Traté de vivir una semana con el salario mínimo mexicano

I

Soy un llorón. Fue lo primero que vino a mi mente mientras llevaba a la boca una cuchara con arroz, frijoles e hígado de cerdo frito. Estaba al final del cuarto día de un experimento que consistía en vivir una semana con el sueldo mínimo que se paga en México. Apenas había dejado de comer medio día y estaba casi llorando. Me sentía avergonzado.

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Unos días antes, intenté crear las condiciones en las que vive el 15 por ciento de la población económicamente activa del país. En México el sueldo mínimo general era de 73.04 pesos por jornada laboral al momento de este experimento. La Comisión Nacional de Salarios Mínimos (CONASAMI), además contempla 59 profesiones, cada una con una percepción mínima. Por ejemplo, el sueldo mínimo de un albañil es de 106.49 pesos por día, o el de un fotógrafo de prensa de 218.87.

Necesitaba primero un trabajo que me pagara 511.28 pesos para siete días, el sueldo mínimo general. Trate de ser obrero en una fábrica de alimentos en Ecatepec, pero nadie quería a un trabajador por una semana; intenté ser mesero de bar, pero ganaría más de un sueldo mínimo con las propinas. Lo ideal hubiera sido irme a la zona rural del Estado de México a cuidar vacas y borregos o convertirme en jornalero, pero no podía ausentarme tanto porque unas semanas antes había nacido mi bebé y debía cuidarlo por las tardes. Me di cuenta que podía hacer ese trabajo: cuidar a un niño y hacer labores de la casa, como lo hacen las 2.4 millones de mujeres que se dedican al trabajo doméstico remunerado. Hablé con la madre de mi hijo y ella me contrató por una semana.


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Tocaba encontrar un lugar para vivir. Busqué algún departamento o recámara que pudiera pagar por día. Y encontré muchas en la zona de la Lagunilla, en la colonia Agrícola Oriental, en Iztapalapa, en la colonia del Mar en Tláhuac, en el Pedregal de Santo Domingo, en fin, todas ellas colonias populares. Sin embargo, debía desembolsar en promedio 100 pesos por día y eso rebasaba por mucho mi presupuesto. Busqué en el Estado de México, ahí es más barata la renta. Uno puede alquilar una casa dúplex en una unidad de interés social en mil pesos al mes en Zumpango, casi llegando al Estado de Hidalgo, o un departamento en Chimalhuacán, uno de los municipios con mayor índice de delincuencia. Sin tránsito vehicular haría poco más de una hora y media de camino hasta el Centro Histórico de la Ciudad de México, donde cuidaría del bebé. Debía encontrar algo más cercano. La ciudad y su Zona Metropolitana no se distinguen por su movilidad y esa hora y media se puede convertir fácilmente en dos o dos horas y media.

En mi búsqueda encontré que en Ecatepec las rentas van desde los mil 500 pesos. El municipio es el más poblado del país y, hay que mencionarlo, cuenta con altos números en delincuencia y feminicidios.

Rosario, así la llamaremos, es hermana de una amiga mía y vive en una de las colonias creadas hace 20 años con viviendas de interés social, muy cercanas a la Casa de Morelos, tal vez el único sitio turístico con el que cuenta este municipio. Tenía que negociar con ella. El alquiler completo por siete días costaba 350 pesos. No podía dar tal cantidad porque aún tenía que comprar comida, apartar dinero para mis pasajes y descontar la manutención del bebé. Luego de explicarle el experimento aceptó que compartiéramos la renta. Pagar 175 pesos fue mucho mejor.

También compartimos los gastos en servicios. Los básicos: luz, agua y gas. De los dos primeros el recibo le llega cada dos meses y un tanque de gas de 30 kilos le dura en promedio tres meses. Revisamos el último pago de cada servicio, lo dividimos entre 60 y 90 días, respectivamente y después a la mitad. De luz pagué 7.81 pesos, de agua 3.96 y de gas 30.52.

Lo siguiente fue destinar una cantidad a la pensión alimenticia del bebé. Regularmente un juez destina del 30 al 50 por ciento del salario percibido, así que yo tenía que dar 153.38 pesos. Hablé de nuevo con la madre de mi hijo y acordamos una pensión de 100 pesos. De esa forma podía destinar una parte a comida y transporte.

