Salud

Sobrevivientes nos iluminan el camino de la cuarentena

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Llevamos más de un mes en cuarentena, en distanciamiento social forzado. En una situación que nadie eligió y que nadie elegiría. Una situación que va corriendo su fecha de vencimiento semana tras semana. Nadie nos puede dar una idea certera de cómo ni cuándo termina.

Como creo que le pasa a la mayoría, en estos días voy transitando una montaña rusa de emociones y, como creo que le pasa a la mayoría, siento que no tengo muchas experiencias pasadas que me sirvan de guía para transitar esta.

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En Facebook leí hace unos días una pregunta que me agitó como si la hubiera hecho un predicador en misa y yo fuera uno de los desesperados de la primera fila: ¿quiénes pueden ayudarnos a atravesar este momento?

La pregunta la lanzó Cora Gamarnik, una investigadora en Comunicación e Historia de la Universidad de Buenos Aires, que habitualmente alborota conciencias desde sus redes. Cora también dejó una lista inicial como respuesta: presxs, quienes padecieron dictaduras, quienes tuvieron Sida en los ochenta y noventa.

Decidí tomarme en serio su propuesta y contactar a personas que hubieran pasado por situaciones de impotencia, incertidumbre y encierro para que me contaran cómo lidiaron con ellas.

Lili Teplitzky, presa política en Argentina

“Hasta cuando estaba en la cárcel yo me sentía una privilegiada”, me dijo Lili Teplitzky, quien a los veinticuatro años, en octubre del 75, fue detenida por su militancia política y permaneció tras las rejas los siete años que duró la última dictadura militar argentina.

El juez que le tomó declaración lo hizo mientras su secuestrador le apuntaba a ella un arma en la cabeza. “Imagínate que nunca supe ni qué firme. Todavía estábamos formalmente en democracia, por lo que mi proceso guardó ciertas formas propias de un estado de derecho; hubo un juez”.

En la cárcel de Devoto, en Buenos Aires, donde estuvo confinada junto a otras 1.500 mujeres, Lili fue torturada física y psicológicamente. Puesta al borde de la muerte. Aún así sabía y veía que había otras compañeras en situaciones peores, que ella estaba viva. Que seguía cuerda. Que seguía digna. Se aferró a la promesa que se hacían en secreto las prisioneras: de la cárcel salir viva y digna. Ni loca, ni muerta.

Treinta y ocho años después de haber recuperado la libertad y atravesando una enfermedad discapacitante, Lili dice que continúa sintiéndose privilegiada. “Hay que ver lo que uno tiene, no lo que uno no tiene. Yo ahora puedo pensar que esto me agarra así o asá y eso me pone mal; en esos momentos tiendo a comparar mi vida con la de los que menos tienen para darme cuenta de lo bien que estoy”.

Desde su casa en las sierras de Córdoba, donde disfruta de su retiro después de haberse jubilado como docente, me confesó que ver las fuerzas en las calles la aterroriza por lo que eso significa en nuestra historia, aunque las circunstancias sean tan distintas.

Le pedí que reflexionara sobre el momento que vivimos y compartiera algunas estrategias para sobrellevarlo.

“Primero hay que ver cuáles son los recursos con los que cuenta cada uno. Valorarlos. Pegarse a la realidad con esos recursos. Generar redes de solidaridad, eso es vital para sobrevivir. Dar curso a la creatividad, al arte, la charla. Expresar y decir lo que nos pasa. Apelar a y valorar lo que tenemos al alcance”, dijo con simpleza, como sugiriendo lo que para ella es obvio.

“Generar redes de solidaridad, eso es vital para sobrevivir”.

“En este momento tenemos otra experiencia”, me comentó luego, e hizo una pausa que dejaba entrever la cicatriz que permanece a pesar de los años transcurridos: “Las expresas que quedamos vivas fuimos haciendo muchos procesos de bancarse ser sobreviviente frente a tanta muerte. Hay que generar una resistencia, que hoy es resiliencia, pensando en los que están más desprotegidos. Esto se hace desde abajo hacia arriba, desde lo chiquito. El otro son los importantes, tan importantes que son los que te permiten vivir”.

