena, la profesora de gimnasia, me miraba atónita frente al reclamo: “no quiero jugar al fútbol”, le decía decidido, a prueba de balas. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera, a hablar con la máxima autoridad del colegio si fuese necesario. Ni las miradas juzgadoras, ni las risas de hiena al son de “se va con las nenas, se va con las nenas” podían detenerme en mi camino a la liberación.
Rosita, con una clara ausencia de herramientas pedagógicas, me obligó a volver al campo de batalla. Le rogué y le supliqué, pero no fue suficiente. Al volver me encontré con el demonio. Diez varoncitos dispuestos a encauzar su ansiedad insatisfecha gracias a mi supuesta falta de masculinidad. Burlas, falsas imitaciones, representaciones exageradas de mi persona, el famoso dedo señalador y muchas otras estrategias con el fin de hacer reír a una puñado de cómplices a expensas de destruir mi autoestima.
“No me parece gracioso”, me dijo mi psicóloga cuando le conté a los trece años, por primera vez, de varios de los “chistes” que hacían. Eso no es humor, reflexionábamos en una constante búsqueda de racionalidad. ¿Realmente les daba risa?, nos preguntábamos por el grupo que encarnaba el rol de audiencia en esa puesta en escena. Tampoco les íbamos a echar la culpa, al fin y al cabo son niñxs, nos repetíamos para dar por terminado el análisis.
Durante muchos años me costó resolver esa angustia que me generaron las “horas libres” del colegio primario. Supuestamente cada unx podía hacer lo que quisiera, pero luego eran transformadas en una actividad deportiva y de fácil planificación a cargo de Lorena: los varones jugarían al fútbol y las mujeres al handball. No existía alternativa que pudiera sacar del binarismo a las decenas de maestras, maestros y autoridades que para esa época, principios de los noventa, decidían sobre la rutina escolar de cientos de niños y niñas.
No hay dudas de que Rosita era el mal. Pero tampoco la clasificación binaria era algo que ocurriera únicamente en el ámbito escolar. Ese no es el punto ahora. El punto es: ¿de qué sirve reírse del más débil? ¿Hacia dónde nos lleva esa forma de hacer reír?
Jamás culparía a esos niños de diez años, insisto, que reproducían lo que veían en la tele, o lo que decían sus padres. Podríamos responsabilizar a “la época” o lo que la sociedad construyó en torno a qué es un varón y qué es una mujer. No hace falta más que ver videos de cómicos de ese entonces para captar el afán por generar risas vacías. Risas cómplices de una sociedad que oprimía a mujeres, marikas, travas, trans y a todo quien no encajara en el molde prefabricado.
En “Una vieja traba familiar”, como se titula un capítulo de Casados con hijos, la versión argentina de la sitcom norteamericana Married with Children emitida en 2005, muestran cómo toda la familia sospecha que “la prima Carla”, familiar a quien no recordaban, “esconde algo”. Vemos burlas hacia la voz ronca de Carla, risas enlatadas cada vez que Carla menciona que se tiene que cambiar de ropa o ir al baño, y la presentan como una rara fanática del fútbol; finalmente Carla “confiesa” que “en realidad ella era el primo Carlos”. Creo que no es siquiera necesario ahondar en por qué toda la construcción de la confesión, el esconder y que una mujer no pueda ser fanática del fútbol está mal.
Podríamos establecer que ese humor era el manto para perpetuar un esquema diseñado de sociedad. Pero me interesa pensar en las posibilidades infinitas de encuentro que nos permite un chiste.
En toda discusión política se ponen en juego muchas cosas. La formación, la ideología, a veces hasta la propia integridad personal queda al desvelo en una secuencia de argumentos. Eso es lo que nos permite saltear el humor. El humor aparece en los puntos ciegos, en los momentos de ocio, cuando el cerebro está a merced del entretenimiento y dispuesto a incorporar. Es un momento único que puede tener consecuencias gigantes dado que apunta directo a la subjetividad y, sin dudas, no se puede desaprovechar.
El verdadero humor es el humor que incomoda, el que te hace pensar, el que genera sinapsis en el público. El diálogo que se genera no pretende perpetuar una razón sino establecer un punto de vista e invitar a que un otrx pueda percibir eso que le estás mostrando. Una manera de interpelar en las sombras.
En los últimos años la sociedad ha cambiado muchísimo. Es esperable que el humor también sea un reflejo de esos cambios. Sin embargo, y punto a favor de lxs comediantes contemporáneos, creo que cada vez se utiliza más al espacio del chiste como otro lugar para construir política. Para intentar cambiar las lógicas, para ahondar en que hay cosas de las que no podemos reírnos más, y que en realidad somos nosotrxs quienes nos podemos reír de ellxs y de sus lógicas opresoras y faltas de empatía.
Y cuando digo “ellxs” me refiero a quienes diseñaron el mundo. Quienes escribían esos chistes, quienes perpetuaban esa forma de habitar la vida en sociedad.
Malena Pichot, comediante argentina, dijo a un medio chileno el año pasado: “Si te reís del poderoso, si te reís del violador, nunca vas a fallar en el chiste. Si te reíste de la víctima, fallaste en el chiste. Entonces se puede hacer humor sobre todo”, y no puedo estar más de acuerdo. No existen límites a la hora de hacer un chiste, siempre y cuando estés del lado correcto. Y por más binario que suene, aún en el humor debemos ubicarnos bajo la lógica de opresor/oprimido.
Yo me puedo reír de Rosita, yo me puedo reír del varón blanco y sus limitaciones, del que no pueda imaginarse a otro varón haciendo otra cosa que no sea perseguir una pelota de arco a arco. Yo me burlo de ellos y no pienso dejar de darme el lujo de hacerlo, por que ni siquiera cataloga como venganza. Nunca puede ser considerado venganza proponer un mundo más libre.
¿Puede un varón cis blanco sentirse vulnerable por un chiste? No lo creo y ahí está el punto. En cualquier caso, sentirá vergüenza y entonces tenías razón. ¿Es necesario que todos los chistes dejen una lección? No, claro que no, pero es desaprovechar una oportunidad única. Aquella de tener a una audiencia permeable, dispuesta a incorporar. No cómplices sino aliadxs, porque con quien está de tu lado y te escucha el encuentro será una alianza inquebrantable.
El humor no sólo sirve para hacer reír. No es sólo la mera escapatoria de un mundo injusto, es también una forma de cambiarlo todo. Tirar todo por la ventana y reírnos para juntar fuerzas. No sólo para validar que teníamos razón y hacer catarsis para volver salud tanta mierda, sino para visibilizar las formas ridículas en las que a veces nos comportamos. Para ganar adeptos y que las cosas sean diferentes.
Hoy me bajo del escenario y pienso en esos pibes que no eran más que víctimas de su época y probablemente de sus padres, y que ahora se ríen de mis chistes. Pienso en Rosita, a quien probablemente no le causan gracia. Pienso que el humor no sólo me permitió sanar y hacer un revisionismo de mi infancia, sino que ha sido mi gran aliado. Cada vez que leo mis monólogos en público me propongo entretener, pero también poner en tensión lo ridículo de cómo nos comportamos, de que la gente deje de naturalizar cosas que están mal.
Y, cómo dijo Pichot, no hay límites a la hora de hacer un chiste, siempre y cuando estés segurx de que estés del lado correcto, porque cuando te reís del opresor, nada puede salir mal.
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