Aún no iniciaba el experimento y ya no era dueño de más del 60 por ciento del dinero. Me sentí agobiado. Debía distribuir bien el resto. Para transportarme, mi sobrino me prestó su tarjeta del Mexibús —el metrobús del Estado de México— , así que sólo tuve que meterle crédito. Yo cuento con mi tarjeta del metro así que con eso me ahorré 26 pesos en plásticos (la primera cuesta 16 y la segunda 10). Además la del metro tenía 60 pesos, suficiente para la semana, pues en cada uso hay que desembolsar 5 pesos. Esa fue la única trampa que hice. A la del Mexibús le metería 84 pesos, es decir, 12 pesos por día, lo que necesitaba para hacer el viaje de ida y vuelta del Puente de Fierro a la estación Ciudad Azteca del metro.

El resto lo ocupé en comida. Hice una lista y fui al mercado de La Lagunilla. Compré medio kilo de arroz en ocho pesos, medio kilo de frijol en 10, un kilo de tortillas en 10, medio kilo de zanahorias en cinco, medio kilo de huevo (siete piezas que adquirí en la tienda cercana a la casa de Rosario) en 13, dos cebollas en cinco pesos, una cabeza de ajo en cinco, un pepino en 10, cuatro salchichas en 10 pesos, un cuarto de hígado de cerdo (tres bisteces) en 12 pesos, cinco naranjas por siete pesos y un sobre de café en 10. Después en la panadería compré cinco bolillos por 10 pesos. No compre agua; tomaría de la llave y la herviría.

La distribución del dinero quedó de la siguiente forma:

Renta: 170.

Gastos de casa (luz, agua, gas): 42. 29.

Pensión alimenticia: 100.

Transporte: 84.

Comida: 115.

Sobraban 25.61, que en realidad eran 25.50 en efectivo. Cuando miré el dinero me pregunté qué hacer con él. Pensé en comprar 20 pesos de crédito para el celular, pero decidí guardarlos para una cerveza al final de la semana. Reí un poco con ironía ¿de qué me iban a servir 25 pesos? Sentí angustia.

“El salario mínimo deberá ser suficiente para satisfacer los requerimientos normales de un jefe de familia en el orden material, social y cultural y proveer educación obligatoria de los hijos”, así lo dicen el Artículo 123 de la Constitución Política de México y el Artículo 90 de la Ley Federal del Trabajo. El asunto es que a mí no me quedaba dinero para comprar ropa nueva. Tal vez con esos 25 pesos podría pagar una playera y un pantalón en la calle de Tenochtitlán, en Tepito, donde venden la ropa usada, pero no más. Ni de chiste pensaba en pagar internet para cubrir una parte del aspecto cultural.

Hice la maleta. Además del que traía puesto, guardé dos pantalones de mezclilla, playeras, calzoncillos, calcetines, algo de ropa deportiva para correr en la mañanas. En fin, lo que vestiría esa semana. Por supuesto iban mis tenis, los que calzaba en ese momento y los de running. No podría pagar con el sueldo mínimo un teléfono inteligente, así que tomé un celular básico. No tenía dinero para comprar tiempo aire, pero podía recibir llamadas y enviar mensajes.

Empaqué también la comida. Dejé en casa la tarjeta bancaria para evitar tentaciones y partí.

II

En Ecatepec Rosario me invitó a cenar. Accedí porque el resto de la semana no aceptaría nada. Debía sobrevivir con lo que había comprado como si viviera solo. No tenía una habitación como tal. La casa sólo tiene dos recámaras: en una duerme ella y en la otra sus hijos adolescentes. Un sillón de la sala sería mi cama. Todas las mañanas debía doblar las dos cobijas que me prestó y guardarlas en el closet debajo de las escaleras.

Fui a la tienda y compré medio kilo de huevo. Al salir del local miré mi reflejo en la ventana de un auto. Pensé en la analogía de esa imagen. Según la Encuesta Nacional de Empleo casi ocho millones de personas tienen que vivir así: con los huevos en la mano.

