Testimonios de mujeres zetas: Alma

Ilustraciones por Alma

Alma (no es su nombre real) no duda que se comerá una condena de 45 años de cárcel. Se lo dijo su abogado. Está internada en un Centro de Reinserción Social de Baja California. Le achacan delincuencia organizada y el homicidio del hijo de un militar veracruzano, a quien tuvo que desenterrar con las manos el día que la detuvieron. En prisión terminó el segundo semestre de preparatoria y ha aprendido matemáticas de manera autodidacta. Enseña a sus compañeras álgebra, trigonometría y cálculo. Las clases se las pagan en especie con alimento y detergente para lavar ropa. A lo largo de este testimonio narrará sus experiencias de violencia antes, durante y después de pertenecer al Cártel de los Zetas.

En las nalgas tengo un chingo de cicatrices. Son como boquitas que mandan besitos. Las marcas me las hicieron a tablazos durante los dos años que trabajé con los Zetas. Ese es el castigo favorito dentro de la organización: la tableada. Un metro de largo, quince centímetros de ancho y una pulgada y media de gruesa de madera de roble, porque la de pino se rompe con los chingazos. El leño lo mandan cortar con un carpintero. Ese cabrón le forma una empuñadura para agarrarla. Con un taladro le hace perforaciones para que no agarre aire y se frene al momento del impacto contra el culo; los hoyitos los hacen formando diagonales o estrellas que funcionan como una ventosa que chupa la piel y te desgarra. Y para que duela sabroso, algunos de los jefes le piden al carpintero que le ponga remaches. Los mandos más locos le graban su nombre para que se marque en la piel de los que tablean; pinches piratones, ¿no?

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Debuté recibiendo un tablazo. En ese tiempo trabajaba con seis hombres y era la única mujer en esa área de halcones de la organización, porque ahí todo se divide en áreas, como si fuera una fábrica. Una noche nos llaman para que vayamos a una playa del puerto de Veracruz que de noche se queda totalmente desierta. Iba con siete miembros de la operativa (sicarios), como le dicen al grupo de hombres enchalecados, armados y encapuchados. Vamos llegando cuando por radio nos piden que apaguemos las luces. Temblaba de miedo. Los de la operativa me dieron la oportunidad de no me bajarme de la camioneta. Estaba polarizada y confiábamos en que si se asomaba alguno de los jefes no me verían. En cuanto descendieron del auto escuché que los de mayor rango los comenzaron a regañar y a insultar diciéndoles que eran unos pendejos que no servían para nada.

“¿Son todos o faltan?, porque vamos a revisar la camioneta”, preguntó uno de los mandos, y en ese flashazo supe que todo había valido verga. “Falta una muchacha nueva, apenas tiene unos meses trabajando”, contestó alguien.

No había hecho nada para que me pegaran, pero cuando estás a cargo de un grupo de gente y ellos no informan o reportan lo que deben, a ti te culpan de no tener el carácter para someterlos y que cumplan con su función.1 Pero a veces es imposible tener monitoreados a todos los vehículos de los militares. Salen del cuartel en grupos de hasta 70 camionetas, ya sea de la Marina o del Ejército. Son tantas que es imposible cubrirlas a todas, y eso que en esas fechas había mucha gente trabajando en la calle. En cada taxi, carro particular, Oxxo y en cada Telcel, había un halcón.

Uno de los mandos fue por mí a la camioneta, me bajo y me pregunta: “¿Crees que por ser vieja no te vamos a pegar? Aquí todos somos iguales, todos somos soldados, así que empínate”. A los hombres les piden que se bajen el pantalón hasta las rodillas y que se jalen con las manos los testículos hacia enfrente para que al momento del tablazo no se les revienten del putazo. Las mujeres tenemos que inclinarnos hacia enfrente y agarrarnos de las rodillas, porque con el impacto del tablazo nos podemos ir de boca y lastimarnos, o sea, dentro de todo cuidan para que no te lastimes más de lo que ellos te lastiman. El tablazo lo sentí horrible: los oídos me zumbaron y al mismo tiempo dejé de sentir la piel, como si me hubiera convertido en una barra de hielo. Y todavía me gritan: “Y ojalá que llores para darte otro”.


