Tengo pánico a la sangre y miedo a las agujas

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En su delirante, demoledor y adictivo ensayo “Ansiedad”, uno de los mejores libros de 2014, publicado por Seix Barral, el escritor y periodista norteamericano Scott Stossel pone al descubierto la interminable retahíla de fobias, pánicos, miedos y contrariedades que atenazan su vida y le convierten en un foco constante de ansiedad. Es un relato aterrador en el fondo, pero divulgativo, divertido, irónico y seductor en la forma, con el que una gran parte de la población se sentirá identificada en alguna de sus más de 500 páginas. En la era moderna es difícil conocer a alguien que no tenga alguna fobia, que no haya sufrido ansiedad por algún motivo o al que no le gobierne el nerviosismo y la inquietud sin explicación racional en algún momento de su vida.

En mi caso, la identificación con lo que cuenta Stossel es más acusada de lo que sería aconsejable, por eso me sorprendió de forma muy notoria cuando en uno de los primeros capítulos del libro, leí lo siguiente: “Antes de empezar a documentarme no conocía la fobia a la sangre –un trastorno que hace que el 4,5 por ciento de la población que lo sufre, según estimaciones, sienta una extremada ansiedad y a veces se desmaye (por una caída de la presión arterial) cuando le ponen una inyección o ante la simple visión de la sangre– y, por tanto, podía recibir una inyección o someterme a una extracción de sangre sin alterarme. Ahora, al haberme informado sobre la fisiología que provoca este fenómeno, he adquirido la fobia a desmayarme en estas situaciones y, por la fuerza de la sugestión, he estado a punto de hacerlo varias veces”.

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Me sorprendió y extrañó que un tipo absolutamente atenazado por las fobias, un experto en la materia, desconociera la existencia de la hematofobia, o fobia a la sangre, pues se trata de una de las más corrientes y populares del planeta. Yo la sufro desde que tengo uso de razón, desde que era niño, y más de treinta años después no he conseguido paliarla o mantenerla a raya, sino todo lo contrario: en la actualidad es más acusada que entonces y su forma de manifestarse es mucho más amenazante a medida que pasan los años y me hago mayor. El problema es cuando una fobia consigue generar otra nueva: el pánico total a la sangre acabó contaminando también mi visión de las agujas, en una relación causa-efecto fácilmente atribuible a malas experiencias con extracciones de sangre. La belonefobia, o pánico a las agujas, está mucho menos presente en mi vida, si bien la aparición de cualquier inyección en una película, serie o programa de televisión supone un problema, pero se crece cuando no queda más remedio que someterse a una análisis de sangre, episodio del que hablaré a continuación y que constituye para quien esto escribe la experiencia cotidiana más terrorífica a la que debo someterme.

Desconozco cuál es la definición médica exacta de la hematofobia, y prefiero no saberlo para ahorrarme más ansiedades. La mía sí la tengo muy por la mano y es la que me vale: la hematofobia es la sensación de pánico, terror, ansiedad y debilidad física y psicológica que me asalta y me maltrata cada vez que establezco contacto visual o mental con la sangre. Real, se entiende. Es curioso porque en el terreno de la ficción se manifiesta más intensamente la belonefobia que la hematofobia, y aunque esto me permite ver películas de terror o acción, no siempre funciona: el primer capítulo de “The Knick”, por ejemplo, me dejó absolutamente patidifuso en el sofá. El drama, sin embargo, florece cuando las situaciones son reales y tangibles: desde un ligero corte con el cuchillo al cortar pan a las heridas provocadas por una caída en bici; desde un reportaje en el telediario sobre la época de vacunas a pasar por delante de un autobús para donantes de sangre; desde una conversación con referencias a la menstruación a, por supuesto, las horas, e incluso los días, previos a un análisis de sangre. En la mayoría de ocasiones ni tan siquiera hace falta establecer contacto visual; es su mención o su intuición lo que provoca esta catarsis.

