* Este relato de no ficción hace parte del volumen digital Naturaleza común, que será lanzado el próximo 4 de marzo por el Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. Naturaleza común recoge once historias de excombatientes sobre su experiencia con la naturaleza durante los años del conflicto armado colombiano. Podrá descargarse en las páginas web de ambas instituciones.
Analfabestia, burro, torpe, bruto, ignorante. Si usted pertenece a la generación de la guayaba sabe que estos calificativos, que horrorizarían a un pedagogo moderno, eran usados contra las personas a quienes el asunto de leer y escribir no se les daba. Años después descubrí que la única forma de leer no es con los signos gráficos que aprendemos en la escuela. Existen muchas maneras de leer. Existen personas que, lejos de ser brutas, han desarrollado otro tipo de habilidades que la mayoría de los letrados no tenemos. Lo digo especialmente por Rollito, ‘El gordo’, ‘Roger’ o ‘Tomate’, como lo llamábamos en el campamento dependiendo del sentido del humor o la urgencia del momento. Yo prefería decirle Rollito, y ahora que quiero recordar a este hijo de campesinos, sencillo, humilde y macizo como un árbol pequeño, seguiré diciéndole Rollito, mi Roger. Él, iletrado, era un lector instintivo y avezado de la naturaleza. Sus ojitos felinos leían de corrido y sin vacilar los aromas de las plantas, el canto de los pájaros, el grosor de los árboles, el tamaño de las piedras; una cantidad infinita de signos sutiles que mis ojos analfabetos dejaban escapar.
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Rollito reconocía la naturaleza convulsa y silenciosa. Identificaba el suave y lejano rumor de los árboles y los diferentes olores del verde con tanta naturalidad que contrastaba con su reticencia para la lectura y la escritura. Yo, en cambio, nací con el sentido de orientación extraviado. Soy poco perspicaz, desconozco el arte de observar. Para mí los árboles no tenían personalidad, no podía diferenciarlos a pesar de que me esforzaba en ubicarlos por algún rasgo que me sirviera de referencia. Para mí eran simplemente ese techo verde con todos sus matices. Un techo a veces exageradamente alto que nos protegía en la guerra como una enorme cobija, y que no nos dejaba ver el cielo.
Uno de los pocos camaradas cercanos a Rollito —y que aún sobrevive— es Octavio, que me ayudó aquí a recordar. Empezó un tanto nostálgico con sus evocaciones. Ambos tuvieron una relación muy cercana a pesar de ser jerárquica. Octavio tejió con Rollito una relación de amistad más que de subordinación. Admiraba de Rollito esa especie de don natural y montaraz que le permitía saber si las personas eran honestas o si solo les motivaban intereses personales. Aunque parecía estar a medio camino entre la inocencia y la astucia, era difícil engañarlo.
Una tarea fundamental en la guerrilla es saber ubicarse en el terreno, hallar una posición dominante para enfrentar o replegarse sin quedar en desventaja ante el enemigo. Algunos mandos tenían mapas, coordenadas y brújulas para ubicarse. Nosotros teníamos a Rollito, nuestro faro, el rastreador inagotable que exploraba en el día y en las noches nos guiaba por las trochas. Los mandos le consultaban a menudo: “¿Dónde cree que podemos ubicar el campamento?”. Rollito siempre tenía la respuesta precisa porque el terreno estaba grabado en su cerebro. Incluso sin una luna gorda que nos acompañara, con neblina, con lluvia, en el lodo y sin alumbrar con la linterna, era capaz de orientarse en el terreno más quebradizo y peligroso. Su memoria geográfica era asombrosa, vivía en estado de alerta, siempre en guardia. Nunca dudaba, o si lo hacía, lo disimulaba bien.
Cuando nos movíamos en terreno desconocido o inseguro ni siquiera podíamos prender una de aquellas linternas mini maglite, pequeñitas, muy finas, a la que se le puede graduar el chorrito de luz. Los que no teníamos linterna usábamos unas hojitas que alumbraban de manera muy tenue. Se la poníamos en la espalda al camarada que nos precedía y avanzábamos en silencio.
—Ya casi llegamos, monita —me susurraba Rollito, aunque yo sabía que era para darle ánimo a mi cansancio. Entonces le preguntaba, un tanto molesta:
—¿Y cómo lo sabes? No se ve un carajo y nunca habíamos cogido esta trocha.
—Por el olor —decía con la mayor naturalidad.
—¿El olor de qué?
Del aire mismo de la hierba creciendo, de las hojas, de las trochas, del suelo. Rollito no me contestaba. Todo esto del olor vine a entenderlo después.