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No lloré, pero tenía la lágrima a punto de salir. Me subí a la camioneta de ladito porque me dolía mucho el trasero. A uno de los de la operativa que iba con nosotros le reventaron las nalgas de dos tablazos, o sea, se le abrió la carne. A mí siempre me pegaban los tablazos sin que tuviera que bajarme el pantalón, por eso todos estaban rotos y remachados; entonces pensé que no iba a estar gastando en pantalones: hoy lo compraba, hoy me pegaban; hoy lo compraba, hoy me pegaban. Me hice mi ropa de trabajo con ropa vieja. Una vez hasta con un palo de hockey me pegaron, y por nada. Lo único bonito de tanto putazo en el culo es que te lo pone firme y paradito, porque es puro músculo. Ya sabías que te iba a cargar el payaso cuando el comandante te gritaba: “Arrímate para acá, hoy amanecí de malas y tengo ganas de romper fundillos”. Muy temprano y sin haber desayunado me daban el primer putazo. Al final del día me andaba comiendo de quince a veinticinco tablazos.

Pero tanto putazo tiene sus consecuencias: la piel se abre, supura pus y se te pega la ropa interior a la piel. Cuando te bajas el calzón duele horrible, sientes como si te arrancaras veinte costras de un sólo jalón. A los nuevos en la organización siempre les andaba recomendando una crema muy buena para desinflamar que se llama Baycuten; “Anótenlo”, les decía.

Mi primera cicatriz es de cuando tenía 17 años. Estaba borracha junto a mi pareja, en la sala de la casa de su mejor amigo y su novia. Tomábamos cerveza. De la nada mi novio me da un puñetazo en la boca, así nomás, yo creo que fue por celos. Sentí salir la sangre caliente de la boca. El amigo intentó defenderme. Nos terminamos yendo de la reunión, en la Cruz Roja me dieron cuatro puntadas.

La segunda cicatriz es de un navajazo en el hombro izquierdo. Tenía 26 años, trabajaba con la delincuencia y andaba con un noviecillo, un amigo con derecho, como se dice. Una noche fuimos de rumba a echar la copa. Cuando salimos del bar íbamos por la camioneta, pero unas motocicletas estaban estacionadas enfrente y atrás. Mi noviecillo le pidió a los dueños que le dieran chansa, pero le contestaron que le hiciera como pudiera. Entonces les dijo que si no las movían las iba a chocar; lo mandaron a la verga de nuevo. Mi noviecillo se encabronó, les mentó la madre y sacó una navaja que siempre traía en su pantalón y trató de agredir a uno, al más mamón de los cuatro motociclistas. Corrí y me puse en medio de los dos para separarlos, pero el hijo de puta me rayó el hombro con la navaja y me dijo: “Quítate o también a ti te pico”. Salió mucha sangre, me cortó como si fuera un tomate. Me subí al carro y pensé: “Si los mata o lo matan, allá ellos”.

No pasó nada al final. Los cadeneros y los valet parking del lugar empezaron a decirles a los motociclistas que no se metieran con nosotros porque éramos de los Zetas. Se fueron. Yo terminé con un navajazo y el brazo lleno de sangre.

INICIO EN LOS ZETAS

Veintidós años, una hija, un esposo: una vida normal. Mi pareja trabajaba de taxista. Una noche llegó a la casa y me comentó que un pasajero le había ofrecido vender droga para el cártel de La Familia Michoacana. En ese tiempo yo estaba muy mensa e interpreté que una familia de Michoacán había venido a Veracruz a vender droga. Por cosas que escuchaba y leía sabía que el trasiego de droga era de los Zetas y que mataban de voladita a los que vendían en su territorio; les tenía pavor, fobia, terror. Le pregunté: “¿Qué quieres, que los Zetas vengan a acribillarnos, a rafaguear la casa?” No me volvió a comentar nada.