Cuando desempaqué mis cosas me di cuenta que no compré jabón para baño, champú ni pasta de dientes. Tenía 25 pesos y sólo podía adquirir una de esas tres cosas. Debía buscar otra solución. Salí al patio para respirar un poco. En el lavadero vi los restos del jabón Zote que usa Rosario para lavar ciertas prendas. Recogí dos tejas. Con ellas lavaría mi cuerpo y el cabello. Igual podría lavarme los dientes con el jabón, pero el sabor para nada es agradable. Recordé una receta de mi abuelita: quemar una tortilla y con las cenizas cepillar los dientes. Llevaba un kilo de tortillas; el problema estaba resuelto.

Tumbado en el sillón no dejaba de pensar. Mi horario de trabajo era de 12 del día a ocho de la noche. Muy bueno en apariencia. Debía salir por ahí de las 10:15 para llegar, sin prisa, antes de las 12 al Centro. Podría despertar a las 8 de la mañana para bañarme, desayunar e irme. Recordé entonces que debía cocinar mi comida para toda la semana. Tendría que levantarme más temprano.

A las 6:30 de la mañana saqué la olla de presión para hacer los frijoles, una cacerola de peltre para el arroz y un sartén para freír el hígado con cebolla. En medio de la cocinada observé que me faltaban ingredientes: no compré ni sal ni aceite. Rosario bajó en ese momento. Entró a la cocina y aspiro el aroma. De nuevo quise negociar. Ofrecí la mitad de lo olla de frijoles por un poco de aceite y sal.

“No seas mamón”, me dijo frunciendo el ceño, “ni que fueras a utilizar media botella de aceite. Ocúpalo, es cortesía de la casa”. Me sentí ridículo. No dije nada sobre hervir agua para beberla porque iba a resultar lo mismo. Tampoco mencioné que me bañaría con jabón Zote o mi pasta de dientes de carbón de tortilla.

III

Para desayunar preparo un huevo revuelto con cebolla y una salchicha. Me caliento tres tortillas y tomo agua. Así es toda semana, sólo cambia la forma de preparar el huevo (estrellado o duro o revuelto con trozos de tortillas sofritas). Aunque tengo naranjas prefiero llevarme una diaria para comerla antes o después de la comida. Todo depende del hambre. Me percato que olvidé comprar chile. En casa de Rosario nadie lo come, ni siquiera hay salsa valentina. Ella me presta algunos recipientes para guardar la comida que preparé. Me da unos botes que atesoraron un kilo o medio kilo de yogurt o crema. Los tres más chicos los ocupo para transportar mi comida. En uno pongo arroz y medio bistec de hígado, en otro frijoles y en el último algo de zanahorias cortadas y rodajas de pepino. En una bolsa de plástico me llevo tres tortillas. La naranja suelta. No tengo lonchera así que hago un paquete en una bolsa de plástico, de esas que dan en el supermercado, para evitar que manchen el interior de mi morral por si se derrama algo.


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Salgo de la casa a las 10:10 de la mañana para prevenir cualquier contratiempo. No es la primera vez que vivo en Ecatepec. Aquí los horarios son importantes. Si uno sale cinco minutos tarde, la hora y media de camino en casos extremos se duplica. Durante esa semana cuatro veces tuve que estar en el Centro antes de las 9 de la mañana: el martes tocaba la clase de estimulación temprana del bebé, el miércoles yo tuve cita con el médico, el jueves era día de pediatra y el viernes un incidente en casa de Rosario me obligó a irme temprano. Debía salir a las 6:50 de la mañana. Aunque eso implicara estar 40 minutos antes en mi destino.

La estación del Mexibús Puente de Fierro está a un kilómetro de la casa, distancia que debo caminar para no pagar ocho pesos a un pesero que me deje ahí. Me acerco a la máquina para recargar la tarjeta pero me dice que no es válida. La retiro, la vuelvo a colocar y lo mismo. “Tienes que comprar otra”, me comenta el señor que está detrás mío. “¿La bloqueó?”, le pregunto. “Es que esa nomás te sirve para la línea que va a Ciudad Azteca”.

