Así sería España si no existiesen los fines de semana ni los festivos

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Coged lo que más os importe en esta vida. No sé, una persona, un cuadro o la posibilidad de defecar. Coged esto y destruidlo, convertidlo en inalcanzable. Lanzadlo al fuego, tiradlo a los leones. Bien. Ahora intentad vivid sin esta cosa. Adelante.

Más o menos este panorama es el que me imagino si ahora viniera alguien y me dijera que bueno, que una peña del Gobierno ha decidido por completa unanimidad que se han acabado los fines de semana, que “ahora se trabaja siempre”. Imaginad esta situación, trabajar SIEMPRE. Que llegue el viernes y que este sea otro día de mierda porque aún quedan dos días de trabajo para que termine la semana, cosa que será totalmente irrelevante, ya que el lunes habrá que volver a currar. Bienvenidos a la imposibilidad del ocio.

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Está claro que en este infierno de sociedad española que vivimos hay mucha gente que ya está bordeando esta realidad para poder sobrevivir, como algunos autónomos o las personas migradas que curran sin contrato de trabajo. Pero yo me refiero a tener un imperativo legal, la obligación vertida desde el estado de trabajar siempre, un panorama en el que nuestro cerebro llegaría a anular el concepto de semanas.

Al no haber esa pausa entre días laborables, la vida se convertiría en una sucesión infinita de jornadas de trabajo, la idea de bucle (semanas, meses, años) desaparecería —o bueno, sería un loop eterno de un lunes— y la vida se convertiría en una larguísima autopista hacia el ataúd.

Cómo sería España si no existieran los fines de semana, ¿se mataría la gente? ¿La economía se iría a la mierda? ¿Saldríamos de la crisis? ¿La gente sería tremendamente feliz? ¿Se legalizaría el matrimonio entre un humano y su coche?


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A estas alturas, ya deberíamos saber que el fin de semana no es un regalo celestial que nos otorgan los empresarios de forma altruista, ellos saben que este descanso mínimo es, de hecho, lo que hace que este sistema se aguante y siga funcionando. Si estuviéramos obligados a trabajar 24/7 es probable que este mundo ya estuviera completamente destruido por culpa de un alzamiento popular exageradamente violento contra las élites.

Aparte de este control social, el fin de semana es también ese espacio de tiempo que utilizan los ciudadanos para consolidar su felicidad mediante el consumo irreverente de bienes o actividades, de todo eso que se le ha obligado a desear mediante campañas de comunicación.

“Si estuviéramos obligados a trabajar 24/7 es probable que este mundo ya estuviera completamente destruido por culpa de un alzamiento popular exageradamente violento con las élites”

Intentando crear una imagen mental de esta distopía, le pregunté al psicólogo Carlos Salas Merino si, dado el caso de suprimirse los fines de semana, nos acostumbraríamos o si, por lo contrario, nos pegaríamos un tiro en la cara a la primera de cambio. “Acostumbrarnos nos acostumbraríamos, porque a casi todo se puede acostumbrar uno, otra cosa son los efectos nocivos que podría tener la carga de trabajo: problemáticas relacionadas con estrés, depresión, ansiedad, irritabilidad y desgaste físico. El cuerpo y la mente necesitan descanso, y cada uno un tipo de descanso. Así, el cuerpo necesita siesta, sofá, Netflix (todo esto es descanso pasivo) y la mente salir con amigos, yoga y Reddit (descanso activo y estimulante). Sin estos descansos, como he dicho, estaríamos más tristes y nos encontraríamos peor, pero no nos pegaríamos un tiro, sobreviviríamos pero con una calidad de vida muchísimo peor”.

Se me hace extraño pensar en una vida en la que no existe ese elixir que vemos acercarse al final de la semana y que nos insufla felicidad con su proximidad. Ese respiro que hace posible que aceptemos pasarnos más de media vida trabajando. “Si siempre hubiéramos vivido así nuestro cerebro sería más torpe y estaríamos más tristes, pero no por el hecho de no tener a la vista el fin de semana, sino por el desgaste. La idea de ocio desaparecería como no ha estado presente hasta el siglo XX. Tendríamos una estructura cognitiva muy parecida a la de un mozo de cuadras de la corte de Carlos III, solo pensaríamos en trabajar, comer, dormir (acompañados) y volver a trabajar”.

Salas también piensa que si ahora se implantaran este sistema sería muy probable que la gente se sublevase contra sus gobiernos. “Fíjate que las grandes religiones actuales (islam, judaísmo y cristianismo) prohíben trabajar un día a la semana desde que existen, así que las sociedades se han dado cuenta desde tiempos inmemoriales de que hace falta el descanso”.

“Si llevases trabajando 40 semanas seguidas sin ningún día libre no creo que empezases a pensar en proyectos nuevos e interesantes al llegar a la oficina. Es que casi ni pensarías, solo pensarías en el trabajo que tienes que hacer”

Un descanso que también es necesario para mantener la economía de un país. Ivan Comerma, economista e inversor en Systema Capital, piensa que la decisión de implantar este nuevo horario de trabajo eterno afectaría de manera distinta a las clases pudientes que a las clases obreras. “A corto plazo, las clases obreras tendrían una renta más alta pero un déficit de tiempo para consumir, con lo cual es previsible que consumieran menos. Las clases pudientes, para que todo se mantuviera en equilibrio, deberían ser capaces de compensar esa falta de consumo lo cual sería difícil pues es un grupo de consumidores con poca capacidad de incrementar los bienes o servicios que ya consumen. Ambas clases consumirían productos más caros, pero no necesariamente más productos, con lo que la cesta de la compra empezaría a cambiar drásticamente, y los precios (en general) subirían. El consumo eléctrico y energético también empezaría a aumentar”.