Pasaron dos años. Una mañana llegó a la casa después de una jornada en el taxi durante toda la noche. Me platicó que dos pasajeros le habían ofrecido ser halcón, vigía, para los Zetas: el trabajo consistía en campanear personas. No supe de qué me hablaba. Ahora ya lo sé: campanear es seguir a una persona durante todo el día; ponerle cola, vigilarlo, conocer sus rutas, sus horarios. Le volví a decir que si aceptaba, estaba pendejo. Nuevamente terminó haciéndome caso.

Cuando cumplí 25 años quedé embarazada por segunda vez, pero entre mi esposo y yo la cosas estaban muy mal, se había roto el vínculo. Era alcohólico y a pesar de que en esos meses había dejado de embriagarse nunca traía dinero. Mi papá decía: “Ese cabrón no anda con otra vieja, ese cabrón se está drogando, por eso nunca trae dinero, el taxi siempre ha dejado”. Después supe que se estaba metiendo cocaína. No fumaba, de otra forma también se hubiera enganchado de la piedra.

Siempre me gustó el comercio. Tuve un puesto de comida, pero lo cerré por las constantes peleas que tenía con mi ex esposo. De plano cuando estaba muy jodida de dinero vendía ropa por catálogo, esas eran mis entradas extra. Ahora, aparte de jodida de dinero, estaba embarazada. Tuve que trabajar atendiendo un local de souvenirs y artesanías en la zona turística del malecón; me pagaban 900 pesos semanales. Verdad es que apenas me alcanzaba, estaba apuntada en dos tandas: una de 20 y una de 15 mil pesos. Solamente me quedó meterle “mano negra” a la caja registradora del negocio; vendía artículos y me quedaba con el dinero. El señor no se daba cuenta, porque la neta, tengo un don para vender. Cuando empecé a trabajar el negocio prosperó. Estaba casi en quiebra porque el señor se endeudaba con medio mundo. Lo que vendía lo pedía en abonos: tazas, camisetas, llaveros, gorras. Estafaba al señor con el pretexto de que yo había hecho que las ventas subieran.

Quería que abortara, no quería que tuviéramos al bebé, eso me dolió mucho. Estaba enamoradísima. Me abandonó cuando tenía siete meses de embarazo. Tuve que trabajar para hacerme responsable del parto, ya me había advertido que no me daría ni para un galón de leche.

La mala suerte es como un chicle sin sabor, tarde que temprano llega después de varias masticadas. El nacimiento de mi bebé coincidió con el fin de la temporada de vacas gordas en el negocio, ahora era temporada de vacas flacas. Me despidieron porque no tenían para pagarme el sueldo. Mi bebé nació enfermo de las vías respiratorias y antes de operarlo debía llevar un tratamiento médico.

Era un lunes, me acuerdo perfectamente, no tenía qué darle de comer a mi hija la más grande, que en ese entonces tenía cinco años. Pinche tristeza, logré juntar unas monedas regadas en la casa y solamente me alcanzó para comprar diez blanquillos. Durante cinco días nomás comimos eso. Calentaba el aceite hasta que hervía para que el huevo se inflara y se hiciera más. Primero comía ella y lo que quedara era mi comida.

Un vendedor de otro de los locales del malecón donde había laborado, alguna vez me comentó que conocía a unos halcones. Ganaban cuatro mil pesos semanales, más quinientos pesos diarios para comida y servicio médico particular, de caché, bien atendidos. En ese tiempo los Zetas eran el brazo armado del cártel del Golfo; todo era fabuloso. Yo quería conocer al hombre que los contrataba. Fui a buscar al vendedor le platiqué la miseria en la que estaba y una semana después me lo presentó. El contratista me explicó que me pondrían en un punto de la ciudad con un radio de frecuencia ancha; yo nomás tendría que reportar cuando pasaran “los verdes”.


