Artículo publicado por VICE Argentina
“El muerto tiene que estar impecable. No podés fallar acá”.
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Daniel Carunchio —remera y zapatillas rojas, pantalón blanco, barba entrecana, tribales impresos en brazos lampiños. 54 años— enciende otro Marlboro. Explica en detalle el proceso para conservar un cadáver por tiempo indeterminado y evitar su descomposición. En su voz arenosa hay años de tabaco. De noches intensas. De formol.
La tanatopraxia es el arte de reconstruir y preservar cuerpos. Consiste, dicho primitivamente, en extraer toda la sangre y los fluidos y suplantarlos por productos químicos. Carunchio fue el primero en traer la técnica a la Argentina y se ganó un título indiscutible: es el tanatopráctico más prestigioso del país.
Es casi el mediodía de un jueves de fin de septiembre pero podría ser de madrugada. La calle Nuestras Malvinas, frente al Cementerio de Boulogne —26 kilómetros al norte de la Ciudad de Buenos Aires—, está desierta. El cielo se hará agua de un momento a otro.
La fachada desconcierta: de no ser por el enorme cartel empotrado en la parte superior —visible solo si se mira de lejos o se tuerce el cuello—: “Carunchio-Péculo. Tradición en servicios fúnebres”, se podría seguir de largo buscando el sitio. Los ladrillos grises, ventanales espejados y terminaciones elegantes adivinan un salón de fiestas o un hotel de paso. Pero no.
La confusión termina al atravesar un cuarto atestado de féretros lustrosos —en diferentes tonalidades: claras, oscuras, rojizas; en todas las posiciones: parados, acostados, en altura— sobre los cuales Cristo extiende sus brazos flacos.
“El objetivo es que la familia pueda tener una mejor despedida”, explica Gabriela Toto quien es empleada de la cochería y hace tanatopraxia, tanatoestética, guardias nocturnas, lo que se necesite. Vestida formal: camisa blanca, pantalón y saco negro, pañuelo al cuello, el pelo atado en una fina media cola, Gabriela es la cara visible de la muerte cuando llame a la puerta.
“¿En qué consiste la preparación?”, retoma Carunchio. “Primero en explicarle a la familia las ventajas: no va a haber olor ni derrame de líquidos, vamos a recuperar el color natural de la persona y la vamos a tratar para demorar su descomposición el tiempo que sea necesario. Tenemos un protocolo: recibimos el cuerpo y pedimos certificado de defunción, autorización para hacer la tanatopraxia y una planilla de tanatoestética. Primero necesito saber de qué murió; segundo, que la familia me autorice a trabajar sobre el cuerpo; y tercero, que indiquen qué tipo de maquillaje quieren: ¿le pintamos las uñas?, ¿de qué color? La barba, ¿se la retiramos, se la dejamos?
Carunchio lleva casi 40 años restaurando cuerpos y casi 20 enseñando cómo hacerlo. Dicta cursos en Argentina y Brasil, a los que llegan estudiantes de todas partes. Eso explica el tono pedagógico al contar su oficio.
Para hacer la tanatopraxia el cuerpo se desinfecta, se lava con bactericidas, jabón, shampoo.
“Y masajes. Para disolver los coágulos porque la sangre se vuelve gelatinosa y necesito llevarla a un estado casi líquido. Así libero la rigidez cadavérica, el rigor mortis. Después determinamos cuál va a ser el punto de inyección de los químicos. Tengo un montón de opciones pero lo voy a decidir según el sexo, la ropa. Si una chica joven viene con una camisa o un top no le puedo hacer una incisión en el cuello porque se va a ver la sutura y queda feo. En esa incisión de dos centímetros vamos a buscar una arteria y una vena”, dice Carunchio, y hace un tajo invisible en el mantel con el revolvedor plástico del café. “Por la arteria vamos a inyectar un producto que tiene desinfectante, fijador, colorante. Y voy a empujar la sangre que se va a drenar por la vena. Hay quienes dicen: ‘Yo hago una tanatopraxia en cinco minutos’. Qué capo que sos”, le habla a un colega hipotético con ironía y lanza: “¡Sos un pelotudo! Esto lleva tiempo. El producto tiene que recorrer el sistema circulatorio y tengo que lograr que la textura de la mano sea la misma que la de los pies”.
Para que quede clara la diferencia entre los verdaderos profesionales de la muerte y los otros recurre a la gastronomía. “Es fácil: si yo pongo dos churrascos, uno a fuego lento y uno a fuego máximo, cinco minutos, los doy vuelta, cinco minutos. ¿Cómo está el de fuego máximo? Quemado por fuera y crudo por dentro: tanatopraxia mal hecha. ¿Y el de fuego lento? Cocido parejo.
