Artículo publicado originalmente por Tonic Estados Unidos.
Dentro de las muchas cosas que le pasaron a un joven oncólogo en su último año de beca, tal vez esta fue la más extraña: un gato blanco y negro llamado Oscar, de dos años de edad, al parecer era mejor que la mayoría de los médicos en predecir la muerte de los pacientes. La historia apareció en el New England Journal of Medicine en el verano de 2007. Adoptado como mascota por el personal médico, Oscar se la pasaba en un piso del asilo de ancianos Steere House en Rhode Island. Cuando el gato olfateaba el aire, estiraba el cuello y se acurrucaba junto a un hombre o una mujer, era señal de alguna muerte inminente. Los médicos llamaban a las familias para que fueran a su última visita. En el transcurso de varios años, el gato se acurrucó junto a 50 pacientes. Todos murieron poco después.
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Nadie sabe cómo adquirió sus habilidades para olfatear la muerte. Quizás la nariz de Oscar aprendió a detectar algún olor único de la muerte: químicos liberados por las células muertas, por ejemplo. Quizás había otras señales inescrutables. Al principio no lo creía, pero la perspicacia de Oscar fue corroborada por otros médicos que presenciaron al gato en acción. Como escribió el autor del artículo: “Nadie muere en el tercer piso a menos que Oscar haga una visita y se quede un rato”.
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La historia tuvo una resonancia especial para mí ese verano, ya que había estado tratando a S., un plomero de 32 años con cáncer de esófago. Él había respondido bien a la quimioterapia y la radiación, y nosotros le habíamos extirpado el esófago, sin dejar rastro de cáncer en su cuerpo. Una tarde, pocas semanas después de que se completó su tratamiento, le platiqué cautelosamente sobre los cuidados paliativos terminales. Esperábamos que se curara, por supuesto, pero siempre existe la pequeña posibilidad de una recaída. Tenía una esposa joven y dos hijos, y una madre que lo había llevado cada semana a su quimioterapia. Tal vez, sugerí, podría platicar sinceramente con su familia sobre sus metas.
Pero S. se rehusó. Estaba recuperando la fuerza semana tras semana. Estaba bien de ánimo. El cáncer había desaparecido. ¿Por qué arruinarle su celebración? pensé. Acepté a regañadientes que era poco probable que el cáncer regresara.
Cuando llegó la recaída, fue devastador. Dos meses después de salir del hospital, S. regresó con metástasis en el hígado, los pulmones e, inusualmente, en los huesos. El dolor era tan aterrador que solo las dosis más altas de analgésicos lo aliviaban, y S. pasó las últimas semanas de su vida en un estado cercano al coma, incapaz de darse cuenta de la presencia de su familia alrededor de su cama. Al principio, su madre me suplicó que le administrara más quimioterapia y luego me acusó de engañar a la familia sobre el pronóstico de S. Me quedé mudo: es poco probable que los médicos podamos predecir la muerte de nuestros pacientes.
En una encuesta dirigida por investigadores de la University College London sobre más de 12,000 pronósticos de vida útil de los pacientes con enfermedades terminales, los éxitos y los fallos fueron variados. Algunos pudieron predecir la muerte. Otros la subestimaron.
Pero ¿y si un algoritmo pudiera predecir la muerte? A finales de 2016, un estudiante llamado Anand Avati en el departamento de ciencias de la computación de Stanford, junto con un pequeño equipo de la escuela de medicina, trató de “enseñar” un algoritmo para identificar a los pacientes que probablemente morirían dentro de un periodo de tiempo definido. “El equipo de cuidados paliativos en el hospital tenía un reto”, me dijo Avati. “¿Cómo podríamos encontrar pacientes que estuvieran de tres a 12 meses de morir?” Esta ventana fue “el punto ideal de los cuidados paliativos”. Un plazo de más de 12 meses puede agotar innecesariamente los recursos limitados; en contraste, si la muerte se produjera a menos de tres meses después de la predicción, no habría un tiempo de preparación real para morir, sería demasiado tarde. Avati sabía que identificar a los pacientes en un período de tiempo estrecho y óptimo permitiría a los médicos utilizar las intervenciones médicas de manera más adecuada y más humana. Y si el algoritmo funcionara, los equipos de cuidados paliativos quedarían libres de la responsabilidad de tener que rastrear manualmente los gráficos, buscando a los que tienen más probabilidades de beneficiarse.