Confiábamos en la certeza de su olfato que olía hasta el vacío. Confiábamos en sus manos gruesas y resistentes como tenazas, las mismas con las que despescuezaba una gallina para el almuerzo, amasaba cancharinas —especie de pan guerrillero— o enjalmaba con suavidad a una bestia vieja y cansada con la que se habían encariñado los guerrilleros. Algunas veces apretaba el puño y me decía:
—Monita, si es capaz de abrirme la mano, cuando vaya donde Rosita le traigo una arepa con quesito.
¡Qué va! Por más que pujaba y ponía mis dos manos y el cuerpo y hasta intentaba hacerle trampa con cosquillas, nunca logré abrírselas. De todas maneras, me traía una arepa cuando podía, porque Rosita, una campesina de la región, nos quería mucho. Era una relación casi familiar que había establecido especialmente con tres de nosotros, pero como no le alcanzaba para darnos a todos, nos llamaba aparte y nos daba la prueba de un trozo de cerdo con arepa, o de algún sabroso bocado, lo que para nosotros era un tesoro.
La mayoría de la comunidad fariana es de origen campesino, por eso cuando una persona ingresaba a las FARC-EP se le preguntaba por su nivel de escolaridad. Si era iletrado, se le esgrimía una de nuestras consignas: “El primer deber de todo revolucionario es aprender a leer y escribir”. Eso significaba que la persona debía dedicar varias horas adicionales al día a este ejercicio. Pero Rollito nunca aprendió. Era tan sagaz que logró ocultarlo. Reconocía las letras aisladas, las ponía al derecho y las miraba a distancia, con rostro de gran concentración.
—Me arden las vistas —respondía cuando algún campesino tan iletrado como él le pedía el favor de que le leyera algún escrito. Con ese pretexto le alcanzaba el papel a uno de sus camaradas:
—Léale esto al compañero que me están ardiendo las vistas —volvía a repetir.
No leía frases, pero Rollito leía la naturaleza con toda su puntuación, sin titubear. Leía con todos los sentidos y con uno adicional: el de la malicia, para el cual le servía aprender palabras nuevas. Cuando lo nombraron palafrenero del campamento, primero preguntó con disimulo el significado de la palabra, y luego la ostentaba orgulloso, especialmente para descrestar a los campesinos.
Los seres humanos somos nombradores por naturaleza. Los guerrilleros aún más. Lo rebautizábamos todo. Ya supondrán a qué se debían los remoquetes de ‘Gordo’ o ‘Rollito’. En cambio, el de ‘Tomate’ surge del afán de Rollito de querer pasar desapercibido cuando tenía que civilizar, es decir, conseguir provisiones, hacer encargos o simplemente atender a alguien del trabajo organizativo o político de la organización. Vestir como los campesinos, que a veces usaban colores llamativos, era algo que parecía sensato, pero ponerse una camisa de color rojo encendido pretendiendo mimetizarse, esa fue otra vaina.
En la distancia, los guerrilleros veían cómo una bolita roja iba emergiendo en el camino junto a otros punticos negros y luego, cuando se podían distinguir mejor, descubrían que era Rollito, que en vez de mimetizarse se hacía más visible, con su célebre camisa roja, algo de lo que él parecía no percatarse pues muchas veces lo vimos pavonearse orgulloso de su capacidad de camuflarse. Octavio y otros camaradas lo veían en lontananza y ese rojo vivo que rodeaba su barrigota despertó en Octavio la metáfora.
—Igualito que un tomate —lo celebraron en medio de carcajadas y así entre chanza y chanza ese remoquete le quedó colgando.
Roger era muy aceptado entre los civiles, le tenían aprecio, confianza. Con su amabilidad y voluntad para ayudar cargando y partiendo leña, ordeñando vacas, echando rula, enjalmando bestias o ayudando a coger café. Mejor dicho, no le tenía pereza al trabajo, y esa cualidad es muy apreciada entre los campesinos. Por eso se ganó su cariño. La hija de unos colaboradores que tenía cierto retraso mental, cada vez que lo veía lo abrazaba con una contentura que no disimulaba. Los padres, conocedores de las normas de respeto que había en la guerrillerada, lo asumían sin ninguna malicia. Una vez Octavio, su jefe, los vio conversando. Se les acercó despacito y oyó que la muchacha le decía: “Hágase el zorro que yo lo rasco”. Al verse sorprendido, Roger empezó a justificarse:
—Ay, camarada, qué pena con usted. ¿Estaba escuchando? Le juro que no tengo nada con esta muchacha. La he respetado, ella dice que se quiere casar conmigo, pero yo no he hecho nada, camarada.
Desde entonces, cada vez cada vez que Octavio lo quería hacer achantar le decía hágase el zorro que yo lo rasco, y Roger se ponía rojito y se escabullía del grupo en cuanto le era posible.