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En Veracruz hay unos autobuses color verde que pertenecen a la ruta, Saeta: “¿Por qué vigilan a los autobuses?”, le pregunté ingenuamente. “No, chamaca, tienes que vigilar a los guachos, a los militares; a los grises, los marinos, pues. Si te agarran di que no sabes nada, y que no te saquen de ahí, porque si hablas te matan a ti y matan a tu familia. Cuando te decidas me llamas y yo te apadrino. Te voy a presentar con el jefe de plaza como mi recomendada. Voy a poner mi palabra por ti, así que si la riegas no solamente van a ir contigo sino también conmigo. Tú tienes que responder por mí, porque te estoy ayudando, aunque no te conozca sé que estás pasando por una situación difícil”, me dijo el contratista. Quedé de hablarle cuando tomara una decisión.

Me uní a los Zetas por hambre. Una noche se me acabaron los diez huevos que había comprado para mi hija y para mí. Le marqué por teléfono a mi pareja y le expliqué que se me había acabado la leche, el medicamento y la comida para las niñas. Ya estábamos separados, pero a veces me ayudaba, total, eran sus hijas. Llegó en el taxi como a la hora, sin dinero y con dos putos tamales para que comiéramos la niña grande y yo. Me encabroné mucho y se los aventé en la cara. Fui con mi mamá, que vivía a una calle de mi casa, para que me prestara cinco pesos para hablar por teléfono público. Estaba muy enojada. A aquel cabrón le valía que mis niñas se murieran de hambre. Y mi mamá, que siempre me había hecho esquina con el dinero, ahora estaba harta de siempre estarme resolviendo la vida, según sus palabras; ya era hora de que me las arreglara sola. Traté de chantajearla diciéndole que trabajaría con los Zetas y lo único que dijo fue: “Haz lo que quieras, no me importa”.

Triste y encabronada me fui caminando a un mercadito de abarrotes porque ahí hay un teléfono de monedas. Le hablé al contratista y le dije que había tomada una decisión: aceptaba el trabajo dentro de la organización.

Me citó para verlo al otro día en un café. Acudió con dos personas encargadas de las contrataciones. Me esmeré en mi apariencia: iba muy arreglada y maquillada; llevaba una solicitud de empleo, copia de la credencial de elector y comprobante de domicilio. Todos estos documentos eran necesarios para investigarme y estar seguros de que no era una infiltrada del ejército, la Marina o de un cártel contrario que nomás andaba espiando.

Me advirtieron de las prohibiciones que había dentro de la organización: no robar, no secuestrar, no matar, no arengar y no hacer maroma. “Las tres primeras me quedan claras”, le dije, ¿pero arengar y no hacer maroma? Me explicaron que arengar es hablar mal de la organización Zeta; incitar a los demás para que se volteen (abandonar la organización o se cambiarse de cártel); y hacer maroma es, por ejemplo: hay una pareja de novios o esposos dentro de la organización, y yo, digamos, coqueteo o tengo una relación con la pareja de mi compañera; eso se paga con la muerte de los dos infieles. “Pero tú sí puedes andar conmigo porque mi esposa no trabaja en la organización”, me dijo el cabrón contratista.

En cuanto me dijeron que estaba dentro de la organización les expliqué que tenía una niña enferma que requería servicio médico. Se portaron muy amables, me dijeron que consiguiera dinero, que lo gastara en medicina y que me lo reembolsarían, y así fue. Tuve la suerte de que me pagaran a los tres días de iniciar en el trabajo, y no hasta una semana después como regularmente se hace. Me habló el contador para que recogiera mi sueldo: cuatro mil pesos. Me emocioné.

La verdad es que me gustó el peligro. No hacía mucho, solamente estar en un punto determinado durante doce horas. Desde ahí tenía que estar reportando todos los movimientos de las autoridades; eso sí, nadie sabía qué estaba haciendo. Uno debe encontrar un lugar donde permanecer durante horas y al mismo tiempo pasar desapercibida: una gasolinera, un puesto de aguas frescas, un restaurante al aire libre, algo así. A los seis meses de estar en la organización llegué un día a la oficina y un comandante le dijo a uno de los encargados: “No seas menso, mira, ahí está la chava que es halcón, ella sabe manejar. Que venga alguien y que la enseñe a halconear, pero en carro”.