Avati y su equipo identificaron alrededor de 200,000 pacientes que podrían ser estudiados. Los pacientes tenían todo tipo de enfermedades: cáncer, enfermedades neurológicas, insuficiencia cardíaca y renal. La idea clave del equipo fue utilizar los registros médicos del hospital como una máquina de tiempo proxy. Digamos que un hombre murió en enero de 2017. ¿Qué pasaría si regresara a “los cuidados paliativos”, entre enero y octubre de 2016, cuando la atención hubiera sido más efectiva? Pero para encontrar a un paciente determinado, Avati sabía que, probablemente, tendría que recopilar y analizar información médica antes que nada. ¿Podría recopilar información sobre este hombre durante este período previo que le permitiría a un médico predecir una muerte en ese periodo de tiempo de tres a 12 meses? ¿Y qué tipo de entradas podría enseñar tal algoritmo para hacer predicciones?
Avati se basó en información médica que ya había sido codificada por los médicos en el hospital: el diagnóstico de un paciente, la cantidad de exploraciones ordenadas, la cantidad de días pasados en el hospital, los tipos de procedimientos realizados y las recetas médicas escritas. Se admitió que la información era limitada: sin cuestionarios, sin conversaciones, sin inhalación de sustancias químicas, pero fue objetiva y estandarizada en todos los pacientes.
Estas entradas se incorporaron a la llamada red neuronal profunda, un tipo de arquitectura de software llamada así porque se cree que imita de forma poco precisa la forma en que se organizan las neuronas del cerebro. La tarea del algoritmo era ajustar los pesos y las fortalezas de cada pieza de información para generar una puntuación de probabilidad de que un paciente determinado muriera dentro de tres a 12 meses.
El “algoritmo de la muerte”, como podríamos llamarlo, digirió y absorbió información de casi 160,000 pacientes para entrenarse. Una vez que había recopilado todos los datos, el equipo de Avati lo probó en los 40,000 pacientes restantes. El algoritmo funcionó sorprendentemente bien. La tasa de falsas alarmas fue baja: nueve de cada 10 pacientes pronosticados para morir dentro de tres a 12 meses murieron dentro de ese periodo. Y el 95 por ciento de los pacientes con bajas probabilidades asignadas por el programa sobrevivieron más de 12 meses. (Los datos utilizados por este algoritmo se pueden refinar enormemente en el futuro. Se pueden agregar valores de laboratorio, resultados de escaneo, una nota del médico o la propia evaluación de un paciente a la mezcla, mejorando el poder predictivo).
Entonces, ¿qué “aprendió” exactamente el algoritmo sobre el proceso de morir? ¿Y qué, a su vez, puede enseñar a los oncólogos? Aquí está el extraño roce de un sistema de aprendizaje tan profundo: que aprende, pero no puede decirnos por qué aprendió; asigna probabilidades, pero no puede expresar fácilmente el razonamiento detrás de la tarea. Al igual que un niño que aprende a andar en bicicleta por ensayo y error y, al pedirle que articule las reglas que permiten andar en bicicleta, simplemente se encoge de hombros y se aleja, el algoritmo nos ve con la mirada vacía cuando preguntamos: “¿Por qué?” Es como la muerte.
Aún así, cuando vemos estos casos, podemos apreciar patrones esperados e inesperados. Un hombre al que le asignaron una puntuación de 0.946 murió en unos pocos meses, como se predijo. Tenía cáncer de vejiga y próstata, se había sometido a 21 exploraciones, había estado hospitalizado durante 60 días, todos los cuales habían sido detectados por el algoritmo como signos de muerte inminente. Sin embargo, al parecer todo el peso recayó en el hecho de que le hicieron exploraciones en la columna vertebral y que se había utilizado un catéter en su médula espinal, características que mis colegas y yo no habríamos reconocido como factores predictivos de muerte (más tarde me di cuenta de que una RMN de la médula espinal, lo más probable es que indique un cáncer en el sistema nervioso (un sitio mortal para la metástasis).
Es difícil para mí leer sobre el “algoritmo de la muerte” sin pensar en mi paciente S. Si hubiera estado disponible una versión más sofisticada de dicho algoritmo, ¿la habría utilizado en su caso? Absolutamente. Pero me sigue incomodando un poco la idea de que un algoritmo pueda entender los patrones de mortalidad mejor que la mayoría de los humanos.
Siddhartha Mukherjee es redactor de Tonic. Es autor de The Emperor of All Maladies: A Biography of Cancer, ganador del Premio Pulitzer 2011 en general de no ficción, así como The Gene y The Laws of Medicine de 2016. Mukherjee es profesor asistente de medicina en la Universidad de Columbia y médico e investigador del cáncer.
Artículo publicado originalmente por la revista New York Times.