María Magdalena Bolaños no recuerda su edad exacta. Dice que tiene noventa y seis, y su nieto Rodolfo se apresura a corregirla: “cien años, abuela, va a cumplir cien”. Ella calla, medita un momento y se pone de acuerdo con él: “cien, cumpliré cien”. María Magdalena vive en una casa grande, de techos altos y paredes rosadas. La casa está ubicada en una esquina, a cien metros del Puente de los Varados, en Aracataca. Se le llama así porque en ese paso sobre el riachuelo se dan cita los pensionados y desocupados del pueblo, a la hora fresca de las cinco de la tarde.
Doña Magda, como es conocida en Aracataca, llegó a la tierra de García Márquez en el año de 1925. Su familia viajó durante tres semanas desde Villanueva, Guajira, pernoctando en distintos ranchos y posadas, con el unánime anhelo de participar del esplendor de la bonanza bananera. La United Fruit Company —una multinacional norteamericana de la época— se había establecido en el departamento del Magdalena en 1901, y había sembrado con plátano miles de hectáreas y levantado plantaciones en toda la región.
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Doña María Magdalena era una niña de ocho años cuando su familia decidió viajar a Aracataca, e hizo la travesía, al igual que sus hermanos pequeños, dentro de un cajón de madera, el cual colgaba del costado de uno de los burros que llevaba la mudanza. Sus padres caminaron los 230 kilómetros que hay entre las dos poblaciones, en medio de paisajes de arbustos secos y salamandras azules.
María Magdalena tiene el pelo blanco, la piel morena y un rostro ovalado sitiado por las arrugas.
Está sentada en una mecedora de mimbre, junto a una mesa de plástico, al pie de la cocina. “Yo perdí en este pueblo a mi papá y a mi mamá”, me cuenta mientras pone sus manos sobre la falda del vestido: “yo perdí aquí a mis hermanos, lo perdí todo” y su voz centenaria se quiebra por un instante. “¿Cuántos hijos tuviste?”, le pregunta Rodolfo, su nieto; “¿qué?”, le contesta ella, ahuecando la mano sobre la oreja; “que cuántos hijos tuviste”, le repite él, alzando la voz; “once”, responde ella con seguridad; “catorce”, le corrige él, quien cuenta que su abuela ya se había comprometido a la edad de los doce años, y que, a los catorce, ya había parido su primer hijo.
García Márquez escribió en Cien años de soledad que fueron tres mil muertos los de la Masacre de las Bananeras, y esa cifra imaginaria, sin evidencia histórica, pasó a ser la oficial con la que se conmemora la masacre.
Remedios Moscote, en Cien años de soledad, se casó con Aureliano Buendía a la edad de doce años. El artesano de los pescaditos de oro, que luego se transforma en el temerario coronel liberal, se enamoró de ella incluso antes, en la época en que la niña aún se orinaba en la cama y se chupaba el dedo, distraída de las cosas del mundo. La pequeña Remedios murió de una terrible hemorragia en una infernal madrugada, con un par de gemelos atravesados en el vientre. Si María Magdalena Bolaños no recuerda con precisión el número de sus hijos, fue porque perdió un par de ellos, antes de tenerlos, en medio de hemorragias casi letales.
Los padres de María Magdalena trabajaron para la United Fruit Company. “Mi mamá y mi papá trabajaban en el corte”, recuerda Doña Magda. Y Rodolfo, el nieto, complementa la historia: “cuando se refiere al corte, se refiere a todo el proceso. Los hombres cortaban los racimos de banano, las mujeres empaquetaban la fruta”. Ellos hicieron parte de las cientos de familias que llegaron a la zona atraídos por la fiebre bananera, sueño que se hizo trizas a finales de 1928, con la huelga de más de 25.000 trabajadores, la cual concluyó con la Masacre de las Bananeras.
“En esas semanas daba miedo salir a la calle”, recuerda Doña Magdalena. “Mi mamá no nos dejaba poner un pie fuera de la casa”, cuenta la matrona, mientras se mece espantando el sopor de las dos de la tarde. La Masacre de las Bananeras es uno de los episodios culminantes en la historia de Macondo, población imaginaria que creció, se desarrolló y se vino abajo —al igual que los pueblos reales de la región bananera del Magdalena colombiano— con la llegada de la United Fruit Company. No hay un registro oficial de la cantidad de trabajadores asesinados por parte del ejército colombiano, el cual estaba bajo las órdenes del presidente conservador Miguel Abadía Méndez, quien prefirió proteger los intereses de la multinacional gringa y no la integridad de los huelguistas.
