En Tumaco, Nariño, los taxistas no van a todos lados. “Allá no voy”, dicen. “Yo allá no me meto”. “Allá”, esos lugares vedados, son los barrios del sur, los sectores más peligrosos de la cabecera municipal: Nuevo Milenio, Panamá, Viento Libre, Ciudad 2000. Muchos taxistas temen que si entran a estos barrios, pueden perder el carro o la moto. Saben que si se resisten al atraco, pueden perder la vida.
Mary vive en el barrio Panamá. Dice que entre mediados de enero y febrero se ha vivido cierta calma a comparación del comienzo de año. Cuenta que durante las primeras semanas de enero, el régimen en las calles fue marcial: toque de queda a partir de las ocho de la noche, luces de carros y motos en bajo como santo y seña, retenes en cualquier esquina, interrogatorios: para dónde va, en qué casa vive, cuál es su apellido. Quien rompía las reglas se exponía a un balazo, dice.
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Su voz apenas supera la bulla de los niños que corretean por el salón. Todos son estudiantes de la escuelita de manualidades del barrio, uno de los tres espacios de educación extracurricular que la Diócesis de Tumaco abrió en los barrios más pobres de la cabecera con apoyo del Consejo Noruego para Refugiados. Mary es una de las voluntarias encargadas de las clases de teatro, danza, arte, refuerzo escolar y lo que la diócesis llama valores cristianos y comunitarios. Una de sus colegas resume el propósito: “Esta escuela es la esperanza de poder robarle niños a la violencia”.
Violencia es lo que ha habido. En 2012 las Farc se enfrentaron a la organización criminal Los Rastrojos y se hicieron con el control del municipio. Cuando firmaron los acuerdos, dejaron atrás a los milicianos de los barrios, los llamaron el “ripio” y decidieron que no encajaban en sus planes políticos. Entre ellos hubo al menos 128 jóvenes que se desmovilizaron en un proceso liderado por la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR).
El rechazo de las Farc, la violencia de sus barrios y la falta de alternativas surtieron su efecto. Los jóvenes formaron grupos, se atrincheraron en sus calles y ahora se disputan los barrios pobres del segundo puerto del pacífico, el municipio con más hectáreas de coca del país. En 2017 hubo 222 homicidios, 70 más que en el año anterior. Sólo entre el 29 de diciembre y el 3 de enero de 2018 hubo 14.
Entre octubre del 2017 y enero del 2018, el control de las bandas en en los barrios Ciudad Dos Mil, Nuevo Milenio, Viento Libre y la Ciudadela fue tan violento que las familias tuvieron que abandonar sus casas. El desplazamiento no fue hacia otras regiones sino de un barrio a otro. Anny Castillo, personera municipal, dice que hubo personas de estos barrios que abandonaban sus casas durante el día y regresaban sólo hasta la noche, justo antes del inicio del toque de queda. Otras familias dejaban sus barrios y buscaban refugio en casa de familiares en otros lugares de la cabecera. Según la coordinación de asuntos humanitarios de las Naciones Unidas, 1.500 personas fueron víctimas de ese desplazamiento interurbano. La respuesta del gobierno de Juan Manuel Santos fue la operación ‘Atlas’. En la cabecera municipal, la Policía aumentó su pie de fuerza con 3.000 agentes dirigidos al casco urbano y a las zonas rurales.
En el barrio Panamá, al final de una calle, hay un mural con niños pintados que se toman las manos alrededor del mundo y que dice: “Elijamos la paz. Está junto a la escuela y cerca del río Rosario. Entre el mural y el río, un pasacalle cuelga de dos postes de luz.
“¡DON YE EL VERDADERO SOLDADO DE LOS PUEBLOS!”
Yeison Segura Mina, Don Ye, era parte del frente Daniel Aldana, autoridad de las rutas cocaleras del municipio entre 2013 y la firma del acuerdo de paz en agosto de 2016. Cuando el frente se concentró en la zona veredal de La Playa, Segura reunió a un combo de exmilicianos y otros hombres del municipio. El grupo armado se hizo llamar la Gente del Orden y ejerció control en barrios de la cabecera y rutas cocaleras de municipios cercanos como Pizarro y Barbacoas. Según una nota de La Silla Vacía Don Ye cometió al menos once homicidios y aterrorizó a los tumaqueños. A mediados de noviembre del 2016 murió ejecutado por sus propios excamaradas.
Su hermano, Víctor David Segura, heredó el control del grupo, ahora llamado Guerrillas Unidas del Pacífico. Alias David está en guerra con otro grupo de milicianos a quienes culpa por la muerte de Don Ye. Dos de ellos, Yofer “El Tigre” Guzmán y Róbinson “El Pollo” Araujo, fueron capturados por la Policía en el centro de Tumaco a finales de enero de 2018. A pesar de los arrestos, la guerra urbana sigue y, justo en el medio, está el padre.