La hematofobia provoca un daño psicológico evidente en forma de miedos difíciles de superar que no coartan tu día a día pero te condicionan, y de qué manera, en momentos puntuales o determinados. Pero también tiene una clara incidencia física, que a la postre puede considerarse más preocupante: solo los que sufren el mismo problema sabrán reconocer esa sensación de flojera radical que te invade al momento, el cosquilleo en las manos, la desaparición total de toda fuerza o tensión en tu organismo, la piel helada, el sudor congelado, el mareo desbocado, la necesidad urgente de sentarte si no quieres caer doblado al suelo. Algo parecido a sentirte como una mierda y no tener la capacidad de reconducir esa sensación. Lo he experimentado viendo sangre –sin ir más lejos, hace unas semanas, con un corte leve en el dedo–, pero también sin verla, simplemente imaginándola –o cómo el relato de un suceso con un chorro de sangre provocado por una pedrada en un concierto, en plena cena familiar, te obliga a salir a la calle y tumbarte cual perro en la acera. El poder de la fobia es su capacidad de sugestión, su tremenda capacidad para convertir una anécdota en un inicio de desmayo, su don para hacer de un ligero corte la mayor de las tragedias.

Y si hablamos de tragedias en el contexto de un hematofóbico y belonefóbico, no hay mayor cataclismo, no hay mayor indicio de Apocalipsis que las cuatro palabras mágicas: “Necesitará hacerse una analítica”. Las pronuncia tu médico de cabecera, pero en ese momento es como si las pronunciara Jigsaw: ahí, en su consulta, cuando se confirman las sospechas y el temor con el que habías entrado, cuando te das cuenta de que no te vas a poder escaquear, cuando es sí o sí, cuando ya hay fecha marcada en el calendario, es cuando empieza todo, cuando se activa la maquinaria, cuando ese tren de alta velocidad llamado ansiedad cierra las puertas, emite la señal acústica y arranca: sin maquinista y con un único pasajero dentro. Tú. Sales de la consulta tocado, roto, porque sabes que la cabeza ya está pensando en el día de armas, por mucho tiempo que quede, y porque por mucho que intentes mentalizarte y autoconvencerse de que esta vez será distinto, eres plenamente consciente de que te espera sufrimiento e instantes de pánico difíciles de controlar.

Desde fuera acostumbra a verse como algo ridículo, cómico e incluso patético. No les culpo. A mí también me lo parecería. Desde dentro es una lucha titánica, un esfuerzo mayúsculo para combatir ese miedo con la mayor dignidad posible. No siempre se consigue: hace apenas un año salí atropelladamente de una farmacia, a la que por supuesto no he podido volver por un acusado sentido del ridículo, tras someterme a una prueba de control de glucosa y colesterol. Lo más deprimente de todo es que no era ni una extracción al uso; simplemente tenía que superar el pinchacito del aparatito con el que la farmacéutica te hace el test. Aunque me aseguraban que eso no tiene nada que ver con un análisis, que no me pasaría nada, iba con cierto respeto y temor, a fin de cuentas la batalla no es contra lo que ves sino contra lo que visualizas. Y siempre la misma cancioncita: “lo único que tienes que hacer es no mirar”, te dicen. Mire, señora, el problema no está en mirar o no mirar; el problema está dentro, arraigado, es una angustia que no puedes liberar simplemente girando la cabeza, porque el coco sigue trabajando a oscuras.

Ese día en la farmacia aguanté el pinchacito sin problema, pero a medida que pasaban los segundos estalló la tensión contenida e hizo acto de presencia el fantasma del agobio, de la flojera, del mareo cósmico. Salí de la pequeña habitación para tomar aire fresco consciente de que quedaba poco para caer desplomado; tambaleándome conseguí sentarme en la calle, justo en la entrada, con uno de los mareos más apabullantes que he experimentado nunca. Me apiado del pobre matrimonio que en ese momento paseaba por la calle y que, atónito ante la imagen de un pobre diablo medio tumbado en la puerta de una farmacia, más blanco que Casper, se interesó por mi estado. Desde aquí aprovecho para agradecerles la preocupación; en ese momento apenas podía balbucear como un zopenco.

