Artículo publicado por VICE Colombia.
El pasado 20 de julio, José Oswaldo Taquez organizó una reunión en la escuela comunal de El Remolino, una pequeña vereda cocalera ubicada al suroccidente de Putumayo. Aunque con dudas, muchos en la comunidad habían firmado acuerdos de sustitución de cultivos con el gobierno nacional. Ya estaban arrancando sus matas de coca, pero aún no recibían lo prometido en el acuerdo de paz firmado con las FARC, ni el primer pago mensual, ni la huerta de pancoger; mucho menos la asistencia técnica para proyectos productivos. Cada día que pasaba, se sentía más la ansiedad de todos frente al proceso.
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En los últimos meses, por esta región habían circulado panfletos que señalaban a líderes locales y anunciaban una nueva “limpieza” social. También se hablaba de la aparición de nuevos grupos armados que ocupan los territorios antes controlados por la guerrilla.
Desplazado casi en su totalidad por las Autodefensas Unidas de Colombia —AUC— a partir del año 2000, El Remolino apenas estaba recuperando su sentido de pertenencia como comunidad. Quizás por eso los habitantes intentaban convencerse de que no había peligro real detrás de los rumores. Pero para Taquez, uno de los pocos que permaneció durante toda la época paramilitar, no era tan fácil ignorar las amenazas, pues el que corría más riesgo era él.
Como presidente de Junta de Acción Comunal, Taquez se había encargado de promover la sustitución de cultivos en la vereda. Los panfletos no lo mencionaban directamente, pero no faltaban las familias que, por su inconformidad con el programa, habían tildado a Taquez de “sapo”. Sus seres queridos seguían con preocupación las noticias nacionales sobre el exterminio de los líderes, y el mismo Taquez solicitó medidas de protección a través de la Personería, en la alejada cabecera municipal de Orito. Pensando en su familia y en sus 51 años, ya había decidido renunciar a su liderazgo cuando convocó la reunión de aquel viernes festivo.
La idea era calmar las cosas. Taquez aclaró que él no estaba obligando a nadie, que quienes se sumaron al programa de sustitución lo hicieron por su cuenta. Claro que la erradicación venía, pero no porque él la invitara. A los que habían preferido arriesgarse, les deseó toda la suerte. Taquez se demoró un rato contestando preguntas, aclarando cómo iba a ser el primer pago mensual, previsto para el lunes siguiente. Faltando hora y media para el atardecer se montó en su caballo y cogió la trocha hacia su casa, que limita con la vereda vecina. No llegó. Su cuerpo fue encontrado esa noche, a unos 100 metros de la puerta, acribillado a balas.
Según la lógica de los que plantean una relación más o menos directa entre la producción de coca y la proliferación de la violencia, el progreso que se ha logrado en la erradicación debe coincidir con una consolidación proporcional de las condiciones de seguridad. Pero en las zonas rurales de Putumayo pasa todo lo contrario.
Este fue el segundo asesinato de un líder de El Remolino en las últimas dos décadas. Y tal como había sucedido antes, a la Junta de Acción Comunal la enterraron con su presidente. “No contamos con ningún respaldo institucional”, explicó un exintegrante, que pidió no ser identificado por temor a represalias. “Mejor dejar eso quieto”, dijo.
La falta de confianza en los procesos organizativos se extiende hasta las interacciones básicas de la cotidianidad. “A la gente le da mucho miedo hablar porque uno no sabe quién está escuchando”, dijo una persona cercana a Taquez, que se negó a dar una entrevista frente a los demás, pero que después se comunicó con La Liga Contra el Silencio por teléfono. “Si fue alguien de la comunidad, entonces allí puede estar. Y si fue la guerrilla o la mafia, entonces quiere decir que alguien estaba informando”.
La Liga visitó El Remolino en agosto, durante una reunión con funcionarios de Familias en su Tierra, una iniciativa gubernamental que busca facilitar el retorno de personas desplazadas. En los silencios nerviosos se percibía la descomposición social que se vive en el Bajo Putumayo. Las amenazas y la violencia se han incrementado en la región. Grupos locales de derechos humanos han registrado los asesinatos de por lo menos 13 líderes en los últimos 12 meses. La Fundación Ideas para la Paz (FIP) determinó que, entre enero 2017 y agosto 2018, 41 personas protegidas fueron asesinadas.
