VICE presenta: Sorte, la montaña de los espíritus venezolanos


Esta crónica es el detrás de cámaras de lo que vivimos en Venezuela, dividida en cuatro segmentos. El video es el de arriba.

Jesús Campos luce cansado. Su macizo cuerpo de 1,80 metros de alto y tez morena, ese roble corpulento que masticaba tabaco y lo escupía a lo largo del día, ya no puede más de la fatiga. Es la mañana de nuestra partida, el último momento en la casona de dos plantas que nos ha hospedado en el municipio de Cocorote, Venezuela, y los ojos gachos y encendidos de Jesús no pueden revelar otra cosa sino cuatro días de sueño acumulado.

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Jesús Campos está cansado. No habla mucho, no describe las cosas largamente como es su costumbre ni tampoco nos da indicaciones de nada. Solo se despide, nos abraza y espera ansioso a que crucemos la puerta por última vez.

El espiritismo, me quedó claro, no es exclusivamente religión. En esta mañana, para Jesús es también una sumatoria de heridas apenas cicatrizadas en la lengua, el residuo de decenas de cajetillas de cigarrillos fumadas durante las sesiones, el guayabo de unas diez botellas de aguardiente venezolano dulce y penetrante consumidas sin miramientos, la sensación del dinero convertido en papel por la magia perversa de la inflación.

Y, como si lo anterior fuera aire no más, es la desesperanza de unas elecciones locales que se fueron al trasto por la fuerza imparable del régimen de Nicolás Maduro.

Todo eso en cuatro días.

El espiritismo venezolano es un desgaste físico y emocional al que no le encuentro referente en mi memoria. A través de esa religión, esparcida a lo largo y ancho de las casas de clase popular aquí en Yaracuy, los vivos hablan con los muertos: les cuentan sus problemas, les hablan de la crisis económica y social, les piden consejo.

Y los muertos bajan a darlo cada vez que los invocan: traspasan el más allá —dicen los muertos cuando uno habla con ellos— guiados por la luz del fuego que acompaña las ceremonias, por la música de tambores que se despliega inquietante en forma de ritual, por el ser humano haciendo ademanes extraños que los invita a la Tierra para darles vida corpórea. Quien los acoge es una persona denominada “materia”.

Jesús, por ejemplo, se transformaba una vez recibía el halo energético de un muerto: él es abstemio y no bebe, pero el espíritu que recibe sí: a destajo, botellas enteras, desconociendo el peso futuro del guayabo. Él no fuma, pero el espíritu sí: un cigarrillo tras otro, que el ayudante, el “banco”, le pasa encendido una vez el muerto materializado apaga el suyo con las plantas de los pies sin demostrar dolor o molestia. Él no es directo al hablar (da vueltas, explicaciones de más), pero el espíritu es paisa, dicta órdenes concretas, no dice palabras que le sobren, ahorra el lenguaje.

El espiritismo venezolano es un desgaste físico y emocional al que no le encuentro referente en mi memoria.

Jesús se convertía en otro. O, visto desde los ojos de un ateo, adoptaba una personalidad distinta y la llevaba a las últimas consecuencias. Y por ese esfuerzo titánico de cuatro días seguidos en los que nos mostró hasta el detalle cómo es la actividad con que se gana la vida, dónde se compran las ofrendas, cómo se asesora a un político, cuántas botellas de aguardiente necesita para una sesión de una hora, cómo puede recibir en su cuerpo vikingos que se cortan la lengua y espíritus africanos que comen limones, por ese esfuerzo titánico, digo, está exhausto.

Creo que ya no nos quiere ver más. Dio todo de sí mismo. Trabajó de más. Por eso se despide lacónicamente. El viaje terminó ahí, en ese abrazo seco.

***

Meses antes, en Bogotá, Ismael Montenegro estaba a punto de bajar por primera vez ante nuestros ojos. Habíamos dispuesto para él un altar hechizo a punta de velas prendidas y vasos de agua medio llenos sobre una mesa de madera.

Era una fría noche, repleta de silencios, colmada de ansiedad.

Jesús Campos dejó que su novia Emperatriz, venezolana también, se sentara entre nosotros, y procedió a meterse con otro hombre joven a la terraza de diez metros cuadrados en donde titilaban las pálidas velas del altar.

