Antes de empezar me gustaría mostrar todos mis respetos a todos los profesionales dedicados en cuerpo y alma a esta profesión, mi paso por este sector industrial no fue nada más que un pequeño tallo de hierba en medio de una casi infinita llanura. Lo que para mí fue algo fugaz e indoloro para muchas otras personas es completamente lo contrario. Yo solamente trabajé ahí durante un verano para poder sacarme unos dinerillos, hay gente que está toda una vida. TODA-UNA-VIDA. Es fácil escribirlo pero vivirlo puede volver loco a un hombre cuerdo, y así es como empieza nuestro relato; con un hombre loco.
Capítulo primero, “EL DUENDE”
Siempre había querido empezar una historia con lo que creo recordar que es el inicio de una novela escrita por Sylvester Stallone cuyo nombre no recuerdo: “Era verano en la cocina del infierno y el calor era tan devastador que las calles y las personas se derretían”. La frase no era exactamente así pero esta era la idea.
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El caso es que yo no me encontraba precisamente en la cocina del infierno (Hell’s Kitchen, en NYC) ni las personas de mi alrededor se derretían pero por mis sagradas pelotas que el sol se estaba acurrucando estratégicamente sobre la ya de por sí espesa y bulliciosa ciudad de Barcelona y todos creíamos que ese verano acabaría con todos nosotros de una forma u otra.
Era a principios de la primera década del siglo XXI y no tenía ni un duro. Yo no era un chaval que tuviera muchos gastos por aquel entonces pero por Dios que quería poder pagarme unas pocas cenas con la parienta en algún buen restaurante, ahorrar un poco de dinero para el Sant Feliu Hardcore Fest de ese año y poder comprarme un buen montón de discos en ese mismo festival. Eso era todo lo que necesitaba: comida en la mesa y discos.
Para tales propósitos necesitaba algo que me proporcionara ingresos y, como buscar trabajo es una mierda, decidí apuntarme a una empresa de trabajo temporal para que movieran el culo por mí.
Permitidme un inciso. Cabe decir que los hombres no saben buscar trabajo. Su idea de buscar curro se limita a levantarse a las 12 del mediodía, conectarse a InfoJobs, apuntarse a un par de ofertas y pensar que para ese día ya está todo hecho, que ya le ha exprimido todo el jodido jugo a ese día. No tenemos ningún tipo de iniciativa, destreza ni valor a la hora de buscar curros por eso preferimos que otros hagan nuestro trabajo. También sucede que cogemos el primer trabajo donde nos aceptan. Sea lo que sea, siempre decimos que sí; que claro que sí; que por supuesto que sí. Que jodidamente por supuesto que jodido claro que sí.
Bien, yo me apunté a una de esas empresas de trabajo temporal y cuando me llamaron ofreciéndome trabajo en una fábrica de metal no dudé ni un segundo, yo sólo quería dinero y lo quería cuanto antes. “Es en una fábrica de metal en la Verneda, ¿te interesa”, me dijo una señorita. “Por supuesto”, contesté. En ese momento ya era, de forma no oficial, un trabajador activo en la industria metalúrgica.
Ahora os contaré qué coño es todo esto de “El Duende”. Después de firmar todos los papeles con la agencia de trabajo temporal me dieron mi atuendo: los clásicos pantalones de color azul eléctrico, unos guantes reforzados con silicona y unas botas de punta dura por si una placa de metal cortante decide caerse justo encima de mis pies. “Tienes que ir con mucho cuidado, estarás operando con prensas de metal”.
Yo no le di mucha importancia a este aviso pues estaba realmente aturdido observando los enormes pechos de la chica que me estaba atendiendo. Os juro que era algo totalmente fuera de serie, algo que debe ser ilegal en más de un país. Aún recuerdo su camiseta de tirantes verde. Intenté, con todos los respetos del mundo, que la chica no percibiera mis pequeñas miradas hacia su escote, no quería que se sintiera incómoda y, aún más importante, no quería que esa tipa pensara que le estaba dando trabajo a un pervertido.
Soy consciente que dentro de unos años, en occidente, será ilegal hacer este tipo de repasos a la gente, es por esto que, supongo, esa imagen sigue incrustada en mi cerebelo, a modo de recuerdo de “los buenos tiempos”. Perdonad, la parte final de este párrafo puede resultar un tanto incómoda.
