Descubrí El nombre de la rosa y El Péndulo de Foucault, las novelas más conocidas de Umberto Eco, quien murió el pasado viernes 19 de febrero a los 84 años, cuando estaba en mi último año de carrera. Un vendedor de libros usados había puesto una mesita con ediciones rústicas enfrente de la biblioteca de la universidad en la que trabajaba. Decidí acercarme a examinar la mercancía y terminé sacando El nombre de la rosa por azar. Le pregunté al vendedor si tenía algo borgeano y sólo señaló el libro que tenía en las manos: “lo tiene ahí mismo, joven”. Posteriormente añadió, “pero a mí me gusta más éste”, y me entregó El péndulo de Foucault, y fue de este modo que llegué a casa con ambos libros.
El nombre de la Rosa es sin duda un homenaje al fantástico Borges. El libro se publicó en 1980 y obtuvo reconocimiento internacional. Eco ambientó su novela policiaca monástica en la laberíntica biblioteca de una abadía benedictina llamada Aedificium. Dicho lugar albergaba la segunda parte perdida de la Poética de Aristóteles, (la parte que habla sobre la comedia) que se encuentra custodiada por las dos únicas personas que saben como recorrer la biblioteca: el bibliotecario, Jorge de Burgos, y su asistente.
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A diferencia de Borges, Eco no era un genio bibliotecario pero sí un célebre semiota; “el representante más importante de la semiótica, desde la muerte de Roland Barthes”, según una reseña que salió en el New York Times en 1983. Fue en El Péndulo de Foucault, su segunda novela, donde demostró su maestría para la semiótica. En ella, un trío de pequeños editores que trabajan en pequeñas editoriales decidieron crear su propia conspiración (ellos le llaman “Plan”) y, en el proceso, terminan involucrándose en los verdaderos planes de conspiración de una sociedad secreta para dominar al mundo. El internet se creó por libros como éste: El primer párrafo está en hebreo (sin traducción). Hay referencias conectadas a los caballeros templarios, los Bogomilos, la corriente telúrica y Mickey Mouse. Anthony Burgess pensaba que el libro necesitaba un índice y Salman Rushdie lo consideraba “ficción sobre la creación de un escrito de ficción basura que termina convirtiéndose conscientemente en un escrito de ficción basura”. Eco la denominó como novela de suspenso y a mí también me lo pareció; no por la trama en realidad, sino por sus referencias esotéricas.
El Péndulo de Foucault también me enseñó cuán divertida podía ser la erudición. Una de las partes fundamentales de la trama se centra en un programa de computadora que puede generar secuencias aleatorias de cualquier texto que se le introduzca para crear historias improbables: los personajes introducen pasajes de la Cábala y un manual automotriz, y de esos textos resulta una historia en la que el propulsor de un coche es un Árbol de la Vida moderno (su ilustración aparece en la parte frontal del libro). Me pregunto si esta idea surgió durante una de las largas noches que Eco pasaba en compañía de sus estudiantes, una costumbre que disfrutaba mucho. ¿Cuántas ideas brillantes para la literatura han nacido en noches bohemias con esas?
Poco tiempo después de que terminé El Péndulo de Foucault, se publicó su quinta novela: La misteriosa llama de la Reina Loana. Empecé a leerla cuando estaba a punto graduarme, pero nunca la terminé. Dado que ya no era estudiante, quería salir de la comodidad de la academia —un ámbito que era muy próximo a las preocupaciones de Eco sobre la semiótica y el significado— y mudarme a la ciudad de Nueva York, donde la gente vive diariamente en un simbolismo extravagante.
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Aún así, Eco dejó su sello en mí: jamás me salto una referencia que no conozca, siempre las busco conforme leo. Claro que hoy en día es más fácil gracias a Wikipedia. No es coincidencia que el mismo escritor tuviera interés en el sitio y escribiera en su columna en la revista l’Espresso sobre la necesidad de salvaguardar la integridad de Wikipedia, después de que su propio artículo se llenó de información falsa. “El control colectivo puede asegurar que hechos como la muerte de Napoleón estén siempre correctos”, escribió, “pero tiene mucha menor capacidad de proteger mi propio artículo de las mentiras y los rumores”.
El año pasado, Eco reapareció en mi vida de forma repentina e inesperada cuando Jamelle Bouie, redactor de política en Slate citó en su escrito titulado “Donald Trump es un fascista” un ensayo que Eco escribió en 1995 para The New York Review of Books, titulado “Ur-Fascism“, para respaldar sus argumentos. Eco, que en su niñez fue partidario de Mussolini, recuerda con sarcasmo la primera vez que ganó un concurso de ensayos: “Yo escribí con habilidad retórica sobre si ‘deberíamos morir por la gloria de Mussolini y el destino inmortal de Italia’. Mi respuesta era positiva, era un niño inteligente”. Eco pasó la mayor parte de su vida refutando dicho argumento, y en “Ur-Fascism” advierte sobre 14 indicios de la ideología fascista, los cuales incluyen el culto a la tradición y a la personalidad, la obsesión con conspiraciones enemigas y desprecio por lo débiles. Esto es prácticamente un checklist con el que Bouie argumenta de forma convincente que Donald Trump cumple con la mitad de esos puntos. Su escrito se hizo viral y de pronto Eco regresó a mis intereses, con su costumbre de probar que uno de los candidatos presidenciales más notables en la historia de Estados Unidos no era peor que Mussolini o incluso Hitler.
Al perder a Eco, no sólo perdimos al heredero de Borges (consideremos que hasta ahora tampoco hay un heredero aparente de Eco) sino también una mente moldeada por un viejo modo de aprender a través de investigaciones anticuadas y métodos de catalogación. Hoy damos por hecho estas herramientas porque están al alcance de nuestras manos, pero me maravilla que alguien como Eco escarbara profundamente sin ellas. Me hubiera encantado ser su estudiante. Uno de sus primeros libros, Cómo escribir una tesis, se tradujo apenas el año pasado. Hua Hsu, uno de los críticos de The New Yorker hizo notar algunos de sus consejos anacrónicos como utilizar un diario para hacer un seguimientos de tus fuentes, pero afirmó que el propósito de Eco iba más allá de dar puntos esquemáticos útiles, aunque viejos. Él escribió que “escribir una tesis no se trata de cumplir con un requisito de graduación. Se trata de incorporar varias perspectivas diferentes… y reconocer humildemente que ‘cualquiera puede enseñarte algo’. Esto moldea un especie de actualización personal, la creencia en la integridad de la propia voz… y tomarse lo suficientemente en serio a uno mismo como para hacer preguntas poco familiares y recibir una tutoría que cambie potencialmente tu camino”.
Quizá Cómo escribir una tesis me hubiera resultado más útil durante la universidad que sus gruesos tomos de ficción, pero fue en ellos que descubrí un profesor inconcebible, un profesor dispuesto a brindarme una enciclopedia de su propio cerebro para ayudarme a construir el mío y hacerme disfrutar y encontrar la poesía en los temas que mencioné antes. “Mickey Mouse puede ser tan perfecto como un haiku japonés”, Eco dijo alguna vez. Yo, como muchas personas, extrañaré que nos explique los porqués de todo.