Sin embargo, García Márquez escribió en Cien años de soledad que fueron tres mil muertos, y esa cifra imaginaria, sin evidencia histórica, pasó a ser la oficial con la que se conmemora la masacre.
María Magdalena Bolaños, siendo una adolescente, trabajó en la casa de Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán, los abuelos maternos de García Márquez. “¿En qué trabajaste, a quién cuidabas?”, le pregunta el nieto a la abuela; “¿qué?”, le contesta ella levantando la voz, “que a quién cuidaste, ¿de quién fuiste aya?”, le dice el nieto hablándole duro al oído; “de Gabito”, contesta la abuela y una sonrisa socarrona se dibuja en su cara.
“Y, ¿cómo era Gabito de niño?”, intervengo yo; “era muy dócil y educado”, contesta María Magdalena; “y, ¿qué hacían mientras lo cuidabas?, pregunto; “jugábamos al trompo y a las bolitas”, dice la abuela, mientras se balancea en su mecedora. “Y Gabito, ¿por qué era muy dócil?”, insisto; “¿Gabito?”, me pregunta; “sí, Gabito”, le respondo; “Gabito, era muy peleonero y envidioso. Él veía que tú tenías esta cosa —y Doña Magda jala la cámara fotográfica que cuelga de mi cuello— y me pedía que se la diera, que te la quitara”. Perplejo, intento reconducir la conversación: “pero tú me dijiste que era un niño muy educado”, le digo; “ah sí, antes los niños eran muy dóciles, hoy en día, no. Hoy en día son gavilleros, peleoneros, ladrones”, me dice Doña Magdalena; “te hablo de Gabito”, le digo yo; “¿Gabito?”, me pregunta; “sí, Gabito”, le respondo; “él veía que tú tenías esta cosa —y Doña Magdalena jala mi cámara del cuello— y me pedía que se la diera, que te la quitara”.
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Gabriel García Márquez cuenta en su autobiografía, Vivir para contarla, que sus memorias de infancia lo persiguieron de manera obsesiva hasta que logró exorcizarlas en sus novelas. Ese esfuerzo por perpetuar los recuerdos lo llevó incluso a preservar los que no eran suyos, pero pertenecían a la mitología familiar. Uno de los ejemplos emblemáticos es el duelo que sostuvo su abuelo, Nicolás Márquez, con un excompañero de armas en la Guerra de los Mil días: el liberal Medardo Pacheco. Ese episodio en el que el abuelo mata a Pacheco, y cuyo peso en la consciencia lo obliga a trasladarse con su familia desde Barrancas, Guajira, hasta Aracataca, Magdalena, es vertido fielmente en el duelo de los personajes de José Arcadio Buendía y Prudencio Aguilar. Tras la muerte del segundo, el primero emprende el éxodo que lleva a los Buendía —junto a otras familias— a través del mediterráneo caribe, para concluir con la mítica fundación de Macondo.
La aldea en la ficción de García Márquez crece de manera inevitable, y en una de sus calles se establecen comerciantes venidos de todas partes del mundo. Es la Calle de los Turcos, un paseo comercial del pueblo imaginario de Cien años de soledad. No obstante, dos cuadras más abajo de la casa de Doña María Magdalena Bolaños, se encuentra “cuatro esquinas”, una encrucijada de caminos en el centro de Aracataca, el pueblo enclavado en la realidad. Una de esas cuatro calles es la Calle de los Turcos. Y es ahí que García Márquez, combatiendo el olvido definitivo de sus memorias infantiles, sitúa la tienda de instrumentos musicales y juguetes de cuerda de Pietro Crespi, en el mismo sector donde los árabes, recién llegados a Macondo, cambiaron baratijas por guacamayas.
En la Calle de los Turcos de Aracataca vive Luis Sabat. En una casona de pasillos largos y numerosas habitaciones, cuyo frente recibe la sombra de un almendro robusto. En la habitación del fondo, Luis Sabat pasa las horas acostado en una cama, debajo de un mosquitero, rumiando sus recuerdos, pero con los arrestos y la amabilidad de atender a cualquiera que desee saludarlo. Don Luis tiene la piel rosada, los ojos envueltos en una sombra blanca y el pelo color ceniza. Usa una camisilla de algodón y un pantalón amarillo. “Yo nací en Aracataca en 1927, el mismo año de Gabo”, dice el viejo con una voz que se asemeja a una sucesión de susurros cantados. “Mis padres me llevaron a la edad de cinco años a Palestina”, continúa mientras mueve las manos, con una lentitud acorde al calor surreal de Aracataca.
