Esta reseña hace parte de la edición de junio de VICE.
Todos los que hemos tenido una experiencia cercana con el consumo excesivo de alcohol (esto es, la desmesura total, la entrada cotidiana a las tinieblas) sabemos cómo es el proceso: el ardor en el pecho que viene al primer trago, la euforia incontenible que llega con los sucesivos y el universo pastoso y compartimentado de los finales, que suelen ser más grandes, más largos, tal vez tomados con desenfado del pico de la botella. Luego aparece la tranquilidad de la nada: apagar sistema y retirarse a otro mundo.
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Una sensación no sé si describirla como de inmortalidad o de falsa percepción de las propias capacidades físicas. El bebedor que toma descontroladamente, una vez se ha metido al cuerpo al menos cinco tragos de la sustancia (media hora le basta), cree que todo en la vida es posible. No hay creencia más falsa. El borracho se limita a seguir un instinto animal: pasar un líquido por la garganta y esperar a que la noche (o el día, uno no sabe) lo envuelva en un laberinto de imágenes rápidas, conversaciones mudas y movimientos oscuros. Digamos que una jornada de borrachera, vista desde el exterior, mirada, pongamos por caso, como objeto de estudio por parte de algún agente externo, es una retahíla de hechos ridículos.
Los textos que uno lee con más frecuencia sobre consumo excesivo de alcohol son tan ciertos como repetitivos y moralizadores: vidas botadas a la basura, afectación a familiares, percances en la salud, accidentes terribles que se hacen en la inconsciencia etílica, rehabilitaciones forzosas y agradecidas. Insisto: todo es cierto. Un borracho persistente, frecuente y disciplinado (un alcohólico, llamémosle) no sólo derrumba su salud sino que va destruyendo sistemáticamente las vidas que hay alrededor de él. Consumir excesivamente no es ningún chiste: al bebedor ––eso es al menos lo que dicen los manuales de adicción–– no le importa cosa alguna aparte de satisfacer su hábito. No desistirá, nada lo frenará, derrochará una cantidad ridícula de energía al punto de dar lástima.
Las historias que uno oye, sin embargo, los chismes que llegan después de una de esas rascas que los colombianos saben meterse con juicio, son, salvo que haya tragedia de por medio, deliciosos de escuchar: torpezas, emociones, imprudencias. Los relatos, además, son redondos, divertidos, enteros. El trago en Colombia no tiene velo alguno. Contrario a las otras drogas (salvo, quizá, la marihuana, cuyas historias detesto, por aburridoras), el alcohol se vende, se compra, se consume y se celebra. Cuando el borracho vuelve a estar sobrio, y si sabe reconstruir con cuidado lo que ha olvidado, logra sacar de la absurda amalgama de hechos una narrativa lineal que, en los buenos casos ––que son los más––, terminan por dar risa.
Lástima y risa. Siempre separadas la una de la otra (quizá la segunda se instala por mucho tiempo antes de convertirse estrepitosamente en la primera), ambas formas de contar el efecto del trago bebido en exceso quedan retratadas de manera magistral en el libro Grandes borrachos colombianos Volumen 1, 2016, Libros Malpensante, de Pablo Rolando Arango, un filósofo originario de Manzanares, Caldas, que dedica sus días a dictar clases de ética en la universidad pública que lleva el nombre de ese departamento. A los 13 años comenzó a beber de la siguiente manera: “Nos emborrachábamos, íbamos al colegio a tomar clases por la mañana y regresábamos a la cantina para seguir bebiendo día y noche (con intervalos de sueño sobre las mesas)”.
Las 86 páginas que conforman su libro, como dice Camilo Jiménez, se bajan de un sólo sorbo ––”el equivalente literario del ‘fondo blanco’”–– y son mucho más que la colección de los cuatro perfiles de grandes ebrios caldenses que divide al libro. Todo en su conjunto es una radiografía de la región del Eje Cafetero, inundada por ríos de aguardiente, ambientada en cantinas, billares y prostíbulos, y protagonizada por dos filósofos, un ajedrecista y un cantante abstemio sobre los que Arango sabe discurrir con armonía. La región queda retratada con una crudeza del siguiente tenor: “Una tierra donde el principal mecanismo para enfrentar la realidad es darle la espalda (…), uno tiene que aguantar lo que sea, y las únicas explosiones permitidas son las etílicas”.
Reflexiones filosóficas aparte (que por supuesto las hay, desde Platón hasta Kierkegaard, lo de grecocaldense no es en vano), los cuatro personajes se tambalean de un lado a otro: entre lo sublime y lo patético los unos, entre la genialidad y la indigencia los otros. Salvo, por supuesto, Luis Ángel Ramírez, El Caballero Gaucho, quien encarna una ironía (a propósito: el par de reflexiones que se hace Arango sobre la ironía…) bien grande: “Debería apuntar aquí, de todos modos, que El Caballero Gaucho, el presidente perpetuo de una tierra alcoholizada por su música, no bebía”. Ramírez era de la siguiente manera: un hombre juicioso que se mantenía al margen de la bebida mientras su música sonaba en las cantinas y la gente se sumergía en el fondo de una botella cantándolo a gritos. “No bebas, que no vale la pena”, dice una.
Es posible que el cantante estuviera entre esos dos extremos que Arango describe en otra parte del libro, hablando de lo mismo a través de otra persona: “Como no conocíamos la templanza, el justo medio de los griegos, los habitantes del pueblo nos dividíamos entre el extremo de los borrachos impenitentes, como yo, y el de los abstemios absolutos, como mi papá”. En ese pedazo del libro, el primero, Arango va describiéndose a sí mismo: las borracheras de todos los días, los entuertos que vienen pegados al consumo excesivo, su noviazgo inocente con una prostituta, la semejanza (pero también disparidad infinita) que hay entre un borracho y un revolucionario.
Pese a que los cuatro personajes del libro son locales, de todos y cada uno se puede extrapolar la naturaleza que hay en un país alcohólico como Colombia. De, por ejemplo, el filósofo que nunca escribió un sólo texto que valiera la pena, salvo los que hizo con la única finalidad de hacerse unos pesos dentro del sistema de estímulos a publicaciones académicas para aliviar sus deudas. De, por ejemplo, el genio ajedrecista (concursos internacionales echados al bolsillo y al gañote) que sólo se interesaba en la belleza del juego y prácticamente en nada más: el único techo que tenía para dormir era el firmamento.
La ebriedad constante, hasta hace muy poco, al menos, porque últimamente he visto muchos jóvenes que ven en la moderación la respuesta (que para mí no existe), es una consecuencia de la forma en la que los colombianos aprendemos a tomar trago. El libro de Arango es, sin duda, un espejo digno en el cual los borrachos podemos mirarnos a plenitud, con la tranquilidad de la certeza.