Bajé en la parada de Verneda, una zona de almacenes y fábricas de las afueras de Barcelona, al lado de Sant Adrià del Besós y me dirigí hacia la calle Santander, donde se alzaba majestuosa una empresa llamada BALLPER S.A. No quería compartir el nombre de la empresa pero, buscando en Google, he visto que esta desapareció en 2008, así que, ¡qué cojones!
La empresa se dedicaba, en su gran mayoría, a fabricar piezas para coches, creo que trabajaban para SEAT o algo así. La verdad es que no tengo ni puta idea de coches ni de marcas de coches ni de cosas con motores en general. A medida que me acercaba a mi destino podía ver a hombres duros de verdad manejando toros (carretillas elevadoras) y transportando palés de un sitio a otro. Pensé que, básicamente, lo que hace el hombre en este mundo es fabricar mierdas y moverlas de un sitio a otro.
Esto es lo que dejaremos como huella en esta gran esfera incongruente que flota en medio de lo desconocido y que llamamos Planeta Tierra. Alguien, algún día, dirá, “hubo una época, después de los putos dinosaurios, en la que unos seres vivos hacían construcciones con materiales de este planeta y los movían de un sitio para otro”. Eso es lo que somos. Y yo, en ese momento, me disponía a aportar mi pequeño granito de arena en todo este devenir existencial de la humanidad.
Llegué a mi destino y fui directo a la zona de oficinas y firmé unos últimos papeles del contrato para no sé qué, cosas de la gente de recursos humanos. Ellos saben lo que hacen, yo no quiero ni saberlo. Cabe decir que yo estaba muy contento porque la nómina era de un valor muy elevado para mí; me iban a pagar 1.400 euros netos al mes, cantidad que yo aún no había cobrado en mi puta vida. Tenía ganas de ver todos esos números acumulados en mi cuenta bancaria, estaba a un paso de ser un hombre rico pero, ¿a qué precio?
De todos modos, en ese momento no tenía un pavo y tendría que esperar a final de mes para cobrar, cosa que hacía que durante las primeras semanas tuviera que seguir colándome en el metro y pidiendo dinero a mis colegas de forma sutil para poder ir a conciertos y beber un poco durante el fin de semana. En ese ambiente serio de oficina, con gente sentada delante de ordenadores y con tristes calendarios y tristes relojes colgados en las paredes, me recordaron de nuevo que tenía que ir con sumo cuidado, que tanto las planchas de metal como las prensas automáticas y manuales eran muy peligrosas.
Una vez aclarado esto me acompañaron a los vestuarios donde vi por primera vez los individuos que en un futuro muy próximo serían mis compañeros de trabajo. Era como los vestuarios del colegio, con taquillas de metal que ocupaban las paredes de la estancia y unos banquitos en el medio. Mientras observaba mi nuevo hogar —al menos el sitio donde me despelotaría los siguientes dos meses y pico— me fijé en que algunas de las taquillas tenían inscripciones en sus puertas, como si las hubieran maqueado unos chavales adolescentes fumados —que, básicamente, era esto es lo que eran algunos de mis compañeros— con una llave o algún objeto punzante.
En algunas había unas tetas dibujadas de forma muy rudimentaria y en otras como grafittis ininteligibles. Me llamó mucho la atención una inscripción en una de las puertas que rezaba “El Duende”. “Menudo tipo”, pensé. ¿Quién coño sería ese tal “El Duende”? ¿Llegaría a conocerle nunca? Fue entonces cuando nos paramos y el tipo que me acompañó desde la oficina señaló la taquilla de “El Duende” y dijo las siguientes palabras: “esta es tu taquilla”. Bien, empezábamos bien.
Mi taquilla era la de “El Duende”, un tipo que, por algún motivo —un motivo seguramente escabroso— ya no trabajaba aquí. Me imaginé a un tipo delgado pero muy fuerte y nervioso, puede que enganchado a algún tipo de droga dura. Lo visualicé liándola muy fuerte en la fábrica, como a punto de apuñalar a alguien antes de ser reducido por sus compañeros.
En fin, abrí la taquilla y, por mi sorpresa, allí reposaban como pedazos de una leyenda ancestral los pantalones azul eléctricos y las botas de punta dura de “El Duende”, ese personaje en eterno fuera de campo. Fue como descubrir la Sábana Santa de Jesús o las rasgadas telas que embalsamaban el cuerpo inerte de Tutankamón, eran, sin ningún tipo de duda, un pedazo de la historia reciente, unos artefactos dignos de conservar.