Me mandaron a uno de los más locos y desquiciados a que me enseñara a halconear en carro. Yo siempre andaba de zapatillas, vestidito y accesorios; me decían que parecía licenciada, pasaba totalmente desapercibida. Aprendí a halconear en carro, no es lo mismo manejar por la ciudad nomás de paseo que andar manejando mientras sigues a las unidades motorizadas del ejército. Obviamente no te puedes ir. Tienes que seguirlos a distancia, dos o tres carros o calles atrás. Otra forma de seguirlos es por las calles laterales: a las tres o a las nueve, te guías por las mancillas del reloj. Vas reportando por radio: “Los llevo a mis dos”, es que los llevas adelante; “a las tres”, es paralelo; “a las nueve”, es que los llevas atrás de ti. Llegas a la esquina y te esperas tantito a que pasen los vehículos militares, pero tú los vas viendo a distancia y vas reportando: “Ya brincaron fulana o sutana calle”. Algo que me dio ventaja es que conozco Veracruz como la palma de mi mano. Tengo la visión de saber a qué calle saldrán, cuál es su opción, por dónde me botarán.

No sé si me gustaba la adrenalina o era el miedo de hacer mal mi trabajo. Aunque sea de sirvienta siempre me esfuerzo y con los Zetas no fue la excepción. Mientras los hombres decían: “Yo hasta aquí llego, no me meteré a la colonia a seguir a los verdes [Ejército] porque me van a enganchar [atrapar]”. A mí me valía madres, y me metía a las colonias, y eso lo veían los mandos superiores y me usaban como ejemplo, lo escuchaba por la frecuencia: “Pinches jotos, ya ni la morra, ella sí tiene huevos”.

Sí me llegó a detener el Ejército. Imagínate, ocho horas diarias siguiéndolos, terminaba siendo sospechoso que siempre el mismo carro anduviera cerca. Llevan cámaras y después revisan los videos para ver lo que va sucediendo a su alrededor mientras patrullan la ciudad. Y es que no siempre te salen las cuentas de los tiempos. A veces dices: “Ya me pasaron”, y le aceleras y en un semáforo te los topas, ¡puta madre! Yo y los soldados viéndonos durante unos minutos. Lo que me salvaba es que ellos buscan a hombres, no a mujeres halconas. En un retén o en una detención de rutina me tenía que comer el chip del teléfono, o en ocasiones hablabas a la central y decía: “Ya los traje mucho rato y ya me vieron, que alguien más los traiga ahora”. Hasta me llegaron a corretear, se daban la vuelta y me seguían los hammers, y ahí vamos a toda velocidad en una persecución, subiéndome al camellón, chocando carros para que se quitaran de mi camino.

CASTIGOS CORPORALES

Chiricuasos. Son golpes muy fuertes dados con la mano abierta en la nuca, ves una línea blanca cuando te pegan, sientes que te vas a desmayar. Otro castigo es ponerte a hacer sentadillas, pero tienes que ponerte un chaleco que pesa como cincuenta kilos. Cuando te preguntan cuántas sentadillas llevas, debes contestar que ninguna porque de otra forma te ponen a que inicies de nuevo. También te ponen a caminar en cuclillas durante mucho tiempo, o te ponen a rodar por el piso hasta que vomitas. Antes eran muy disciplinados y estrictos los altos mandos, ahorita ya no, en sus inicios eran GAFEs (Grupo Aeromóvil de la Fuerzas Especiales), GANFEs (Grupo Anfibio de las Fuerzas Especiales), Chutas (Brigada de Fusileros Paracaidistas) o Kaibiles (militares de élite del Ejército de Guatemala). Por eso la disciplina militar con que nos trataban.