Creí que los transbordos no se cobraban, como en el Metrobús de la Ciudad de México. Traigo los 84 pesos que suponía gastaría en pasajes. La tarjeta me cuesta 16 pesos y debo recargarla con seis más para cada viaje. Necesito meterle por lo menos 60 pesos, para hacer diez viajes. No va a funcionar porque debo cargar la misma cantidad en la tarjeta de la otra línea. Aun destinando los 25.50 que aparté para cerveza me faltarían 15 pesos. Siento algo raro en mi cuerpo, es una sensación que me golpea desde la cabeza. Es ansiedad. No tomé el pesero al metro Indios Verdes porque cada viaje cuesta 13 pesos y resulta que en el Mexibús es casi igual. Se supone que es un transporte incluyente, sobre todo en lo económico, pero no es así. En las cuatro líneas hay que adquirir una tarjeta porque cada una está concesionada a una empresa diferente. Trato de calmarme. Necesito pensar qué voy a hacer. El Mexibús permanece como la opción para mí. Aun con el doble pasaje pago un peso menos que en un pesero. Pido a una señora me pase con su tarjeta y yo le doy los seis pesos. Le agradezco que me ayude. Hago lo mismo el resto de la semana.

Tres estaciones después transbordo en Las Américas. Debo caminar sobre algunos puentes hasta llegar a la Línea 1, que me llevará al metro Ciudad Azteca. Recargo la tarjeta con 60 pesos y paso. Llevo media hora de camino y no he salido de Ecatepec. Cuando llego a la estación Ciudad Azteca me encuentro con un paradero bien organizado, con andenes y carriles para camiones y furgonetas de transporte público concesionado así como taxis. Antes de ingresar al metro camino por una plaza comercial. Es un complejo amable y funcional que conecta dos sistemas de transporte. Me pregunto por qué no es así en todo Ecatepec.

Ingreso al metro. Da igual la hora, siempre está lleno. En esa línea jamás pude subirme en el primer convoy que veía.

IV

Del trabajo no puedo decir mucho. Debía cuidar a un bebé que es mi hijo, así que tal vez esa parte del experimento no resultó. Además tenía que hacer labores de la casa: barrer y trapear el piso, lavar la ropa, los trastes y sacar al perro al llegar y al final del día.

Si bien la mamá de mi bebé y yo vivimos juntos, acordamos tener en el refrigeradoR y la despensa la comida suficiente para una persona durante esa semana: la de ella. Yo podía utilizar el microondas y tomar el agua que quisiera.

El miércoles olvidé mi bolsa con comida en casa de Rosario. Tenía cita con el médico y si llegaba tarde la perdería. Así que salí de prisa. La consulta no me costó porque soy usuario del Seguro Popular. Tenía una inflamación del tendón en el pie derecho. Me recetaron Diclofenaco para mejorar. En la farmacia de la clínica tenían el medicamento así que me ahorré tanto la consulta como la medicina. Por lo menos el sistema de salud público para quienes no tenemos seguridad social funciona. En una farmacia de medicamentos similares la consulta me hubiera costado 30 pesos y las grageas 37. No me alcanzaría.

Recuerdo muy bien que esa tarde mientras cuidaba al bebé y pensaba cómo conseguiría algo para comer me llegó un olor a cebolla, chile, tomate y carne. La vecina cocinaba unas acelgas con cerdo. Si bien mi desayuno de huevo, salchicha y tortilla no era malo, a las tres de la tarde ya tenía hambre. Recordé que en la calle de Ecuador, en la Lagunilla, hay un comedor comunitario apoyado por el gobierno de la ciudad. La comida ahí cuesta 10 pesos y sirven una sopa de pasta y algún guisado, como enchiladas o papas con jamón.


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Dudé en ir. Aún no resolvía el déficit de los 15 pesos para pasajes. Gastar 10 pesos más me pondría en problemas. No quería pedir prestado. El hambre es cabrona y provoca que uno encuentre soluciones: decidí vender uno de mis cómics a uno de los hijos de Rosario. Con esa esperanza en la mente metí al bebé en un fular, preparé la pañalera y me dirigí al comedor. Cuando llegué la comida se había terminado.

—¿Tampoco llegaste, carnal? —me dijo un sujeto de ropas raídas y un sombrero de palma sucio y roto que jalaba un carrito con periódico y cartón.

—No. Creí que terminaban más tarde.

—Aquí acaban bien rápido. Pinches hambreados —el sujeto ríe. Se burla de sí mismo. Yo también me río de mí. —Yo vine a ver si de pura cagada alcanzaba pero pos no. ¿A poco el bebé ya come? Diles que tiene hambre.

—No, es para mí. El se la lleva con leche.