A Carunchio el proceso completo de conservación, maquillaje incluido, le lleva como mínimo dos horas. Morir con glamour implica tiempo.
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La primera vez que preparó un cuerpo se le bajó la presión. Tenía 18 años y estaba en Colombia, uno de los países donde se formó. En esa época, dice, no se usaban guantes, se metía, sin más, la mano dentro del muerto. Recuerda la voz de su maestro y hace el gesto de hundir el brazo en un cuerpo y extraer algo, un corazón. “Yo pensaba: ‘Qué asco, la puta madre’. Dale, vamos a preparar uno’. ‘No, sin guantes olvidate’”. Le dieron los de lavar la ropa y, bajo el calor agobiante de Medellín, empezó a sudar frío. Lo cargaron tanto que le dolió el orgullo. “Al otro día dije: ‘No puede ser, vamos de vuelta’. Y lo hice. Ahí empecé a meter mano y ahora hago hasta el podrido más podrido que te puedas imaginar”.
Hoy lleva hechas más de 30 mil tanatopraxias. Entre sus clientes más famosos se destacan la empresaria millonaria Amalia Fortabat, la cantautora María Elena Walsh, el dramaturgo Leonardo Favio. Aunque dice que le da igual preparar a un famoso que a un ciudadano de a pie lo primero que aparece al ingresar en su sitio web es un flyer publicitario, la fecha de su próximo seminario y cuatro fotos. De izquierda a derecha: el expresidente Arturo Frondizi, el modisto de alta costura Jorge Ibañez, el productor Gerardo Sofovich y la jueza de la Corte Suprema de la Nación Carmen Argibay Molina sonríen a cámara. Aún no habían pasado por la oficina de Carunchio.
Muchas celebrities lo buscan porque desde que su tío creó la empresa familiar, Cochería Paraná, en 1964, siempre se destacó. “la gente decía que sus muertos eran los más lindos”.
Daniel nació el mismo año que la cochería fundada por Alfredo Péculo, un talibán de la perfección de los muertos. Desde los inicios del negocio en Villa Adelina —localidad bonaerense 16 kilómetros al norte de la capital del país— exigía a sus empleados que cuidaran la estética de los clientes tiesos. Eran días en que las bocas se cerraban con pegamento. Para controlar la calidad de su servicio Alfredo llegaba papel en mano y lo pasaba por los labios del difunto. Si raspaba, el trabajador podía darse por suspendido.
Por esa meticulosidad y la manera de estar atento a las necesidades de los deudos, en poco tiempo la empresa se transformó en la líder del rubro en Argentina. “Llegó a tener 30 sucursales, 70 salas velatorias, 500 empleados. Se convirtió en un gran monstruo”, recuerda Carunchio.
Solo un pasillo separaba su casa de la cochería. Pasó la infancia jugando a las escondidas entre los ataúdes, inspirando apodos como “funebrero”, “tumbita”, cortesía de sus compañeros de clase que le pedían que los llevara a ver los féretros.
A los 15 comenzó a trabajar allí como cadete. Luego Alfredo lo hizo pasar por todas las áreas. Así le enseñó a manejar el negocio.
“A mí el tema de los muertos mucho no me…”, y frunce la nariz como si le hubieran acercado una olla con huevos podridos. “Pero mi tío se casó, tuvo tres hijos, todos estudiaban Administración de Empresas y dije: ‘Puta, yo no voy a manejar nunca esta empresa. Tengo que hacer algo que mis primos no hagan’. Así que no me quedaba otra que ocuparme del actor principal que es el muerto. Es al que todos van a ver y lo que estábamos mostrando era un desastre: morados, perdiendo líquido, con olores. Ahí empecé a investigar un poco la “tana”.
Como la tanatopraxia en Argentina no existía (sigue siendo una disciplina no reconocida) tomó cursos en Colombia, Guatemala, Rusia, China, Panamá, España.
En muchos países es un tratamiento obligatorio por razones sanitarias. El cuerpo se empieza a descomponer apenas muere, explica Carunchio, y una horda de bacterias invisibles comienza a salir de él y puede contagiar enfermedades. La conservación evita que se propaguen.
El imperio que nació como Cochería Paraná perdió su nombre —más en los papeles que en la memoria popular— cuando cambió de manos. Era 1998 y en la cima de la montaña rusa neoliberal Péculo vendió la empresa a un grupo yanqui que después la vendió a uno español y este a su vez a otro más. Pasó la vida y pasaron las muertes. Daniel se fue, volvió, la dirigió, pero finalmente se peleó con los últimos dueños, abrió su cochería en Boulogne y los enterró: su nombre tiene peso propio, los clientes lo siguieron.