VIDA FAMILIAR

Yo me salí de mi casa a los trece años. Tuve una infancia muy violenta. Mi papá trabajaba de albañil y siempre estaba borracho. Llegaba en la madrugada, agarraba a golpes a mi mamá y la sacaba de la casa; decía que había un hombre escondido adentro, pero era una mentira, era su alucinación por el alcohol. Como yo soy la más grande, me tocaba despertar a mis hermanos y sacarlos por la ventana de un cuarto para reunirnos con mi mamá en el patio. Acampábamos o esperábamos que se si hicieran las cinco de la mañana para podernos irnos a dormir la casa de alguna de sus amigas.

Mi papá me pegaba y mi mamá me regañaba, pero ella me tenía consideración porque le ayudaba en la limpieza. Éramos muy pobres. Cuando tenía nueve años no teníamos para comer y mi mamá se puso a trabajar de sirvienta en una casa. Pasaba ahí de las siete de la mañana a las siete de la tarde. Me convertí en la mamá de mis hermanos: los bañaba, les deba de desayunar, los llevaba a la escuela, los ayudaba con la tarea; pero si algo salía mal, me pegaban a mí. Entrábamos a las doce del día a la escuela y siempre llegábamos medio hora tarde y los maestros de mis hermanos me regañaban. Era muy difícil para mí ser una mamá a los nueve años, no me podía organizar.

Cuando salíamos de la escuela mis hermanos y yo agarrábamos el camión y en ocasiones nos encontrábamos de pasajera a mi mamá. Mi jornada laboral terminaba a las nueve de la noche, porque cuando llegábamos a la casa mi mamá se ponía a hacer la comida y tenía que ayudarle a servir los platos, a calentar tortillas. Luego a recoger la mesa, lavar los platos, acostar a mis hermanos. Me harté de tanta chinga. Me harté de siempre vestir con ropa regalada, de usar zapatos usados de los niños de la casa donde mi mamá trabajaba. Ya para ese entonces tenía 12 años. Me pelaba a cada rato porque me tiraban carrilla de que me vestían con ropa de hombre.

Era muy agresiva porque así me educaron. Estábamos chamaquitos y nos sentábamos a la mesa con platos y vasos de vidrio y cubiertos; a pesar de que mi papá es albañil y mi familia es de pueblo y con poca educación, siempre trataron de ser formales a la hora de sentarnos a la mesa. Mi papá detestaba que habláramos con la boca llena, que nos embarráramos la camiseta de salsa o mole, por decir algo. Uno de chamaco juega en la mesa y de repente tira algo, creo que hasta cierto punto eso es normal. Pero en mi casa nos pegaban cintarazos si tirábamos un pan al piso o derramábamos el café; aparte de que nos insultaba y de pendejos no nos bajaba. A mi mamá la llamaban muy seguido de la secundaria los prefectos porque si me decían algo le pegaba a los hombres o a las mujeres, o les rompía sus trabajos. Mi mamá lloraba por mi conducta. Un día me pregunté: ¿Por qué tengo que soportar esto si ya sé hacer de todo? Sé cuidarme, sé cuidar una casa, sé trabajar. Ya me sentía una mujer y me salí de mi casa. Tenía trece años.


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Me fui a vivir a un cuarto de madera y cartón que estaba en un terreno baldío a dos calles de la casa de mi mamá. En ese terreno había tres cuartos a punto de caerse: en uno vivían unos chamacos del barrio que vendían periódico y limpiaban parabrisas, en otro vivían los tíos de uno de ellos y en el otro cuarto dormía yo. Esos chavos eran mariguanos, malandritos. Me alimentaba de lo que me regalaban de comer. Un señor que vivía en esa misma calle me contrató para que fuera su sirvienta. El señor tenía sesenta años, vivía solo, no tenía familia. Cuando mi mamá se enteró que trabajaba intentó denunciarlo por andar contratando a menores de edad. Defendí al señor diciendo que estaba ahí por mi voluntad. Mi mamá terminó dándome permiso de trabajar.