La sustitución de cultivos no es necesariamente la causa directa de esa situación. “En Putumayo se concentran muchos de los factores de vulnerabilidad y riesgo que nosotros hemos identificado”, explica Irina Cuesta, investigadora de la FIP. Entre ellos sobresalen la conflictividad histórica sobre la tierra, los altos niveles de pobreza, y la falta de inversión en salud, educación, infraestructura y el bienestar social en general.
En una región donde la coca ha constituido el eje fundamental del desarrollo, tanto económico como político y hasta cultural, el cambio que implica la sustitución ha creado un contexto de incertidumbre que trae consecuencias concretas para los procesos organizativos, precisamente en una coyuntura que exige unidad.
“Parece que todo está como en el aire, cuando lo que más necesitamos son garantías para poder seguir en nuestras labores como promotores de paz,” dijo en julio Janeth Rita Silva, líder de la Zona de Reserva Campesina Perla Amazónica. El mes siguiente, Silva sufriría amenazas y hostigamientos. En octubre, Otto Valenzuela, otro líder de la Perla Amazónica, sería asesinado. Pero aún desde mucho antes, Silva presentía que las condiciones iban deteriorando: “Estamos en un momento muy pero muy complicado”, dijo.
Gracias en gran parte al único preacuerdo regional cocalero en el país, Putumayo es el departamento que más ha avanzado en materia de sustitución. En 2017, la dirección nacional escogió los alrededores de la zona veredal de La Carmelita como uno de los seis pilotos para aterrizar el programa. Después de un largo periodo de socialización a nivel departamental, se inscribieron unas 20.000 familias, de las cuales 13.000 son cultivadoras.
En lo que va de este año, la Oficina de Drogas y Crimen de las Naciones Unidas ha verificado la erradicación manual de 8.686 de las casi 30.000 hectáreas que detectó en 2017. Solo Putumayo, el segundo departamento con más coca, representa el 28 % de todos los cultivos erradicados en el país. “Cifras históricas”, resaltó Aldemar Yandar, coordinador regional del programa. “Todos los ensayos que vieron antes son como bañitos de agua tibia en comparación a la dimensión de estos”.
El esfuerzo actual tiene varios antecedentes en Putumayo, y desde 1997 Yandar ha asesorado a todos. Según él, el acuerdo de paz con las FARC corrigió muchos de los errores del pasado. Aunque no está “forrado de plata”, como parecen pensar algunos cocaleros, la dirección de sustitución sí cuenta con financiación suficiente para cumplirles a los firmantes, algo que no siempre ha sido el caso.
El panorama emergente que pintan los expertos y las autoridades desde arriba a veces no se parece a la perspectiva de los que viven en los territorios más afectados.
En lugar de ONG extranjeras, los recursos de asistencia técnica los manejan operadores de la región avalados por la comunidad. Yandar afirma que los aportes y mecanismos de seguimiento establecidos en el acuerdo de paz permiten que este programa pueda tener una sostenibilidad a largo plazo. Sobre todo, destaca la cooperación de las FARC, que durante muchos años cerraban la posibilidad de cualquier esfuerzo serio. “Como la guerrilla no nos dejaba ingresar en las zonas de alta producción de coca, pues nos teníamos que conformar con las veredas cercanas a estos pueblitos donde hay menos”, lamenta Yandar. “Ahora sí hemos entrado al corazón de la coca”.
Según la lógica de los que plantean una relación más o menos directa entre la producción de coca y la proliferación de la violencia, el progreso que se ha logrado en la erradicación debe coincidir con una consolidación proporcional de las condiciones de seguridad. Pero en las zonas rurales de Putumayo pasa todo lo contrario. “El tema de seguridad es transversal a todo el programa, pero hasta el momento no se ha podido garantizar”, reconoce Edinson Ramírez, el secretario de gobierno de Orito. “La percepción de inseguridad ha aumentado”.
Más allá de las cifras, esa percepción tiene preocupados tanto a los funcionarios públicos como los líderes de base. “Hemos visitado los territorios en donde la gente vive la zozobra”, cuenta a La Liga Ever Castro, un líder amenazado del municipio fronterizo de San Miguel. “Tiene miedo, la gente no quiere manifestar nada”. Los propios medios de comunicación han sido blanco de una creciente campaña de intimidaciones, y la fuerza pública, en lugar de llegar al fondo de estas inquietudes, muchas veces las multiplica. “Nadie se explica el por qué,” dice Castro. “Si le preguntamos a la policía nos salen con que, ‘no, fueron negocios mal hechos’. Que, ‘no, que porque de pronto tuvieron que ver con la mafia’. Que, ‘porque fueron celos de la señora con el esposo’”.