Se despojó de la chaqueta, la camiseta y el pantalón que lo protegían del frío bogotano para exhibir una robustez natural envuelta en nada más que una camiseta esqueleto azul, una pantaloneta larga y unos diez collares que se le descolgaban en un pecho portentoso. De su morral extrajo otros cuatro, que nos los fue poniendo a cada uno de los miembros del equipo audiovisual, mientras nos explicaba su función.

Jesús Campos se toma treinta minutos de preparación para los rituales que acostumbra a hacer. | Foto: Jaime Barbosa. | VICE Colombia.

—Esto es una protección —nos dijo—, sirve para alertar al espíritu de no bajar en ninguno de ustedes. Apenas el espíritu vea que tienen el collar puesto, busca a otra materia. Debe bajar en mí: ustedes podrían no resistir. No están preparados para eso.

—¿Y por qué el espíritu sí puede bajar en usted? — le pregunté.

—Él lo escoge a uno. Yo me preparé para esto— me respondió.

La historia, contada por Jesús con mayor detalle unos meses después, sería que desde los siete años, más o menos, ha estado recibiendo almas e instruyéndose en los avatares de la religión en conjunto con sus maestros. De todos los que le han bajado, el muerto más carismático es Ismael Montenegro, originario de Medellín, Antioquia: un antiguo delincuente del siglo XX que cuando baja y posee el cuerpo de Jesús bebe aguardiente y fuma cigarrillos sin premonición alguna.

Duramos por lo menos media hora atendiendo las instrucciones de Jesús acerca de Ismael, todas precedidas por la frase “cuando él llegue”.

Cuando él llegue, no le hablen, dejen que él empiece. Cuando él llegue, ofrézcanle aguardiente. Cuando él llegue, va a fumar bastante, ¿no hay problema con eso, verdad? Cuando él llegue, conversen un rato con él. Cuando él llegue, van a sentir un crujir de huesos y yo ya no voy a estar más acá.

Cuando él llegara, la misión real era convencerlo de que nos dejara ir a la montaña tutelar de Sorte, en Yaracuy, para poder documentar con cámaras en mano todo lo que sucediera el 12 de octubre, Día de los Muertos, fecha en la que allí se reúnen cientos de espiritistas y miles de fieles en torno a la religión oficial de esa parte del país. Cuando él llegara, la idea era que nos asegurara su guía durante nuestra visita. Y que nos dejara entrevistarlo en video. Y que pudiéramos grabar a la gente caminando sobre fuego, comiendo vidrio, cortándose los brazos.

Todo eso lo lograríamos al final de la sesión.

—Vamos a ver: eso lo decide él —nos dijo—.

Jesús le dio sus inmensas espaldas al público y no volvió a pronunciar palabra. Con la mano izquierda se fumaba un tabaco y con la derecha hacía chasquear los dedos. Estaba de pie frente al altar con la mirada perdida, ido totalmente por la fuerza del espiritismo mientras el “banco”, aquel hombre joven que se metió con él a la terraza, pronunciaba un mantra que era opacado por la música de un ritual judío vecino que justo esa noche —y ninguna otra— se coló por entre las puertas de las oficinas de VICE Colombia.

El mantra fue repetido por cinco minutos.

“Fuerza, luz y protección a la materia” “Fuerza, luz y protección a la materia”. “Fuerza-luz-y-protección-a-la-materia”. “Fueeeeeeeerzaaaaaa”. “¡Adelante!”. “Fuerza, luz y protección a la materia”.

Jesús, su cuerpo enorme, empezó a moverse erráticamente dando manotazos agresivos a lado y lado, mientras de la boca le salían unos bufidos de lenguaje ininteligible. Sus huesos, como advirtió antes de irse, crujieron ante un movimiento rápido de brazos y piernas. Luego quedó inmóvil durante treinta segundos.

Con la mano izquierda se fumaba un tabaco y con la derecha hacía chasquear los dedos. Estaba de pie frente al altar con la mirada perdida, ido totalmente por la fuerza del espiritismo

Jesús ya no estaba.