Con el paso de los años es cierto que aprendes a reducir los daños: importante el día en que, en vez de ir postergando al límite el día D y la hora H, decides adelantarlo al máximo. Cuanto menos agónica sea la espera, cuanto menos maltrates a tu cabeza, mejor. Hay que hacerlo rápido. Habitualmente ya notas que la cosa no va a ir bien cuando entras en el laboratorio, cuando te empieza a llegar ese olor. No sé describirlo pero sabéis perfectamente a qué me estoy refiriendo. La mezcla entre alcohol, desinfectante, jeringuilla y, por supuesto, sangre. Porque la sangre huele, y huele fuerte, como a hierro o metal. El olor de las consultas juega un papel decisivo, es como la señal que activa todas las alarmas, el toque de corneta, la cuenta atrás en el pelotón de fusilamiento, el pulgar hacia abajo. Cuando ya has inhalado la dulce fragancia de la derrota, del saber que una vez más aquello no será un paseo militar, que una vez más habrá show, cuando tu piel empieza a blanquearse y tus manos parecen las de un fiambre, es cuando se inicia el ritual.

Primero avisas a la enfermera de que eres propenso al mareo, que tienes fobia a la sangre y que es probable que vaya a presenciar una escenita. Las cartas encima de la mesa de inicio; importante que sepan de qué pie cojeas para activar sus particulares mecanismos de ayuda. Acto seguido, si la practicante no lo ha considerado oportuno ya de motu proprio viéndote el careto de muerto viviente, es indispensable informar que para la extracción vas a necesitar estar tumbado en la camilla. “Mejor estar prevenidos, enfermera, todo eso que ganamos si me da un yuyu”. Tercero: una de las cosas más importantes de todo el proceso es el algodoncillo empapado en alcohol. Puede parecer una tontería, un recurso manido, un efecto placebo de primero de ansiedad, pero en mi caso no solo da resultado, sino que es absolutamente fundamental para salir lo mejor parado posible del envite. Ese momento de inhalación profunda del alcohol es lo más cerca que estaré nunca del colocón de pegamento, pero los efectos son parecidos a los que debe provocar en cualquier adicto que vive en las favelas: pelotazo para aislarte del momento y el entorno, huida hacia delante, globo importante para afrontar la cruda realidad. Cuarto: obviamente, girar la cabeza en sentido contrario al brazo sometido al pinchazo. Y quinto: hablar, hablar y hablar. Hablar como si fuera a acabarse el mundo, hablar como si de repente tu vida dependiera de tener una conversación fluida durante unos segundos que te aísle del gran momento y te permita superar la prueba sin mayores contratiempos.

En nuestro concepto más ambicioso de la felicidad todos pensamos más o menos en lo mismo: seguridad económica, éxito laboral, libertad de decisión y acción, una pareja a medida, salud de hierro para tu familia y, ya puestos, que tu equipo gane todos los títulos y tu equipo rival se hunda en la miseria. Una vez asumido que será necesario rebajar las pretensiones, la felicidad pasa por aquellos momentos que no figuran en el decálogo ni el canon. Pequeños o grandes momentos que convierten un día de pesadilla en un remanso de paz y reconciliación con uno mismo y el mundo. En mi caso podría enumerar muchos, pero en estos momentos, y por razones obvias, uno me viene especialmente a la cabeza: esa Coca-Cola de botella, con dos cubitos de hielo sin limón, y ese croissant de chocolate –de chocolate de pastilla, no del más desecho– que desayuno después de una extracción de sangre. La recompensa. Un premio ganado a pulso después de doblegar, una vez más, al peor de tus miedos mundanos.