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El padre Daniel Zarantonello sabe de fronteras. Ha visto cómo se reacomodan en su parroquia desde que llegó hace seis años. En Venecia conoció la congregación de los combonianos, misioneros italianos que trabajan en comunidades afro. Abandonó las aguas de su ciudad natal y fue a parar a las de Tumaco. “Dios está aquí y es negro”, escribió. “No conocía la idiosincrasia del pueblo negro, no sabía que me pedía vivir en una situación de guerra, tampoco había vivido nunca en una estructura religiosa (…) tan cercana a la vida y a la muerte (…).
Recién instalado en su parroquia, empezó a hacer procesiones, cosa inusitada en su tierra. En ellas encontró un pretexto para que los vecinos, por un par de horas, cruzaran las fronteras del conflicto hacia los barrios vedados. Luego hubo un periodo en que el dominio de la guerrilla fue tan completo que las fronteras invisibles desaparecieron. Ahora, en tiempos de posconflicto con las antiguas Farc, y bajo una guerra de disidencias, los límites mantienen a los vecinos encerrados en los barrios o expulsados de ellos.
Viento Libre el barrio que rodea la iglesia del padre Daniel es territorio de ‘David’. A pocos pasos está el puente que conecta la isla con la porción continental de la cabecera. Allá mandan los enemigos de las Guerrillas Unidas del Pacífico. Los habitantes de los barrios viven en medio del enfrentamiento entre los dos grupos. Hay vecinos de la parte continental que no cruzan el puente ni para ir a misa. El padre cruza todas las fronteras. Él está a cargo de las escuelitas de la diócesis.
Va para la de Viento Libre. “Ayudamos a los niños a que se alfabeticen y a los padres a que entiendan la importancia de la educación”. Camina por el adoquinado húmedo de los callejones, sobre desagües llenos de basura, junto a casas mitad tablas de madera y mitad cemento de colores. Va lanzando saludos y bendiciones mientras pasa junto a los vecinos. “Mi sueño es no tener a nadie en la escuelita”, dice. El padre cree que mientras la educación pública de Tumaco no resuelva las necesidades de los niños, lo va a tener que hacer la diócesis.
Según el Dane, la cobertura educativa en Tumaco es del 48 %. El 95 % de los estudiantes de la cabecera municipal aprobaron la secundaria en 2015 pero invariablemente quedan en la cola de los puntajes de las pruebas educativas del Estado. “Hay estudiantes que salen de once con problemas de lecto escritura”, dice el padre por toda explicación.
Al igual que las calles, en los barrios más pobres de Tumaco los jóvenes están en disputa. Según el padre Daniel, los colegios reparten matrículas, pero no trabajan para mantener la asistencia. Las bandas les ofrecen sueldos de un millón de pesos, sumas que sus padres no podrían recoger en meses. El campanero, ese joven que recibe plata por empuñar un celular y alertar a los jefes de todos los movimientos del barrio, se ha convertido en una personificación del temor y el control. Cualquiera de los muchachos que pasan frente a la escuela puede ser un campanero; cada mirada, un registro.
Concentrar a las Farc en las zonas veredales fue como quitarle el velo al abandono de Tumaco. “La diferencia entre Farc y milicianos es que las Farc es de afuera”, dice el padre. “Los milicianos son de acá. Ellos no se van porque su casa está aquí. Si les dicen, ‘bueno, si quieres salirte del grupo yo te doy la posibilidad de cambiar de sitio’, ellos dicen, ‘me vas a dar otra casa, y a mi familia, ¿quién la protege? Yo aquí tengo cuñados, tíos, nietos’”.
El padre Daniel cree que un aumento de pie de fuerza en la región es una estrategia condenada. “El Estado tiene que cambiar de mentalidad. Han mandado tres mil hombres. Avión, helicópteros, motos, carros, sueldos. ¿Cuánta plata va ahí? Suficiente lo que han gastado para sacar a dos mil muchachos de las milicias. Pero siempre hay plata para el ejército y nunca hay plata para los muchachos”.
El Coronel José Luis Palomino, comandante de la Policía de Tumaco, dice que la violencia y los desplazamientos están bajo control y las calles bajo vigilancia constante. “Se generó un acompañamiento 24 horas de la Policía en el sector”, dice sobre Ciudad Dos Mil, Nuevo Milenio, Viento Libre y la Ciudadela. Remata con la prueba de la presencia policial: en los 34 días entre el la primera semana de enero y la segunda de febrero no hubo homicidios.
“La percepción es que hay un ambiente diferente del 3 de enero para acá”, dice el Coronel Palomino.
“Yo creo que hay una paz relativa por la presión de la fuerza pública”, dice Arnulfo Mina, vicario general de la Diócesis de Tumaco, quien, a su vez, asegura que el municipio es una bomba de tiempo.