—La santa bendición en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo— dijo el mismo cuerpo con otra voz, mientras se persignaba y recibía del “banco” unas gafas de sol que le enmudecerían los ojos por el resto de la velada.

Se sentó ante nosotros.

Ismael Montenegro vivió en Medellín en la década del 70. Es un bebedor sin par de aguardiente. | Foto: Jaime Barbosa. | VICE Colombia.

—¿Qué hubo, pelada, todo bien? —dijo Ismael, saludando a Emperatriz, quien estaba enmudecida en medio de cuatro colombianos.

—¿Qué hubo, pelao? — le preguntó directamente a Daniel Acevedo, el productor periodístico del documental.

—Don Isma —respondió Daniel—, usted ya sabe por qué lo tenemos hoy acá. Lo que le comenté el otro día.

Se refería a una sesión privada en que lo conoció por primera vez, antes de contarnos sobre el espiritismo venezolano, el Día de los Muertos, y la posibilidad de ir allá a grabar un documental.

—Sí, huevón, pero primero déjenme llegar— respondió.

Ismael recibió una botella de aguardiente Antioqueño tapa azul y desocupó la mitad del contenido en una garganta que se hinchaba y retraía con el paso del líquido. Nos dejó atónitos.

Pese a insistir en que eran dos seres distintos, había una correspondencia entre materia y espíritu, entre Jesús e Ismael, acaso ineludible: como habíamos hablado largamente con Jesús, Ismael sabía cosas personales de nosotros y estaba plenamente consciente de que iríamos a Venezuela, a tal punto que tenía claros los roles que jugaríamos en el documental: Jorge Durán, director; Jaime Barbosa, camarógrafo; Andrés Páramo, presentador; Daniel Acevedo, productor.

De resto, y aunque teatral, todo era muy disímil entre ambos, especialmente ese carisma antioqueño de Ismael, su forma de beber aguardiente, de fumar, de usar las palabras precisas de un delincuente que, en medio de una ceremonia que es a las claras religiosa, pide sin pudor trago, cigarrillos, prostitutas y cocaína.

Eso último, la mezcla de ceremonia con fiesta, era muy importante.

En la sesión de Bogotá nos tocó presenciar a Ismael, proveniente en el más allá de la Corte Malandra, que reúne a espíritus de personas que en vida fueron desjuiciados, delincuentes e inmorales, y que encontraron recogimiento y perdón a los pies de María Lionza, la matrona de todas las cortes que habitan el otro mundo. Pese a profesar una fe irrestricta hacia el dios que los católicos alaban, la persona más cercana a los espíritus parece ser la india venezolana que rige la cultura del espiritismo.


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—Tóqueme el pecho, pelao —me dijo, conduciéndome la mano al lado del corazón.

Se lo toqué. No sentí nada. Le dije que no sentí nada.

—Sisas, es que un muerto no tiene pulso —me respondió.

—No le creo —le contesté, al tiempo que extendía mis dedos índice y corazón para corroborarle el pulso en el cuello a la mejor usanza de un médico.

—¿Y a usted quién le dio permiso para tocarme el cuello, marica?— me preguntó, empujándome la mano por fuera de su órbita física inmensa. —Tiene que pedir permiso —me dijo.

—¿Puedo tocarle el cuello? —le respondí, en forma de pregunta.

—No —me dijo finalmente, cortante.

Nunca voy a saber si, en efecto, la sangre dejó de correrle por las venas a un ser vivo. Pero sin duda no lo parecía —ni yo me lo creía—: Ismael se burlaba de nosotros, caminaba a ratos, pisaba colillas de cigarrillo encendidas sin inmutarse, nos cogía a cada uno por aparte para aconsejarnos sobre cosas íntimas de nuestras vidas.

—Parcero — me dijo a mí en privado— vos vas a tener un cambio muy grande. No debes tenerle miedo. ¿Tú mamá tuvo problemas contigo cuando naciste, cierto? ¡Es que esas son las cosas que yo veo! ¿Sí o no?

—Sí, sí — le respondía yo, tratando de sacarle por fin la concesión de dejarnos filmar en Venezuela.

La verdad sea dicha, todo me parecía teatral. Un espectáculo bien montado.