“Mi papá era de Belén y mi mamá de Jerusalén”, y el viejo parece buscarme con sus ojos apagados. “¿Cómo se llamaba su mamá?”, le pregunto; “mi mamá se llamaba María”, contesta, “mire, ahí hay un retrato de ella”, y el viejo señala con su dedo índice el lugar exacto en la pared donde pende el daguerrotipo de una señora de mirada amable. “Don Luis, ¿usted vivió en Palestina?”, continúo; “sí, viví tres años allá”, me contesta; “y, ¿aprendió árabe?, le digo; “sí, lo aprendí”, me dice; “y, ¿aún lo habla, Don Luis?, le pregunto; “no, con el tiempo se me olvidó, es que han pasado tantos años”, confiesa.
Esos tantos años que han pasado contienen, entre tantas cosas, la construcción del edificio donde el padre de Don Luis Sabat inauguró uno de los primeros almacenes de la Calle de los Turcos. Ese tiempo que ha pasado, contiene, entre tantas otras, la construcción de la novela total de García Márquez, ese territorio sublime de la imaginación, que le dio un lugar universal a la real Calle de los Turcos. “Vendíamos telas, camisas, pantalones, cacharrería, ferretería”, cuenta Don Luis y el hilo de su voz atraviesa, en un segundo, ochenta años. “Había mucho movimiento, venía gente de todos lados: comerciantes franceses, alemanes, palestinos”. Una migración tumultuosa de forasteros, tal y como sucede en Cien años de soledad, cuando Úrsula Iguarán regresa acompañada de una horda de personas, luego de buscar, sin éxito, al hijo mayor que se había fugado de gitano. “Y entonces Don Luis, si había tanto europeo, ¿por qué le pusieron la Calle de los Turcos?”, le preguntó; “yo no sé”, me responde y deja escapar una risa colmada de picardía, “había gente de todas las nacionalidades, y a todos, sin distinción, les decíamos los turcos”.
El viejo se queda en silencio, se detiene en un recuerdo que no comparte en voz alta, y luego, como si acabáramos de conocernos, repite el inicio de nuestro encuentro: “yo nací aquí, en 1927, el mismo año de Gabo”, y mientras escucho de nuevo el monólogo de Don Luis Sabat, entiendo la necesidad enorme que tiene Aracataca de servirse de Macondo para no caer en el olvido; entiendo de cuánto necesitó Macondo de Aracataca para erigirse en la imaginación de Gabriel García Márquez, quien se inventó una de las mejores fórmulas para derrotar los fallos de la memoria, quien encontró la manera de vencer la peste del insomnio, colgando letreros de distintos colores y caracteres en los recuerdos de los pueblos del mundo.
Dejo a Don Luis Sabat bajo el mosquitero, atrás quedan “cuatro esquinas” y la Calle de los Turcos. Recuerdo a Rodolfo, el nieto de Doña María Magdalena, quien se ofreció a llevarme a una fábrica de hielo abandonada a las afueras del pueblo. “Es la Fábrica de Hielo de Aureliano Triste”, me dijo, “o podemos ir al río a ver las piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”, aseguró, y caigo en cuenta de que en el libro es el mismo Aureliano Triste, después de instalar la fábrica de hielo, quien construye el ferrocarril y trae el tren amarillo a Macondo.
Ese tren que llegaba a las once de la mañana cargado de aventureros y trotamundos, de ultramarinos y telas de Madagascar, de cajas y más cajas de champaña y brandy. Ese tren que cargó los tres mil cadáveres de la Masacre de las Bananeras, para arrojarlos al mar como si fueran racimos de banano malogrados. Ese tren que hoy pasa por el pueblo, más de treinta veces al día, de una dirección a otra, jalando ciento cincuenta vagones –a veces cargados de carbón, a veces vacíos- al que los cataqueños repudian por agrietar los pisos y las paredes de las casas cercanas a la línea férrea, al que ya no despiden con la mano sino que rechazan por contaminar con pitidos y polvaredas la salud de los habitantes. Ese tren que ya no trae a foráneos, familiares o amigos. Ese tren que ya no se detiene nunca más en Aracataca.