El señor era dueño de un table dance. Un día me dijo que ya no sería su sirvienta, ahora le ayudaría en su congal y viviría en un cuartito-oficina. Ahí fue cuando me hice alcohólica; tenía catorce años. El señor llegaba a las siete de la mañana, revisaba sus ganancias y se iba del negocio a las tres de la tarde. Mi trabajo consistía en barrer, trapear, lavar vasos y preparar comida; aparte medio me hacía cargo de su sobrino de dieciocho que estaba algo loco, un poco enfermo de sus facultades mentales. El chiste: siempre estaba rodeada de botellas de vodka, whisky, ron, brandy; y un sobrino loco. Nos emborrachábamos a diario. Un año después de vivir en el table estaba de nuevo en la calle. El señor traficaba drogas y armas; yo no lo sabía. Nunca lo volví a ver. Se fue huyendo de la policía y clausuraron el table. En esos días estudiaba tercero de secundaria, no pude terminar.

Meses antes de que me arrestaran mi ex marido se fue a la diestra, que es como un entrenamiento donde les enseñan a usar armas. El curso se lo dio un militar que había pertenecido a las fuerzas especiales de Israel. Cuarenta días en un rancho en el monte, en Veracruz. Era un infierno: dormían en la tierra, comían sopas de vaso, cagaban donde podían y hacían mucho ejercicio. El día que llegaron al rancho los bajaron del autobús en el que iban y los formaron. Uno por uno se presentó con el mando. Y lo que nadie esperaba, uno del grupo se presentó y dijo, muy quitado de la pena, que era reportero y que estaba ahí para escribir sobre la diestra. El mando sacó la pistola que traía fajada y le disparó en la frente, sin decirle absolutamente nada. Me juró que el mando era el mismísimo, Z-40.

Una tarde el Ejército les cayó al rancho y se enfrentaron. Mataron casi a todos los que estaban en la diestra: eran 30 y quedaron vivos seis, y eso porque huyeron. Cuando te están disparando desde la vegetación nomás ves lucecitas. Entonces lo único que te queda es disparar a donde se ven las chispas; eso lo aprendió mi ex en la diestra. Lo último que supe de él es que lo destazaron y desaparecieron en un tambo: lo pozolearon. Donde quiera hay infiltrados. A él lo detuvo la Marina. Lo torturaron y soltó nombres y ubicaciones. Lo dejaron libre, pero nomás para que lo mataran sus mismos compañeros.

Me detuvo el ejército en un departamento donde estaba escondida. Dos noches antes mi estaca (grupo de diez elementos armados que funcionan como guardaespaldas de los comandantes y sicarios de cada célula) había levantado y golpeado a un joven que pensaban era un infiltrado. Fue una confusión. Se estaba cogiendo a una halcona de nosotros, y alguien dijo que era para sacarle información. Nos hablaron a la central para decirnos que los tenían ubicados. Fuimos por la parejita a un cuarto de hotel. No estuve de acuerdo, se veía que el chavo, como de 20 años, no sabía nada de lo que le preguntaban; me daba mucha lástima. Le lavé la cara para que no se desmayara, pero apenas se recuperaba, lo seguían golpeando. Falleció de tantas patadas que le dieron. El supuesto infiltrado resultó ser hijo de un militar. Los soldados me llevaron a donde lo habíamos enterrado y con las manos me hicieron que lo sacara de la tierra. Después de eso, estuve tres días quién sabe dónde, recibiendo golpizas y toques eléctricos de los militares.

Hace unos meses, aquí en prisión, vinieron a verme de la PGR y me aplicaron el protocolo de Estambul. Me desnudaron y me revisaron todo el cuerpo buscando cicatrices, aparte, me hicieron muchas preguntas para saber si tengo daño psicológico. Los resultados dicen que tengo secuelas mentales y físicas, por eso me quiero hacer cristiana, para superarlo todo.