“Estamos en una situación grave, pero hay que confiar. Confiar en que de los límites también pueden surgir las mejores cosas”.

Con Lili vivimos relativamente cerca, prometimos tomarnos unos mates cuando todo esto termine.

Cuando todo esto termine se convirtió en estos días en la medida de tiempo más utilizada. Trabajos, encuentros, cumpleaños, viajes. Todo quedó pospuesto a ese plazo.

Gilda Colman, diagnosticada con VIH en los ochenta y más tarde con cáncer

¿Cuánto tiempo tendremos que vivir con esto? ¿Con este virus, SARS-2, que nadie sabe a ciencia cierta cómo se originó ni cómo dio el salto del reino animal y nos llegó a los humanos, pero que, en menos de seis meses —en gran parte gracias a este mundo híperconectado que ofrece vuelos a precio de ganga para los países desarrollados— ha contagiado a cientos de miles de personas de una enfermedad llamada COVID-19?

El VIH, otro virus cuyo origen cierto de transmisión de monos a humanos nunca ha sido determinado, dio ese salto a principios de los ochenta del siglo pasado. Como el virus SARS-2, tuvo en los vuelos comerciales su medio de transporte de continente a continente. El Sida, la enfermedad que el virus del VIH genera en sus portadores, va ya para los cuarenta años y no se ha encontrado una cura efectiva para esta. Ha cobrado la vida de 32 millones de personas en este período. No existe a la fecha una vacuna disponible para prevenir su contagio.

Los antirretrovirales, cuyo desarrollo para alcanzar la efectividad que tienen hoy ha tomado décadas, le permite a los pacientes con Sida llevar una vida relativamente normal. El uso de profilácticos y las políticas de educación sexual han permitido bajar la curva de contagio.

El del VIH es un cronograma posible del tiempo que podemos convivir con el COVID-19. También podría desaparecer solo en cuestión de meses como lo hizo el SARS-1. No lo sabemos. No hay respuestas, solo hipótesis. Especulaciones altamente informadas en el mejor de los casos.

“A mí me avisaron [que tenía VIH] en el 87; ya tenía un par de años de avance, por lo que creen que me contagié en el 85. Te daban días de vida, un mes… Imaginate, yo ya tengo canas. Amo mis canas. Nunca pensé vivir tanto tiempo, y siempre aprendí a vivir al día. Yo vivo al día. Al día son metas cortas”, me dijo en una nota de voz Gilda Colman desde su casa en Florencio Varela, en el Conurbano Bonaerense, donde vive entre inciensos, girasoles y once perros que fue rescatando del abandono. Me retrató su filosofía con una anécdota de su adolescencia, ya conviviendo con la enfermedad: en la secundaria le preguntaron cómo se veía en diez años, ella contestó que ojalá pudiera imaginarse llegando al final de ese año o al menos en seis meses.

Según ella, en situaciones complicadas como la que vivimos hoy “hay dos opciones: o culpás a todo, o lo tomás como un proceso kármico a transitar. Todo lo que es, es. Del más fuerte veneno se sacan los mejores remedios”.

“Hay dos opciones: o culpás a todo, o lo tomás como un proceso kármico a transitar. Todo lo que es, es”.

Gilda me contó cómo fue que le tocó enfrentar todo el proceso del Sida en la sociedad. De cuando era una enfermedad que solo tenían los homosexuales, a los que luego se le sumaron los drogadictos, para luego sumarse niños, mujeres, todos. Me dijo que ella pertenecía a la segunda tanda de contagiados y cuál creía que fue el episodio de su contagio: compartió una jeringa con unos locos del Borda —un hospital psiquiátrico de Buenos Aires—, con quienes había entablado una amistad; los locos no querían hacerlo, no querían compartir con ella, pero ella fue demasiado insistente. Su infancia fue tan difícil, que recuerda con ternura la época del contagio: a pesar de la mugre, el abandono, el horror y las drogas, en el ambiente del Borda y con esos locos se sentía querida. Protegida.

Gilda sobrevivió a un cáncer, a un trasplante, viajó en avión, conoció a Mandela, a Clinton, se escribió con Isabel Allende. Aprendió a trabajar con distintas plantas para sentirse mejor, para entrar en equilibrio, y por eso en el barrio algunos le llaman bruja y le traen regalos.