El permiso, por demás, parecía concedido de antemano.

***

La camioneta en la que íbamos atravesaba una ancha carretera que va de Caracas a Cocorote. Una vez superada la capital y su pobreza periférica nos metimos a una vía que recorría montañas escarpadas y vegetación difícil, repleta a cada kilómetro de propaganda oficial: una que promovía la Asamblea Nacional con la que Nicolás Maduro disolvió al Congreso que le hacía oposición en su país, y otra con la que él pretendía hacerse ganador en las elecciones regionales que tendrían lugar el domingo siguiente a nuestra visita.

Ciudadanos asisten en masa el día de las elecciones regionales. En las filas podían apreciarse, casi que de manera equitativa, opositores y gobiernistas. | Foto: Jaime Barbosa. | VICE Colombia.

Esta era una semana política en Venezuela. Los ojos y los oídos se volcaron hacia eso. La propaganda oficial, y en menor medida la de oposición, no daba tregua bajo el sol puntillante que azotaba el paisaje. Cuando Daniel el conductor frenó para que bajáramos a comprar agua, dejó el motor encendido, la camioneta ronroneando.

—Es lo único que no nos hace falta aquí: gasolina —nos dijo.

Aunque difícil de entender, terminamos por asimilar el concepto porque apenas llegamos a la playa vacía de seres humanos y animales que antecedía la llegada a Cocorote, vimos cómo se levantaba de cara al mar una inmensa refinería estatal que botaba humo hacia el cielo por cada torre de concreto presente en todos los puntos cardinales del predio.

Desde hace años, pese a sus reservas gigantescas de petróleo, el país de al lado vive una crisis profunda de la que los colombianos podemos dar un testimonio certero. Pese a que las cifras varían dependiendo de la fuente, un estudio basado en datos cruzados del Banco Mundial, la Organización Internacional para las Migraciones y organizaciones de venezolanos, calcula que son 900.000 las personas de doble nacionalidad que han atravesado la frontera hacia Colombia en los últimos veinte años.

Con Venezuela conseguir datos precisos de algún índice de bienestar es más bien difícil. Sabemos de primera mano lo que vimos en ese minúsculo reducto de tierra llamado Yaracuy, el estado que alberga a Cocorote.

A pesar de que el testimonio es apenas una fotografía de la realidad, dicha fotografía se veía más o menos así.

Supermercados sin gente y sin mayor variedad de productos. Niños con anhelos capitalistas de comerse un cereal gringo que estaba muy por encima de las posibilidades económicas de sus padres. Tres cenas del día basadas en una arepa rellena de algo. A veces, sopas sin papa. Cocineros al aire libre calentando las sopas sin papa en fogones de leña. Personas quejándose de que no haya papa en las sopas sin papa.

Más: desayunaderos sin desayuno. Un cambio ridículo e inusitado del valor del dinero en unas cuantas horas. Gente excesivamente desconfiada con la plata. Temor a la inseguridad ciudadana. Quejas y quejas y quejas contra el régimen de Nicolás Maduro. No mucha agua para bañarse. Tragos baratos —y solo baratos— a cada esquina. Cerveza Polar en todas las tiendas.

Puedo mencionar más: la enunciación reiterada de la palabra hambre por parte de los opositores al gobierno de Maduro: “tenemos hambre”; “ellos también se están muriendo de hambre”; “los venezolanos estamos desnutridos, hermano”. Reivindicaciones a la revolución bolivariana con la mención de la palabra Chávez en cada frase por parte de los gobiernistas: “Chávez nos dio viviendas”; “Chávez nos dio vías”; “Chávez era animalista”; “Chávez era feminista”; “los venezolanos estamos desnutridos, hermano, pero no por Chávez, sino por el bloqueo económico”.

Es una verdadera esquizofrenia colectiva. Lo que nosotros íbamos a filmar, un ritual espiritista masivo, lucía opaco ante nuestros ojos en medio de la crisis. Creímos que nadie iba a estar poniéndole atención a estas costumbres. También, que los negocios de espiritismo estarían en quiebra y vacíos. Que la teatralidad de la religión, lo absurda que se ve, estaría mermada en medio de cosas mucho más importantes.