En este marco de la autocensura e impunidad jurídica, la desinformación prospera. En docenas de entrevistas con campesinos cocaleros, La Liga escuchó falsedades y malas interpretaciones, muchas pequeñas, pero algunas con implicaciones importantes para el proceso de sustitución. Hay quienes creen, por ejemplo, que el acuerdo de paz prohíbe la erradicación forzosa, cuando en realidad blinda el derecho del gobierno a hacerla.
Para los líderes, resulta perturbador el hecho de que sean ellos quienes determinan el incumplimiento de los que ingresaron al programa. Castro se metió en la sustitución porque, según él, como defensor de derechos humanos, “siempre las autoridades del gobierno lo tienen focalizado a uno”. Ninguna de las otras 27 familias en Las Lomas, vereda vecina donde en agosto mataron a un líder de sustitución, firmó un acuerdo. Y ahora, “gente misma de la comunidad mía creen que yo soy enemigo de ellos. Dicen que por culpa mía se les va a erradicar”.
Adelaida Orozco, líder afroindígena del Valle del Guamuéz y víctima de violación a manos de las FARC y las AUC, teme que “las discordias, las discusiones” que la sustitución ha generado puedan llegar a una conflictividad incluso más perniciosa que la propia guerra. En su trabajo con la red Ruta Pacífica de las Mujeres, Orozco nota un cambio de mentalidad lamentable. La gente no se solidariza con tanta facilidad como cuando los rodeaba el conflicto. “Hoy está todo peor que antes”, insiste. “Entre la misma gente hay es desconfianza”.
Nutridas de esa desconfianza y de una extensiva y variada economía ilícita, nuevas estructuras armadas se están imponiendo en los vacíos de poder del posconflicto. “Cuando se dio todo el tema del proceso de paz, se sintió mucha tranquilidad, mucha calma”, dice Fernando Palacios, el alcalde del Valle del Guamuéz. “Pero a raíz de que el mismo gobierno no ocupó esos territorios, otros aprovecharon estos espacios”. Bandas criminales como La Constru, que antes negociaban la compra de pasta base de cocaína con la insurgencia, no tardaron en reconfigurar el negocio. Al mismo tiempo, grupos disidentes de los frentes 48 y 32 de las FARC se han expandido. Dentro de sus filas se encuentra más de un excombatiente desilusionado que, por la matanza de sus compañeros o por el manifiesto incumplimiento del gobierno en los proyectos productivos, ha salido de la zona veredal en Puerto Asís.
Durante los meses iniciales de la paz, la fuerza pública fue puntual en montar patrullajes en territorios antes inaccesibles. Pero, como algunos comandantes admitieron frente a La Liga, les faltan tropas y recursos para mantener una vigilancia efectiva sobre las comunidades remotas de la llanura amazónica. Bajo el mandato de Guillermo Rivera, el primer ministro de origen putumayense, el Ministerio del Interior del gobierno Santos no solo dejó a Putumayo sin plan de seguridad integral para el posconflicto, sino que ni siquiera mandó funcionarios a los regulares consejos de seguridad regionales. “Los líderes estamos totalmente abandonados, y la gente queda a merced de cualquier grupo”, dijo José Maya, presidente de Asojuntas de Orito, entidad en la que participaba Oswaldo Taquez. “La gente tiene la razón”, dijo Yandar, el coordinador de sustitución. “Nos preocupa mucho la seguridad de ellos, nuestra propia seguridad”.
El panorama emergente que pintan los expertos y las autoridades desde arriba a veces no se parece a la perspectiva de los que viven en los territorios más afectados. “Aquí no hay un grupo, sino varios”, dijo Roberth Guillermo Pinta, defensor de derechos humanos ahora desplazado y amenazado por promover la sustitución de cultivos en San Miguel. Se suele decir que alias ‘Sinaloa”, comandante de una disidencia del Frente 48 de las FARC, es el que manda en ese sector. En cambio, la situación que Pinta describe es bastante peor: una abundancia de pequeños ejércitos y mafias, cada cual con sus propias reglas. “Unos dicen una cosa y otros dicen otra cosa. Entonces, uno no sabe a quién creerle”, dice Pinta. “Con esta gente no se puede dialogar”.