Hace ocho años, en un período corto de tiempo, a Gilda le tocó acompañar la muerte de su madre y su hermana tras lo cual también la dejó su pareja. Se sentía morir, pero ni siquiera la muerte tenía sentido tras haber luchado tanto por sobrevivir. Una amiga le sugirió aislarse, meterse para adentro. “Quedarme sola conmigo y mis propias mierdas hasta sanarlas”, como dice ella. Apagó las luces y pasó tres meses encerrada sin ver a nadie. Sin necesitarlo. Ahí descubrió que aislarse es también una posibilidad de sanar.

“Somos una construcción que se termina, porque nada es eterno y nada es imperfecto”, explica. “No hay falla. No es que nos merecemos esto o no. Nos tiene que suceder. No hay culpas. Responsabilidad, sí”.

Gilda insiste en que “no sirve de nada tener miedo. La muerte es parte de este proceso, lo que pasa es que la desnaturalizamos y me puede tocar a mí como a vos. El dolor es el mejor maestro”.

¿Estamos listos para los aprendizajes que van a venir sobre nosotros?

“Estos tiempos de detenerse, de quedarse en suspenso obligadamente, te mueven tanto, son tan sísmicos, que al mismo tiempo tienen que crear una oportunidad. No hay nada que no vaya a ser repensado a partir de esto que nos pasa. Es como un experimento masivo a gran escala de resignificación de todo lo conocido hasta ahora. Yo creo que por eso nos cuesta. Siento que todo está en ebullición pero tenemos que salir del lugar pasivo del qué nos va a pasar y entrar en el qué vamos a hacer que nos pase”, me dijo en una nota de voz Cora Gamarnik cuando le hablé sobre la pregunta en su Facebook.

Carolina Rodríguez, secuestrada en Colombia

“Lo más difícil fue estar sin contacto con la familia, con la incertidumbre de cuándo va a parar la situación. El reto de la convivencia; a mí me tocó con mi esposo, un amigo y otros trece secuestrados”, me dijo Carolina en uno de los primeros audios que me envió. Hizo una pausa ahí mismo, guardando en ese silencio mucho de lo que vivió durante esos seis meses, y que casi veinte años después le sirven de guía para navegar la distopía diaria.

Carolina fue secuestrada junto con su esposo y un amigo de ambos en Colombia, en el año 2001. En esa época, el gobierno de Andrés Pastrana estaba en un proceso de negociaciones con la guerrilla y en ese contexto entregó una zona especial de una superficie muy grande que denominaron “Zona de Distensión”. Según Carolina, los guerrilleros aprovecharon ese territorio para “hacer fiesta” llevando a cabo todo tipo de secuestros extorsivos. Mientras que a muchos los secuestraban por razones políticas o económicas, en otros casos era simplemente una cuestión de azar. Carolina fue secuestrada en una “pesca milagrosa”, como le llamaban los guerrilleros.

“En esa época volábamos mucho en parapente y estábamos buscando locaciones para organizar una competencia en Melgar, en las cercanías de Bogotá”. Carolina y su esposo tenían ambos 29 años por entonces, y llevaban un mes de casados. “Nos topamos con una camioneta llena de guerrilleros que nos detuvieron porque estábamos supuestamente en una zona bajo su control. Nos hicieron esperar muchas horas hasta la noche para que llegara su comandante y decidiera qué iban a hacer con nosotros. Cuando finalmente llegó, nos miró y lo único que dijo fue: ‘se quedan’”.

Ahí comenzó la travesía de varias semanas que los llevaría por el páramo de Sumapaz hasta los llanos orientales, en el límite con Venezuela, donde el Ejército no entraba.

“Cuando llegamos al campamento los otros secuestrados que estaban ahí se presentaban diciendo Ariel, cuatro meses; Carlos, seis meses. Fue entonces que caí en la cuenta de que estábamos realmente secuestrados, que estábamos muy lejos y que íbamos a pasar mucho tiempo en ese lugar. Me senté en una piedra y me puse a llorar por un largo rato. Ese día con mi esposo y amigo tomamos la decisión de que podíamos convertir la situación en un infierno, o podríamos de hecho aceptarla y tratar de divertirnos. Afortunadamente optamos por lo segundo. Ese fue el momento de aceptación”.