“De manera casi inmediata se empezarían a generar stocks y excesos de capacidad en algunos sectores de la economía (ocio, electrónica, cultura, restauración, viajes) mientras que en otros se generaría cuellos de botella (asistencia en el hogar, guarderías, transporte, sanidad, seguridad)”, comenta el economista.

En este mundo del trabajo eterno la poca ilusión que tendrían las personas no estaría ligada a una idea de tiempo libre. Puede que encontrásemos la felicidad en otros elementos como, no sé, el éxito laboral o la adquisición de productos que facilitasen el desarrollo de nuestro trabajo.

“En realidad, cuando el trabajo nos absorbe tanto y estamos más cansados, nuestro cerebro empieza a ahorrar energías y reduce sus capacidades. Al no tener actividades de disfrute nos empobrecemos y dejamos de pensar tanto. Si llevases trabajando 40 semanas seguidas sin ningún día libre no creo que empezases a pensar en proyectos nuevos e interesantes al llegar a la oficina. Es que casi ni pensarías, solo pensarías en el trabajo que tienes que hacer. El cerebro dejaría de hacer procesos más complejos como la imaginación o el razonamiento y ya solo pensaría en funcionar, en si te gusta algo o no te gusta y en morder a alguien si te coge una patata del plato”. En fin, llegaría un momento en el que “el trabajo sería la vida y la vida el trabajo, lo daríamos tanto por hecho que sería imposible separar los dos conceptos”, concluye Salas.

“Volver al campo y evitar las empresas y las ciudades. La migración sería al revés (de la ciudad al capo) y de alguna manera, volveríamos atrás”

Parece absolutamente terrible imaginar un mundo en el que solo te codearías con tus compañeros de trabajo, en el que cualquier atisbo de vida fuera de estos lindes sería casi imposible de consolidar. Familias y amistades completamente destruidas.

Comerma piensa que “habría también un gran impacto en el derecho de reunión de las familias. La ruptura de la sociedad como grupo (que ya no es capaz de reunirse fuera de las horas de trabajo) tendría un serio impacto en los derechos sociales y por tanto en la forma como nuestros políticos nos gobiernan. De hecho me gustaría recordar que en los años 30, la URSS abolió durante 10 años los fines de semana con consecuencias nefastas. Sin duda sería una manera efectiva de controlar a la población”.

En España, concretamente, al menguar los días libres de los ciudadanos, una de las primeras industrias que se vería afectada sería la del turismo, la hostelería y el ocio. España es uno de los líderes mundiales en esos sectores y por tanto el impacto de estas medidas en la economía española sería severísimo.

Según el economista, “la economía española, fuertemente endeudada tanto en lo público como en lo privado, sería incapaz de reestructurarse y el colapso de las finanzas públicas pasaría a ser una opción. Las finanzas privadas tampoco se salvarían, con el mayor desempleo, caída de las expectativas y mayor inflación, la morosidad se dispararía, la circulación del dinero caería y sería previsible que los tipos de interés efectivos de la economía, tuvieran que subir. El sistema financiero y la banca encontraría graves problemas que también pondrían en peligro su subsistencia”.

Según Comerma, en una sociedad organizada con este modelo se empezarían a generar caídas de precios en algunos sectores y productos (de menor valor añadido) y subidas de precios en otros (mucho más estratégicos). Pasaría algo similar con los sueldos de los trabajadores: despidos y precariedad en los sectores menos cualificados y todo lo contrario en sectores estratégicos (poco intensivos en personal y muy intensivos en capital). Eso elevaría la brecha entre los trabajadores y las clases pudientes propietarias del capital. Pocos se forrarían, pero los que lo hicieran, lo harían de verdad.

“La capacidad para manejar nuestros propios horarios también previene estados depresivos, de forma que si pudiésemos organizar nuestro horario puede que no nos hiciera falta el fin de semana”

“A largo plazo, esta combinación de aumento del desempleo y aumento del coste de bienes estratégicos, haría que la renta disponible de las familias (y por tanto el PIB) cayese. El estado de ánimo de la población estaría por los suelos y las expectativas de los jóvenes serían lamentables”, comenta Comerma. La única forma de escapar de esta esclavitud sería “volver al campo y evitar las empresas y las ciudades. La migración sería al revés (de la ciudad al capo) y de alguna manera, volveríamos atrás”, comenta el economista.

Carlos Salas me recuerda que “trabajar también es bueno: nos hace sentirnos más válidos, nos permite crear proyectos y nos mantiene activos, pero en un grado adecuado. Estudios científicos actuales sugieren que ocho horas de trabajo semanales permiten un grado de bienestar óptimo, pero no tienen por qué ser en un solo día. De hecho, la capacidad para manejar nuestros propios horarios también previene estados depresivos, de forma que si pudiésemos organizar nuestro horario puede que no nos hiciera falta el fin de semana. Pero claro, eso solo sería efectivo si tuviésemos un trabajo de 40 horas semanales o menos, si trabajásemos 56 horas a la semana esta estrategia no funcionaría”.

Comerma piensa que “es posible que la solución no esté en trabajar más, si no en trabajar menos. De esta forma lograríamos mejorar el medio ambiente, la gente sería más feliz, habría un consumo más responsable, más creatividad y tendríamos una forma de entender el ocio y de desconectar menos atropellada. Lo que queda claro es que el número de días (no horas) de vacaciones para los ciudadanos es crucial para cualquier economía desarrollada”.

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