Para muchas comunidades, el diálogo es una obligación impuesta a fuerza del miedo. En Jardines de Sucumbíos —un corregimiento que pertenece a Ipiales, Nariño, cuya cabecera queda a unas 15 horas de viaje— los meses después de la desmovilización vieron una serie de robos, atracos y atropellos por parte de jóvenes que pretendían conformar una banda.
Según varios habitantes, líderes de la zona y autoridades, esa situación siguió empeorando hasta que llegó otro grupo que, en reuniones con las comunidades, se autodenominaba como “mafia revolucionaria”, nombre que retrata bien la perplejidad del posconflicto. Éste grupo no tardó en volver a imponer la ley. Ladrones, bazuqueros, “delincuentes” de toda índole quedaron advertidos, según cuentan los que asistieron a las reuniones. Quienes no quisieron salir de la zona fueron asesinados, en una matanza que quedó documentada en los archivos de la inspección de policía.
Esta política de mano dura no es nueva en Putumayo, y en Jardines de Sucumbíos hay quienes la prefieren frente al caos que les tocó tras el desarme de las FARC. Pero los líderes reconocen que detrás de esa aprobación social hay cuestiones sin solucionar. “Ellos aquí en la vereda no han hecho ningún daño,” dice María Dolores Acanamejoy, miembro del pueblo kamentsá y presidenta del Alto Amarradero. “Hasta a la gente les han dicho que nos unamos y que arreglamos las vías”, una necesidad en la que muchos han insistido. Sin embargo, a Acanamejoy le perturba la posibilidad de que de un día a otro dejen de aceptar las normas de convivencia o decidan imponer otras. “¿Qué pasa si fracasa la sustitución, como antes? ¿A quién le va a echar la culpa la gente? O si funciona, ¿pero, y quienes se quedaron por fuera?”, se pregunta.
A Acanamejoy el programa la suspendió, según ella por unas matas secas que habían quedado sin levantar en un rincón de su finca. Dice que hubo mucha confusión sobre una erradicación forzosa que supuestamente se iba a hacer en los días antes de que vino la ONU a verificar, chisme que la comunidad faltó en reportar por temer llamar la atención. Sin embargo, Acanamejoy, como casi todos los líderes entrevistados para este reportaje, está decidida seguir adelante con la sustitución, que al final es un programa que lleva años reclamando. Mientras ella y su esposo esperan ver si podrán entrar otra vez al programa, van sembrando piña y arroz en el lote donde antes tenían sus matas. “Aunque el gobierno no nos cumpla, vamos a mostrar que si tenemos la voluntad de cambiar las cosas”.
La nueva administración de Iván Duque ha dado señales contradictorias sobre sus intenciones con respecto a la sustitución. Pero la postura que asumió el presidente en su reciente tour prohibicionista por EE.UU. tiene efectos, aun si no se manifiesta en nuevas políticas.
Puede que el gobierno nunca acceda a las llamadas, provenientes de su propia bancada, de que vuelvan las muy odiadas aspersiones aéreas. En Putumayo la sola propuesta de retomar la fumigación abre nuevas interrogantes sobre un proceso que ya tiene demasiadas. “Las cocaleras y los cocaleros lo que necesitamos son garantías, un compromiso serio, firme”, dice Yuli Zuluaga, representante de la Coordinadora Nacional de Coca, Amapola y Marihuana en Putumayo. “Por las experiencias que ha tenido con el gobierno, la gente está esperando que vuelva a fracasar como siempre”.
Luz María Ataques, amiga de Oswaldo Taquez, amanece cada día con los recuerdos de lo que pasó la última vez que se libró una “lucha frontal contra el narcotráfico” en Putumayo, tal como ha planteado el presidente Duque. En el año 2000, cuando comenzaba el Plan Colombia y con ello las masacres y aspersiones en la región, los paramilitares desaparecieron a su esposo: picaron su cuerpo en pedazos. Años después, los mismos paramilitares entraron a El Remolino y violaron a Ataques frente a uno de sus tres hijos.
Son pocos los habitantes de este pueblo que no tienen una historia marcada por actos de extrema violencia, y muchos los que, como Ataques y sus hijos, aún esperan ser indemnizados. Es por ese trauma colectivo sin resolver que el asesinato del líder Taquez inspira tanto miedo sobre el futuro. “A uno le hace acordar de todo lo que pasó antes”, dice Ataques. “Para nosotros, que hemos vivido tantas cosas, es difícil no imaginar que podrían volver a pasar”.