Carolina también me contó en los audios que intercambiamos que desde ese primer día en el campamento, cuando finalmente se sintieron secuestrados, se prometieron con su esposo y su amigo darle seis meses a la situación para que se solucionara. Si no, se lanzarían al escape. Lo irían planeando desde un primer momento: estudiarían a los guerrilleros, el terreno, se entrenarían, se mantendrían fuertes y cuerdos; no se dejarían intimidar por la situación y evitarían convertirse en víctimas.

“Descubrí que me generaba angustia la añoranza de la vida que me forzaron a dejar. Pensar en el futuro me generaba mucha ansiedad. Decidí cortar con el pasado y con el futuro. Ahora hay muchas teorías de vivir en el aquí y en el ahora, el presente, pero en ese momento no las conocía; fue instintivo. Las preocupaciones del día eran hacer mis ejercicios, entrenarme físicamente, escribir en mi diario; hablar con los otros secuestrados; reírnos de los guerrilleros, reírnos de nosotros. Hablar mucho entre nosotros, rezar juntos. Los pensamientos se limitaron a lo que era en ese momento nuestro mundo. Hoy lo estoy repitiendo igual: estoy en mi casa con mi familia y de nada sirve pensar qué va a pasar mañana, porque pensarlo mucho, preocuparse por lo que no ha ocurrido, no tiene sentido”.

“Cuando uno se siente víctima pierde todo el poder personal”.

A los seis meses del secuestro se escaparon y estuvieron siete días a la fuga hasta que dieron con una pequeña comisaría donde finalmente se sintieron libres. “En ese momento hubo muchos periodistas que nos entrevistaron buscando víctimas. Las víctimas del conflicto. Las víctimas de la guerrilla. Una de las cosas que ocurrió es que nosotros no nos sentimos víctimas y por eso nos pudimos escapar. Porque cuando uno se siente víctima pierde todo el poder personal y pues, menos mal, no lo perdimos”.

“Podemos hacer de este presente un recuerdo bonito en el futuro, ¿por qué no? Si así llegó, así lo vamos a crear nosotros para que sea agradable, para que sea divertido. Puede ser una oportunidad para sacar lo mejor de nosotros, de nuestras relaciones. Es importante estar con buena actitud. Centrados. Sin dejarse abrumar por la información exterior, o por las amenazas porque pierdes tu centro y te puede hacer actuar de una manera errada. Si estás centrado, si estás bien —interiormente sereno—, puedes tomar decisiones más inteligentes y disfrutar más de este presente, como tenga que llegar”.

¿Qué podemos hacer de esta oportunidad forzada?

“Todo pasa por algo y todo es perfecto. De los momentos difíciles se aprende muchísimo y se puede agradecer. Yo agradezco mi momento difícil porque en cierta forma fue muy bonito, y me hizo. Es en esas situaciones es cuando descubres la fuerza interior que tienes, porque cuando todo es fácil no la puedes descubrir”.

Emilio García Prieto, preso político en España

Emilio García Prieto pasó los últimos tres años de la dictadura de Franco en España preso producto de su militancia política. En prisión le escribió cerca de trescientas cartas a su esposa Karen. En esas cartas, muchas de las cuales están publicadas en un libro llamado Cartas desde la cárcel, Emilio hace del relato de lo cotidiano, de sus temores, de sus nimias alegrías un acto de amor y resistencia.

En 1975, el Dictador Franco, sabiéndose enfermo y con conocimiento de que tras de su muerte vendría una gran amnistía a los presos políticos, mandó asesinar a cinco antifranquistas, tres de los cuales eran compañeros de Emilio. En el pasaje final de la carta a Karen ese día sombrío y de genuino odio, Emilio escribe:

“…Pronto llegará el momento en que podamos hablar a gusto del tiempo y de las flores, de todo lo bello, porque habremos superado la tristeza y los sufrimientos. El futuro es nuestro”.

Sus palabras son ahora una invitación a lo posible.