En ese momento me vino a la cabeza la idea de que todo este asunto de ese tal “El Duende” era un tema mucho más complejo, una historia al estilo Grendel, en el que varias generaciones de personas cogen el relevo para interpretar a un mismo personaje, a un héroe local. Era indudable de que yo, en unos días, me convertiría en el nuevo “Duende”. En fin, mis divagaciones terminaron cuando el guía cogió los harapos de dentro de la taquilla y los tiró a la basura y me dijo que a partir de ahora esa sería mi taquilla. Simplemente. Me cambié, guardé mis mudas callejeras dentro y me dirigí hacia la planta baja donde residían las planchas, los hornos y toda la mandanga.
Capítulo segundo, LOS NO-DEDOS DE MI JEFE
La planta baja consistía en dos grandes almacenes; uno dividido en dos espacios, donde se encontraban las prensas manuales y las automáticas de tamaño medio. Era en el otro almacén, que se accedía cruzando un pequeño callejón que daba a la calle, donde estaban las prensas más grandes y los hornos.
Os voy a contar un poco por encima cómo funciona esto de fabricar METAL. Las prensas manuales son las más pequeñas y funcionan accionando unas palancas con —claro está— la mano o los pies. Son sencillas y tienen una función destinada a un mismo tipo de piezas; cortarlas, doblarlas, agujerearlas o lo que sea. La prensas automáticas son mucho más grandes y se accionan con un sistema de botones de seguridad, básicamente porque presionan placas de metal con una fuerza descomunal de varias toneladas y pueden convertir tu mano entera en absolutamente NADA. O sea, hacerla desaparecer por completo.
Estas prensas gigantes son como mesas gigantes, como de 10 por seis metros. Tienen una base y una parte superior que desciende y aplasta las placas de metal virgen que se han colocado dentro para darles forma. A cada prensa se le aplica un molde tanto a la parte de arriba como a la de debajo, que es lo que dará forma a las placas vírgenes. Hay tantos moldes como tipos remotos de piezas que se quieran fabricar. Este metal virgen que os he nombrado viene en bobinas, enrollado como si fuera un rollo de papel de wáter gigante (unos dos metros de diámetro y tres de ancho, claro que los tamaños son variables) pero realmente se trata de metal por lo que es mejor no limpiarse el culo con eso. Este se coloca a un extremo de las prensas en una especie de soporte y se extiende la placa virgen entre la prensa superior y la inferior, se posa encima de los moldes, bien falcado y entonces se procede al prensado.
Es entonces cuando la placa virgen toma la forma deseada. Es una cuestión de espacio pero también de tiempo pues un molde no es de un solo prensado sino que proporciona una ruta de varios prensados para lograr distintos volúmenes y formas. El troquelado sobrante es de una belleza inconmensurable pero también puede cortarte muy fácilmente.
Bien, esto no me lo contó nadie sino que tuve que imaginármelo yo. Puede que mis deducciones sean totalmente erróneas. Cuando bajé al almacén número uno me atendió mi nuevo jefe. El tipo me hizo una pequeña ruta y me volvió a decir que fuera con mucho cuidado porque trabajar ahí era muy peligroso.
Existían medidas de seguridad —las máquinas se accionaban con ambas manos para que no te quedara una libre susceptible de ser aplastada— pero siempre podían suceder cosas raras. Mientras decía esto no pude sino percatarme de que al tipo le faltaban un par de dedos en la mano derecha.
Ahí fue cuando realmente empecé a preocuparme y a pensar que quizás todos esos avisos anteriores sí que tenían un valor real. El tipo me “señaló” unas pequeñas prensas manuales muy fáciles de utilizar y ahí me quedé durante toda la primera semana, agujereando unos cilindros que no sabía ni qué eran durante ocho horas al día, sin duda un proceso que podría destruirle el cerebro y la cordura a cualquier persona.
A los pocos días me corté con unos restos de placas de metal. Ver mi brazo con una fina línea roja goteando sangre sobre metal troquelado y mi jefe de ocho dedos intentando ayudarme fue una experiencia extraña. Tampoco fue un horror, simplemente fue algo raro, como un primer polvo o cuando sin querer le das un beso en la boca a tu tío.