Mientras hablábamos no dejaba de mirar su carga. En casa también teníamos una pila de periódico y revistas que queríamos tirar a la basura.

—¿Cuánto te dan por el kilo de papel?

—Un peso veinte.

—¿Y como cuánto vendes al día?

—No, no sale al día, es a la semana, unos 50 pesitos, más o menos. El cartón es aparte. A uno cincuenta.

Volví a casa con el estómago vacío pero con la idea de vender el papel y sacar de ahí el dinero que me faltaba. El regreso fue cruel. A lo largo del camino había puestos de gorditas y quesadillas, otro donde vendían pescados rebosados y tostadas de camarón; las papas fritas, los hotdogs de tres por 20, el puesto de carnitas. Vi como un sujeto dio una mordida enorme a una torta. En las comisuras de sus labios quedaron restos de la milanesa y grasa, también un poco de la harina de la telera. Para no sentir tanta hambre tomé mucha agua durante la tarde, pero eso no consiguió engañar al estómago

Ese mismo día por la noche me di cuenta que en el metro Zócalo se relaja la seguridad en los torniquetes. Entonces fingí pasar la tarjeta por el lector, jalé el rehilete de metal hacia mí para hacer un espacio y pasar por ahí sin pagar. En el trayecto quería comer todo lo que ofrecían en los vagones: amaranto, palanquetas, cacahuates, chicharrones con salsa. Vi hasta papas sabritas a dos por cinco. Pero no podía comer nada. No me alcanzaba. Cada que tomaba un asiento trataba de dormir para que se me olvidara que tenía hambre.

Cuando llegué a casa de Rosario abrí el refrigerador y miré mi bolsa de comida. Revolví todo en un sartén, esperé que se calentara un poco en la estufa y comí. Sabía tan bien. Mientras llevaba a la boca una cuchara con mi revoltijo de arroz, frijoles e hígado de cerdo frito no pude evitar reprenderme. Apenas había dejado de comer medio día y estaba casi llorando. Me sentía avergonzado.

Al otro día, después de llevar al bebé al pediatra, vendí el papel. Sólo me dieron siete pesos.

V

Al cuatro día ya me sentía más cómodo en casa de Rosario. Supongo que ella y sus hijos también. Casi no nos veíamos porque prácticamente toda la semana salí poco antes de las siete de la mañana y llegaba después de las 10 de la noche. Pero hubo un incidente que tensó el ambiente. Todas las noches calentaba agua para diluir en ella un poco de café y acompañarlo con un bolillo. El jueves vi algunos trastes sucios y como agradecimiento me dispuse a lavarlos. Todo iba bien, ya casi terminaba la tarea cuando de mis manos enjabonadas resbaló la tapa de la olla de presión. El estruendo despertó a todos. Cuando levanté la tapa Rosario ya estaba en la cocina. El mango de baquelita del artefacto estaba roto. El rostro de la mujer se descompuso.

—Te lo pago —le dije con una mezcla de pena y angustia.

¿Cuánto podría costar la refacción? ¿100? ¿300 pesos? No importaba. No tenía dinero para saldar esa deuda.

—Quería hacer mole de olla mañana —la mujer en verdad estaba molesta.

—Dame chance, te lo pago la semana que viene.

Me di cuenta que estaba suplicando. Me encontraba en una situación de poder en la cual yo era el sujeto vulnerable. Descubrí el verdadero valor del dinero. No se trata de la capacidad de adquirir bienes y servicios si no de la seguridad que puede darte. Luego del incidente me acosté en el sillón. Me sentía mal. Era incertidumbre y zozobra. “Que pendejo soy”, me dije. Después recapacité. Recordé que era un experimento. No debía tomarme las cosas tan a pecho.

VI

Pasé sin pagar el metro de miércoles a sábado. Para tener el efectivo, jueves y viernes en la noche ofrecí a las personas que estaban formadas en la taquilla del metro Allende que yo los pasaba con mi tarjeta y que ellos me dieran los cinco pesos. La gente desconfiaba. Pasaron 30 minutos para que el primer sujeto aceptara mi oferta luego de explicarle que me faltaba dinero para el Mexibús. Lo mismo pasó el viernes. Después caminé hacia la estación Zócalo para ingresar al metro sin pagar. Con esos 10 pesos y los siete del periódico completé mis pasajes.

