Sexo

Una joya del cine mexicano

Para que no digan que en A tranquear el zorro somos unos malinchistas y unos traidores a la patria que no le dedicamos suficiente tiempo al cine mexicano (créannos, hemos desperdiciado en él mucho más tiempo del que cualquier persona debería), el día de hoy estamos dispuestos a reivindicarnos presentándoles una joya de nuestro cine nacional: El violador infernal, obra magna del realizador Damián Acosta Esparza y candidata mexicana para el Oscar en 1988, dejando atrás a clásicos como Pancho el Sancho y Los plomeros y las ficheras.

No es estrictamente una porno, pero merecería serlo. La película cuenta con la participación de dioses de la pantalla de plata nacional como Manuel Flaco Ibañez y Ana Luisa Peluffo, así como el Toshiro Mifune de San Luis Potosí, Noé Murayama. De hecho la película es una especie de milagro del casting, pues pese a las evidentes carencias en el presupuesto de la producción se las arreglaron para contratar a dos de las máximas luminarias del cine de ciencia ficción y fantasía: La Princesa Leia y Blancanieves.

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Carlos El Gato, un peligroso delincuente que muere en la silla eléctrica. En la vida después de la muerte, se le aparece Ana Luisa Peluffo y otras dos golfas de menor jerarquía en Televisa y le prometen poder, riqueza e inmortalidad si jura dedicarse a violar y matar gente, eso sí, siempre marcándola con el 666 que tanto le gusta al Anticristo.

La primera víctima de El Gato es un joven petimetre que, por razones no identificadas, se derrite por un viejo gordo, horrible y chacalísimo. El castigo a su mal gusto es ser inyectado con heroína, apuñalado varias veces, violado y finalmente apuñalado varias veces más mientras es violado.

Concluida la faena, el garañón se dirige a una “estética” de esas donde te echan talco o shampoo, según prefieras. Ahí tiene lugar la única escena verdaderamente espeluznante de la película, que aquí reproducimos. La “estilista” acepta salir con su cliente, que se presenta como Carlos El Gato, pese a que su nombre y su apodo son los mismos que acaba de escuchar en la radio donde hablaban de la desaparición del cadáver de un asesino y violador. “Ja, ja, no puedes ser el mismo. Acaban de decir que está muerto”.

El jefe de la policía capitalina interroga al amasio del hombre que acaba de ser asesinado, que comete el error de decir que vio salir del departamento a un hombre muy elegante, que “se veía guapísimo”. La brutalidad policiaca no se hace esperar. “Estos maricones se juntan con cualquier clase de gente. Violadores, asesinos…”, alecciona a sus subalternos.

Esa noche, la cita no sale exactamente como la “estilista” esperaba. “¡¿Eres Carlos, El Gato?!” pregunta horrorizada. Sí, te lo dijo cuando se conocieron. La mujer corre tan rápido como su empelotada humanidad se lo permite, pero no es suficiente.

Mientras El Gato perseguía a su víctima, dos hombres intentan robar el contenido de su vehículo. Los sorprende y los destruye con sus poderes diabólicos: a uno lo calcina con los rayos láser que dispara por los ojos, y a otro lo hace volar por los aires y aterrizar sobre una reja puntiaguda.

El villano regresa al pute…, digo, a la “estética”, pero nada más a cortarse el pelo. Invita a cenar a una clienta del local (miente: en el autoservicio nada más ordena una botana de carnes frías), que dice no ser ese tipo de mujer pero termina aceptando brincarse con él al asiento de atrás y fumar mota. Es violada y asesinada de la forma usual.

El Gato invita a salir a la estilista más buenota del local. Para calentar, secuestra a plena luz del día y mata a una señora. Es una de las escenas más repugnantes que he visto en mucho tiempo; es como Alarma! pero con movimiento: mujeres desnudas y sangre, y si se pueden las dos cosas juntas, mejor. Somos un asco.

¿Qué mujer podría resistirse a un hombre tan refinado? Es entonces cuando ocurre…

El Gato lee la mente del público cinéfilo y los agasaja con una gloriosa escena de acción en la que la chica es aporreada con objetos voladores, abofeteada, sepultada en astillas de vidrio, arrastrada por el suelo, bañada en chispas y un larguísimo etcétera, todo esto con las chichis al aire.

Pero el público pagó un boleto para ver que maten mujeres, y El Gato no piensa dejar su parte del trato sin cumplir.

Desafortunadamente para él, la policía llega justo se disponía a gravar el 666 en su víctima.

El Gatohuye a la azotea, pero ocurre algo extraño: siente dolor, se siente débil, no puede huir fácilmente de los policías, así que invoca al Demonio y le pregunta qué ocurre.

“Me has fallado”, dice la Peluffo. “No me entregaste a la última de tus víctimas”.

Afortunadamente se compadeció en el último minuto, pues como se puede ver en la imagen, lo convirtió en un muñeco antes de hacerlo caer de la azotea.

FIN.