Como a la mayoría de los guerrilleros, a Rollito a veces le agarraba la nostalgia pensando en su familia. Creo que era la única raíz con la que se tropezaba de vez en cuando. Especialmente cuando estaba en la avanzada. Alejado del campamento y con el valle al fondo, tendidos boca arriba, muy cerquita del cielo abrazado de nubes caprichosas, contemplábamos el batir de alas de los colibríes y casi sentíamos su corazón acelerado como en un eterno orgasmo. Entonces hablaba un poco de su infancia, de sus sueños y yo le confesaba mi miedo de no volver a encontrar el camino cuando me enviaban a realizar alguna misión. “¿Cómo haces, Rollito?”, le preguntaba. “Para mí todos los pinos son iguales”. Él con paciencia empezaba a tocarse su bigotico incipiente. Tenía treinta y cinco años y era un guerrillero curtido y valeroso. Ese bigotico, sin embargo, lo hacía ver como un niño curioso y travieso mientras me describía todas las señales que era capaz de leer en la naturaleza. Qué daría hoy por haber podido tomar notas o haber grabado sus múltiples lecturas del paisaje.
Nunca lo escuché cantar, pero se sabía todos los corridos de Antonio Aguilar que hablaban de caballos. Le gustaba galopar, aunque pocas veces podía hacerlo. Le gustaba observar caballos y a veces le pedía a algún campesino que le dejara amansar. Al principio, las bestias de los campesinos las pedíamos prestadas o se les comprábamos. Cuando los paramilitares y el Ejército lo detectaban, señalaban a los campesinos de colaboradores y los asesinaban. Para evitarlo, se cambió de táctica. Empezamos a recuperar las de los aliados de los paras y así se armó nuestra flotilla para transportar economía sin poner en riesgo a los campesinos amigos.
Rollito era el mejor palafrenero. Estaba pendiente de motilar las bestias, darles vitaminas, tratamiento parasitario, miel de purga, estaba atento a curarles las peladuras con neguvon. Las mantenía bonitas y bien cuidadas. Arriarlas para un hombre ágil como él era un juego, aunque a veces en voz baja pegaba sus madrazos cuando se enterraban en los lodazales o eran retrecheras ante las trochas.
Obviamente, los guerrilleros —rebautizadores— les ponían nombres a esas bestias de acuerdo a sus características. Por ejemplo, a una de color amarillo y muy brava la llamaron ‘la gringa’, porque se parecía a una guerrillera de cabello claro que tenía fama de malgeniada. A un machito barrigón, algo sonso pero bueno para la carga y el trabajo, le pusieron ‘el pipelón’. (Aquí entre nos, a esa bestia también le decían en voz baja Roger.) A otro de color moradito lo llamaron ‘el moro’. Era muy bravo. Parece que al amansarlo le pegaron mucho en la cabeza y motilarlo era muy difícil, pero Rollito se daba sus mañas y con paciencia le amarraba una cuerda a la jeta y lo motilaba. Era pequeñito y flojo, casi inútil, pero era el consentido de los guerrilleros, les daba pesar echarle carga. Y ahí estaba, en la tropa, recibiendo los mismos cuidados de los demás.
A Rollito le gustaba el guaro, estaba prohibido beber, pero él lo hacía. Se daba sus mañas para que los civiles le alcahuetearan y de vez en cuando le llevaran mediecita de aguardiente, que rara veces compartía por temor a que lo reportaran y lo sancionaran.
No volví a ver a Rollito. Estuve en prisión durante más de una década, me enteré de su muerte por casualidad y aunque ya habían pasado varios años de ello, me dolió como si recién se hubiera ido. Su muerte se me confunde con las de miles que murieron en esta guerra; un muerto de los que nadie se entera. Pero aquí está mi testimonio de un iletrado sabio, un amoroso lector de paisajes que ya regresó a la tierra donde terminaremos todos. No volverá a sentir los árboles ni volverá a guiarnos por las trochas.
Aunque firmamos el Acuerdo de Paz con el Estado colombiano en 2016 para sentar las bases de una verdadera democracia y darle una salida civilizada al conflicto, mis camaradas siguen muriendo asesinados. Y hemos decidido no volver a la guerra y tratar de conquistar las transformaciones que soñamos por la vía política. Ahora que dejamos las armas, da otro tipo de miedo. Pero da más miedo volver a la guerra. Así que resistimos cada uno en el espacio que decidió para afrontar esta etapa. Personalmente me reconcilia con la humanidad ver y sentir que, a pesar de un pequeño pero poderoso sector guerrerista, hay muchas más personas arropando este maltrecho pacto de paz. Eso alegra y también contagia.
Me hubiera gustado que Rollito estuviera aquí. Creo que relatarlo es una forma de no olvidar a ese hombre iletrado y sabio. Lo imagino escuchando embelesado la lectura y diciendo, “Monita, ¿usted escribió todo esto? ¡Qué tesa!”.
Este escrito hace parte del duelo que no hice. También es mi sincero homenaje a los que han caminado conmigo y han abierto, para mí, otras páginas, otras formas de leer el mundo.