De los personajes de su currículum sin duda el más importante fue Juan Domingo Perón. En 2006 le tocó acondicionarlo para su traslado desde el cementerio de Chacarita, en la Ciudad de Buenos Aires, a la quinta de San Vicente, una de las residencias que el expresidente ocupó, en la localidad homónima, 50 kilómetros al sur de la capital argentina.
“Flaca, ¿no me hacés un favor? ¿No me comprás puchitos?”, le pide a Gabriela antes de narrar qué pasó.
Alfredo Péculo todavía vivía. No solo era un peronista histórico sino que había sido candidato a intendente de San Isidro, su municipio, más de una vez. Por los tejidos que la política auspicia, lo convocaron para hacerse cargo del traslado del cuerpo. Si bien había sido embalsamado, la funeraria que intervino después de que le cortaron las manos no selló bien el féretro y hubo problemas.
“¿Viste cuando dejás una lata de tomates abierta y se llena de hongos?, bueno así estaba el ataúd. Esos hongos se estaban comiendo la piel, entonces la idea era recuperarlo y hacerle unas manos nuevas para exhibirlo”, cuenta Daniel.
Una de las propuestas era traer tierra de todas las provincias argentinas para fabricarlas. La imagen es poética: en las manos del General estaba el país.
Los planes seguían su curso cuando reapareció Martha Holgado, una mujer que decía ser hija de Perón y reclamaba sus derechos. Todo tambaleó. No hubo manos ni exhibición. Pero Carunchio se dio el gusto: le sacó los hongos, le cambio el ataúd mohoso y lo acompañó hasta el nuevo mausoleo para empezar, una vez más, el camino hacia la eternidad.
El tanatorio no huele a nada aunque guarda formol y desinfectantes en cantidad. Tiene dos mesas de trabajo plateadas. Sobre una hay un féretro de madera refulgente. Al lado, otro que parece de cartón. Adentro de ese hay un cuerpo que Lucas, su hijo mayor, a quien llama “el heredero”, se llevará pronto.
Carunchio abre y cierra muebles. Mientras busca algo que no encuentra muestra todos los objetos con los que se topa: una lata llena de maquillaje, un círculo plástico que parece un lente de contacto para que el ojo muerto quede cerrado, una batería de elementos que usa para las restauraciones: alambre, caucho, cera, plastilina.
“Tenés que tener todo porque te llega uno a las 4 am y no podés ir a comprar nada”, dice mientras se lava las manos. Y es que el tiempo en este oficio es fundamental. “Cuanto más rápido lo hacés mejores resultados conseguís. No es lo mismo trabajar en un pedazo de carne que sacaste recién de la vaca que trabajar en uno que sacaste hace un mes”.
Igual cree que siempre se puede hacer algo por el muerto “así venga podrido podrido”. Reconstruir cuerpos destrozados lo llena de orgullo. Busca fotos en su celular: “Esto es una cabeza”. Si no lo dice, nadie adivinaría que lo es. El cráneo está abierto como una flor en primavera. Unos pocos pelos pegados al amasijo escarlata son el único indicio. En la foto siguiente se ve la cabeza de una señora con algunos moretones. La última podría ser una abuela que salió de compras. El antes y el después es inverosímil. Dice que lo que más le duele es tratar chicos y seres queridos. Que preparó a su papá, a sus abuelos, a su tío Alfredo. Que aunque sea duro prefiere hacerlo él y que el trabajo esté bien.
En 40 años de restauraciones no le faltaron pedidos extraños: que le saque las arrugas, que le tiña las canas. El más extravagante fue el caso de un señor que embalsamó a su mamá y la tuvo en la cama, calefacción y televisión prendidas, unos tres meses.
Daniel saca un cigarrillo: fumará ocho en menos de tres horas. Tenía 13 cuando se hizo adicto al tabaco. Los 40 años de nicotina y la virulencia del formol le generaron tumores en la garganta. Cuando el médico lo diagnosticó no le creyó. Consultó a otro. Cuando escuchó “cáncer” por segunda vez fue a su casa y escribió cartas de despedida para toda su familia.
“Vos que sos el valiente que está con la muerte todos los días, cuando te enfermás te cagás todo y decís: ‘No me quiero morir’”. Lo operaron, pidió helado de dulce de leche y, sin tener el alta médica, se fue del hospital y no volvió.
Cuando se va de la cochería Carunchio no piensa en los muertos ni en la muerte. Ahora está pensando en que pronto se va de viaje en moto con un amigo y tiene que instalarle el GPS, cambiar la batería. “Soy muy culo inquieto. Siempre en algún quilombo estoy metido. Me gusta eso”.
No hay personalidades que desearía embalsamar cuando mueran: quiere preparar a los que estima. “Hay tipos que apreciás y decís: ‘A ese. A ese me gustaría dejarlo bien’”.