Ah, otra cosa. No recuerdo por qué motivo pero las piezas de metal y las placas —de hecho TODO lo que había por allí— estaba recubierto de una especie de aceite. Supongo que servía para que las piezas no se rallaran al chocar entre ellas o para que se deslizaran mejor por las prensas, NO LO SÉ. Lo que sí sé es que, como me dijeron, muchas personas reaccionaban mal ante este líquido.
Era normal que durante los primeros días a algunos operarios les saliera una especie de sarpullidos en los brazos. Esto ya era lo que me faltaba. A mí no me apareció nada extremo pero sí que, durante los primeros días, tenía el antebrazo un poco más rojo de lo normal. Puede que fuera por el calor pues, como he dicho antes, era verano y con todas esas máquinas funcionando el ambiente era infernal, sobre todo si llevabas esos pantalones azules y sobre todo si te pasabas el día entero llevando unos gruesos guantes de protección que te cocinaban las manos al vapor.
Capítulo tercero, LAS XIBECAS
Ya llevaba unas cuantas semanas trabajando allí y ya había podido disfrutar de mi primera nómina. Pese a la monotonía del curro y a todos sus inconvenientes era un tipo con dinero, o sea, un tipo feliz.
Aún no pillaba del todo el funcionamiento global de la empresa, los procesos y todo esto. Cada mañana llegaba allí y no tenía ni puta idea de qué hacer, así que le preguntaba a mi jefe sin dedos y este me asignaba una actividad. En principio había unas hojas de ruta que trazaban los pedidos y el estado de las piezas (si había que cortarla, plancharlas, hornearlas, lo que fuera) y con ello ibas tirando pero yo siempre le preguntaba a mi jefe qué quería que hiciera.
Me encanta este tipo de esclavitud, me relaja, me evade de toda responsabilidad, que es lo que busco constantemente en mi vida. Estaba rodeado de hombres adultos que sabían perfectamente qué función tenían allí y yo no tenía ni puta idea. En principio me contrataron como “peón operador de prensa automática” pero lo único que había hecho en referencia a esto era ayudar a mi jefe o a otras personas a operar esos mastodontes, esas criaturas destructoras. Realmente era complicado que una sola persona lo hiciera todo solo; colocar ese rollo de metal virgen dentro de la prensa, desenrollarlo y falcarlo. Era un trabajo bastante complicado, digno de un artista. Joder, estamos hablando de unos tamaños enormes, esos señores eran héroes.
A esas alturas de la broma ya había pillado algunos truquitos de obrero como lo de llegar y fichar instantáneamente (se fichaba con unas tarjetas con un lector extraño, nada de tarjetas perforadas) y luego ir a cambiarme y estar un rato sentado en los banquillos sin hacer nada, simplemente dejando pasar el tiempo y saber que estaba cobrando por ello.
Un día me destinaron a una pequeña mesa de madera y me dieron una caja enorme de piezas de plástico que tenía que colocar encima de otras piezas de metal. Había infinitas, literalmente, no se acababan nunca. Las fabricaban constantemente y no podías tener el placer de saber que te estabas acercando al final. Ese plástico era jodido y su olor se te metía en la boca. Recuerdo estar colocando esas mierdas y pensar que me estaban matando, que un material muy jodido estaba penetrando en mi cuerpo. Os juro que notaba el sabor de esas piezas en mis encías. Estuve como una semana entera haciendo esta mierda pero gracias a Dios algo cambió.
Contrataron a un colgado calvo de unos 45 años y nos pusieron a los dos a verificar piezas ya terminadas; o sea, mirar si estaban bien, si tenían errores. No me acuerdo del nombre del tipo, pongamos que se llamaba Juan. Juan y yo nos sentábamos en unas cajas y poco a poco (literalmente) íbamos revisando las piezas y charlando. Cuando ya teníamos un buen montón de piezas verificadas las llevábamos a un horno que hacía que tu sudor sudara y que tus pelotas se convirtieran en mercurio. Era como el paso final para las piezas, cuando se entregaban al cliente.
Durante este proceso Juan me contó de todo. De hecho lo único que teníamos era tiempo para hablar. Me comentó que estaba divorciado, que le habían echado del curro anterior, que ahora estaba viviendo con su madre y que los viernes por la noche, cuando salía de la fábrica, se compraba unas Xibecas (botellas de un litro de la marca Xibeca muy populares en Cataluña) y se quedaba en su cuarto de adolescente fumando porros y bebiendo litronas. Esa era su vida a los 45 años, supongo que podía ser mucho peor. Cada viernes lo mismo “¿Qué vas a hacer hoy, Pol? ¿A bailar en una discoteca? Yo me pillaré unas Xibecas y me fumaré unos porros en casa. A mi madre le molesta pero qué le vamos a hacer”. Claro que sí. Muchas veces, cuando yo me largaba a coger el metro, veía como se dirigía a una gasolinera que había ahí al lado del taller y entraba al supermercado de 24 horas para pillarse sus litronas, para pillarse su merecida fiesta.