El coronel celebra una calma conquistada, el padre la reconoce con reservas. En el barrio Panamá temen que la paz de estos días sea una espera de los hombres de David a que baje la marea de la operación ‘Atlas’. El conteo regresivo de esa bomba de tiempo de la que habla el padre Daniel está llegando a su fin.
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En la noche del viernes siete de febrero hay concierto del Carnaval del Fuego, la celebración más importante de Tumaco. En la cancha San Judas hay muchedumbre, pero no alboroto. Un muchacho va caminando con un cilindro en la mano. Apunta hacia un grupo de mujeres, aprieta la palanca. El aparato dispara un chorro de espuma blanca que les cubre la cabeza y la cara. El hombre sigue de largo, las mujeres se limpian, se ríen. Como en los Carnavales de Pasto y Barranquilla, en el del Fuego hay guerra de espuma. Los hombres y las mujeres se disparan entre sí, se ríen, se sacuden el líquido, le apuntan a otro desprevenido.
Suena el currulao, las teclas de palma de chontaduro de la marimba, el compás en tres de la tambora. Dos parejas del público empiezan a bailar. Caminan en círculos con pasos cortos. Los hombres gravitan en torno a la mujer, agitan sus pañuelos blancos. Giran los cuatro cuerpos en sus propios ejes mientras completan la órbita, todos en vuelo bajito concéntrico. Esa noche en la cancha San Judas parece una celebración la buena racha: 34 días sin homicidios en la cabecera municipal.
A la mañana siguiente se celebra el desfile náutico anual. Decenas de lanchas salen del puente del Pindo, acompañan a las reinas del Carnaval en un paseo por la bahía de Tumaco. Hacia el final del desfile los tripulantes de dos lanchas se enfrentan a tiros. Tres muertos y dos heridos. Según Anny Castillo, personera de Tumaco, el tiroteo fue entre hombres de David y La Gente del Orden.
“Estos hechos fueron desconcertantes”, dice la personera. “Ya la confrontación se trasladó al mar. Aunque se han dado eventos de disparos a la fuerza pública desde embarcaciones, no conozco antecedentes donde se dieran confrontaciones entre dos lanchas”.
“Tenemos en cada muelle (…) unidades militares para evitar esto, pero nos encontramos con esta situación”, declara el comandante Palomino.
La racha de paz se invirtió en pocos días y se convirtió en sucesión de asesinatos:
El martes siguiente asesinaron a Wiber Benítez, habitante de Panamá de 22 años. El sábado, Sami Johao Palacios murió a los tres años de edad en medio de un tiroteo. El domingo, un hombre ejecutó a dos: Jhan Franco Ordóñez Cortez, 19 años, y José Fernando Castillo Taborda, 20. El lunes, otros dos caen de sus motos asesinados con media hora de diferencia y sendos disparos en la cabeza: Fabio Yinger Santana, de 33 años, y Juan David Landázuri de 21.
Frente al regreso de los asesinatos hay una administración que trastabilla ante acusaciones de corrupción. La Procuraduría ordenó una suspensión de tres meses para Julio Rivera, alcalde de Tumaco, por el despido irregular de la gerente del Hospital Divino Niño. Si Rivera queda destituido, habrá corrido la misma suerte de la alcaldesa que reemplazó. El Consejo de Estado resolvió que Maria Emilsen Angulo estaba inhabilitada porque había hecho campaña mientras su pareja ocupaba un cargo administrativo en el mismo Hospital Divino Niño.
Este es el estado de Tumaco: una administración bajo investigación por corrupción y una la violencia incontenible en sus barrios. Entre los primeros seis meses del 2017 hubo 35 homicidios en la cabecera municipal, aproximadamente seis por cada mes. En 10 días de febrero de 2018, el mes de la racha de seguridad y el control policial, hubo nueve.
Según el padre Mina, la violencia ha cambiado: “Hace unos tres años los ataques eran masivos. Usted escuchaba explosiones por todo lado. Había días o semanas que había cuatro, cinco explosiones”, dice. “Ahora se escuchan disparos. Es más selectivo”. La violencia en Tumaco, al igual que las fronteras, no desaparece, sólo se transforma. “Nosotros seguimos aguantando”, dice una vecina de Panamá. “Vivimos los misterios dolorosos: muerte, dolor, miedo, tristeza, falta de trabajo. Estamos en la boca del lobo”.
* Esta historia forma parte de una serie que La Liga Contra el Silencio realizó junto a varios medios y periodistas en Tumaco. La coca y la violencia de distintos grupos, incluidas las fuerzas de seguridad del Estado, han convertido a Tumaco en una zona silenciada. Pero, al mismo tiempo, es un lugar lleno de historias relevantes que deben ser contadas. A eso apunta este esfuerzo.