Nos equivocamos en todo.

***

La montaña tutelar de Sorte, un parque natural protegido en Yaracuy, Venezuela. | Foto: Jaime Barbosa. | VICE Colombia.

La montaña de Sorte es espesa. Hace parte de un macizo de bosque húmedo tropical que cubre un área de 2.775 hectáreas denominado en los mapas como “Monumento natural María Lionza”. Sus frondosas alturas dan nacimiento a tres ríos distintos que alimentan un embalse para la población circundante. En la mitología del espiritismo, Sorte es el lugar en que nació María Lionza, una mujer indígena sobre cuyo origen aún no hay un acuerdo común, pero sí una coincidencia: después de cumplir una profecía, se fundió con el agua para posteriormente recorrer los campos de Yaracuy.

Pese a que el mito es indígena y sufrió un cambio por parte de la conquista española, los venezolanos supieron reapropiarse de las tradiciones, mezclándolas a su vez con creencias africanas y católicas. Desde Sorte, en donde está ubicado el Altar Mayor, se desprende la estética que pudimos apreciar en la parte trasera de las casas que visitamos: la estatua de la matrona está rodeada de arreglos florales, frutas y velas encendidas. Alrededor de ella hay danzas, transformaciones, ruidos de tambor.

María Lionza es un ejemplo claro de sincretismo que está a la cabeza de una especie de trinidad que se completa con el Negro Felipe, un soldado que sirvió en la Conquista, y el Cacique Guaicaipuro. Las creencias indican que ellos tres son los regentes de las cortes de espíritus que habitan el Más Allá: indígenas, chamarreros, malandros, vikingos.

En la montaña se respira el ambiente de multitud congregada. El camino desde la entrada está marcado por residuos humanos que simbolizan el arribo de personas: buses desocupados, grandes canecas llenas de plástico, kioscos con venta de comida y de recuerdos, carpas armadas de gente acampando. A cada paso, el murmullo generalizado que había monte adentro se acrecentaba: el canto de una sola palabra acompasado por tambores: “¡fuerza!”, “¡fuerza!”, “¡fuerza!”.

La tarde se había despedazado a paso lento. La oscuridad abrazó los árboles y los caminos: por fuera de los cambuches no podía verse nada con claridad. Adentro de ellos, que eran cincuenta, tal vez cien, no lo sé, los maestros espiritistas danzaban alrededor del fuego, la única luz que alumbraba un desenfreno lleno de cantos y sangre. Cuando el maestro Luis me invitó a su altar, me hizo quitar la ropa, acostarme y cerrar los ojos.

La música, los cantos y los rezos me sumergieron en el vacío de mi propio pensamiento.

“Le pido permiso a mi reina María Lionza y a todos los santos hermanos por la bendición para todos los presentes”.

El maestro Luis hacía consumirse con fuego dos hileras de pólvora cruzadas en el suelo para llenar de humo su cambuche. La música, detrás mío, unos quince seres humanos dándole despiadadamente a los cueros de un tambor, eran el fondo a mis espaldas.

Oía los murmullos,las transformaciones, los gritos, los pasos encima mío, frutas desparramándose en mi pecho y líquido con aroma a licor en mi cabeza. Sentí que fueron cuarenta minutos. Jaime me informó que había estado tres horas en el piso sin camiseta.

La fe se siente. La religión no es ningún chiste.

Al final, después de todo lo que vivimos, los asistentes nos pusimos en una hilera para que Luis nos escupiera más trago, nos brindara una copa, y nos despidiera con el planazo de un machete en la espalda. Había otro maestro, convertido en una señora de falda azul y voz escandalosa, que usó su lengua como cenicero para apagar un cigarrillo encendido.

—Guárdalo—me dijo—déjalo en tu mano una semana y cualquier deseo se te cumplirá.

Lo boté en el río apenas fui a lavarme la cara llena de sangre ajena, vino y fruta seca.

Sorte, su mística, la religión que adoran quienes suben a ella para rendir culto a María Lionza, se despedía de mí con el caudal calmado de unas aguas que todo lo lavaban.

El deber estaba cumplido. No necesitaba la realización de otro deseo.