Yo no le contaba demasiadas cosas pero le dije que hacía un fanzine llamado Chuck Norris y el tipo me dijo que le trajera unos números, que me los compraba. Como no, decidí regalárselos y al tipo le fliparon y desde entonces les decía a todos los de la fábrica que tenía una revista de puta madre y que era un “artista”. Dios le bendiga. Era un tipo genial, tenía unos extraños bultos en el cuello y me dijo que no pensaba ir al médico a que se los mirara, que tenía por todo el cuerpo y que ya le daba igual. Vivir dentro de la cabeza de ese tipo debía ser algo realmente complicado. Recuerdo que una vez me contó que en su antiguo curro tenía un jefe muy hijo de puta y que un día un compañero no puedo aguantar más y le pegó una hostia en la cara, delante de todo el mundo. Evidentemente echaron al tipo pero al jefe se le quedó ese estigma para siempre. Eso hacíamos, mirar piezas y charlar, con nuestras latas de Coca-Cola al lado. Sorbo, historia, metal. Sorbo, historia, metal.
A los pocos días se nos juntó un chaval que entró un poco antes que yo. Era rubio (teñido), típico tío con chandal con los pantalones abiertos por debajo y pelo cenicero. Era como Dolph Lundgren en Red Scorpion pero más delgado y, bueno, español. Tenía una cara violenta pero era un tipo tranquilo. El tipo decía que cada noche se iba a la playa de Ocata a fumarse unos porros y que una vez se folló a un par de tías tumbado en una tumbona. Cierto o no, Juan y yo asentíamos y le decíamos cosas como “Joder tío, eres un jefe”. El tío se ponía contento y nos seguía contando historias —inventadas o no— de logros sexuales, a su entender, dignas de mención. El caso es que éramos como los tres pillos, ahí charlando y bebiendo Coca-Cola. Creo que éramos los que menos currábamos en toda la fábrica y muy probablemente en todo Barcelona. 1.400 euros que me llevaba yo a final de mes. Ese sitio era la polla.
Finalmente descubrí que a mis compañeros (al Juan y al Lundgren) les habían contratado como “verificadores de calidad” o algo así y que cobraban mucho menos que yo, que era, supuestamente, “peón operador de prensa automática”. Así me lo hicieron saber los tipos de recursos humanos y me dijeron que podía seguir currando pero que, como no estaba haciendo de peón operador de prensa automática, tendrían que cambiarme el contrato de trabajo, uno con un sueldo inferior. Como eso sucedió a finales de verano les dije que no hacía falta, que con el cambio de contrato aprovechaba y me largaba, que en septiembre empezaba de nuevo en la universidad.
Bajé al almacén y les dije a mis dos compañeros que esa misma semana me largaba. No creo que les afectase demasiado la noticia. Seguramente pensaron que el universitario ya había terminado su temporada de caza de dinero durante el verano, su turismo pagado por los bajos fondos de la Verneda industrial y que ahora volvería a las altas esferas universitarias. Vi en sus ojos la idea de encontrarse a sí mismos encerrados en una situación sin fin, de piezas y piezas infinitas que no terminaban nunca de generarse. Verificando eternamente; sorbo, historia y metal.
Cerré por última vez la taquilla de “El Duende” y me largué. Había acumulado el dinero suficiente como para seguir tirando unos meses más mientras estudiaba. Años más tarde me encontraría ensayando con mi grupo de música en unos locales que hay justo a la salida del metro de la Verneda, a escasos metros de BALLPER S.A. Muchas veces recuerdo esos días y me viene a la cabeza lo último que me dijo Juan, cuando en los vestuarios —mientras me sacaba esos pantalones azules por última vez— se me acercó y me dijo “¿Sabes la historia esa del tipo de mi curro anterior que pegó a nuestro jefe?”. Asentí. “Pues fui yo. El tipo que le pegó fui yo”. Y entonces, de algún modo, en ese momento todo cobró sentido.