El jueves, mientras andaba de una estación a otra sentí ardor en la planta del pie izquierdo. Supuse que era una lesión, pero no me explicaba por qué. En toda la semana no corrí porque, para ser sinceros, no me atreví mientras viví en Ecatepec. Debía hacerlo o muy temprano, por ahí de las cinco de la mañana, o muy tarde, después de las 10 de la noche. El asunto es que sin luz es más fácil un asalto. En Ecatepec jamás me han asaltado, pero sí a mis hermanas y a mi sobrino, así que no se trata sólo de percepción. Apenas el ocho por ciento de la víctimas de un delito se atreve a denunciar, el resto se quedan calladas porque quieren evitar el mal trato de funcionarios y, sobre todo, porque tienen miedo a represalias.

Luego del incidente con la tapa de la olla de presión me fui a recostar al sillón. Supe que la molestia en la planta del pie era provocada por un agujero. Eran los que usaba casi a diario porque me gustaban mucho, pero no pensé que precisamente esa semana se fueran a acabar.

El sábado por la tarde, luego del trabajo —ese día sólo fui seis horas por la mañana— pasé a la calle de Tenochtitlán, en Tepito, a buscar unos tenis baratos. Ninguno de los zapatos usados bajaba de 20 pesos. Me metí después a una tienda Coppel, ahí se puede comprar ropa en abonos. Encontré unos a 219 pesos si los pagaba en efectivo o 274 si los liquidaba en 18 quincenas, o sea nueve meses. Me costarían 55 pesos más y tendría que guardar 7.61 pesos cada semana. La calidad del calzado no era muy buena: el plástico con el que están hechos no aguantarían el uso, se empezarían a romper de los costados a la altura del empeine. Lo sé porque alguna vez utilicé unos así. En seis o siete meses estarían rotos y faltarían tres meses para terminar de pagarlos. Sin embargo, si metía menos dinero a la comida, tal vez dejando de comer pepino o zanahoria, podría adquirirlos. Recordé el reporte que el año pasado emitió el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) donde aseguraba que los pobres son opción de negocio.

El domingo por la mañana ya no tenía dinero. La cerveza que pensaba tomar quedó en proyecto. Salí a caminar un poco. Llegué a plaza Las Américas. Me metí a Sanborns a leer los encabezados de periódicos y alguna revista. Leí en la columna de Enrique Campos Suárez que el sindicato patronal, la COPARMEX, proponía aumentar el salario mínimo a 89.30 pesos. Tampoco me alcanzaría pero si podría comprar la otra tarjeta de Mexibús que me falta.

Después recorrí el centro comercial, entré a una tiende a ver los tenis, a otra a probarme ropa, a ver la cartelera del cine, a mirar a la gente que hacía lo mismo que yo.

Por la tarde Rosario me llevó en su auto al metro Indios Verdes. Ya no estaba enojada y aceptó que le llevara el mago de la tapa de la olla de presión en dos días, hasta me ofreció un boleto del metro que tenía por ahí arrumbado. Lo tomé. Cuando llegué a casa sentí que regresaba de un largo viaje. Esa noche tuve una cena sencilla pero muy significativa. Jamás había apreciado tanto el valor que tienen un sándwich de crema de cacahuate y un vaso con leche.

VII

Al final el ejercicio tuvo fallas. Una semana no es suficiente para entrar de lleno a la dinámica de una persona que gana el salario mínimo y el trabajo que tuve en realidad no fue tal. Me faltó enfrentarme al gasto de los utensilios para lavar ropa, a endeudarme para comprar tiempo aire para el celular o simplemente pedir prestado dinero a alguien. ¿Qué pasaría si me retrasaran el pago?, ¿si me asaltaran y me quitaran la semana?, ¿si me corrieran del trabajo?

Me gustaría repetirlo. Para eso por lo menos necesito tres meses viviendo y trabajando en el Estado de México, Chiapas o Puebla, los tres estados donde vive más gente con el salario mínimo.

El primero de diciembre la CONASAMI dio a conocer que aumentará siete pesos el salario mínimo a partir del primero de enero de 2017. Para esta dependencia 80.04 pesos son suficientes para los gastos diarios. Ojalá un día alguno de esos cabrones se atreva a vivir con esa cantidad.

@MemoMan

@CronicasAsfalto