La llegada a las ciudades del COVID-19 nos forzó a interrumpir la rutina y a alterar el hábito de la vida en sociedad en el planeta entero. En cuestión de dos o tres semanas millones de ciudadanos tuvieron que reconsiderar —por lo menos temporalmente— algunas libertades y comodidades que hasta hace muy poco casi todos daban por sentado.
Las medidas de contención y mitigación del COVID-19 obligaron a buena parte de los gobiernos del mundo a suspender la normalidad en los sistemas de trabajo, los flujos de suministros y mercancías, y hasta la circulación de personas por tierra, agua y aire. La inoperancia de la “mano invisible” del mercado se encargó del resto: los títulos financieros se lanzaron en caída libre, las divisas se apreciaron y la solidez de los ahorros de millones de familias quedó en entredicho. Un fenómeno masivo de especulación empezó a jugar con los artículos más cruciales para atender la crisis sanitaria: medicinas, mascarillas, elementos de limpieza, alimentos, etcétera.
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En Colombia, al igual que en muchos países de Latinoamérica, a partir de mediados del siglo pasado, las clases medias urbanas crecieron dentro de un espejismo de seguridad y estabilidad que emanó de la militarización de las ciudades, de la omnipresencia de los sistemas de vigilancia y de pequeños incrementos en el poder adquisitivo individual. Pero la pandemia, que tiene el potencial de afectar a todos los estratos socioeconómicos, ha hecho que ese espejismo tienda a perder su poder hipnótico. La incertidumbre resultante, ese hormigueo en la boca del estómago, es una sensación con la que muchísima gente no estaba familiarizada. El paradigma del progreso occidental, firme e irreversible desde siempre, tiembla bajo nuestros pies: nadie sabe lo que va a pasar.
Sin embargo, a la par que una buena parte de la Colombia urbana vivía en el sueño del progreso, otra porción igual o más numerosa sobrevivía en la otra Colombia, en una eterna pesadilla de inseguridad y violencia. En las periferias de las ciudades y en los campos colombianos nunca nada fue seguro: ni el techo, ni el pan, ni la libertad, ni la vida misma; el resultado de un Estado que jamás logró completar los requisitos necesarios que exige su misma definición.
Ahora, el advenimiento del coronavirus fuerza dos realidades distintas a encontrarse bajo una amenaza existencial común aunque, claro está, unos tienen mejores condiciones para enfrentarla que otros. ¿Cómo asimilar un nuevo peligro tan serio como el que representa una pandemia en comunidades flanqueadas permanentemente por amenazas existenciales? ¿Cómo planear la contención de un nuevo virus si no se han querido contener la malaria, la guerra y el hambre?
Las advertencias de peligro por la pandemia que imparten los mandatarios parecen cargadas de una triste ironía cuando se dirigen a los millones que han pasado varias vidas como desterrados en su propia tierra. ¿Qué podría ser peor?
“El paludismo nuevamente está enfermando a la gente, entonces esta situación está muy preocupante porque ahora llega la nueva enfermedad, el COVID-19, y si de pronto llega a nuestro resguardo, no hay transporte, ¿cómo vamos a salir al hospital de Mutatá o del Carmen del Darién? La mayoría de las comunidades vivimos a uno o dos días de camino para llegar a la cabecera municipal”, dice Argemiro Bailarín, líder indígena Embera del norte del Chocó. Su preocupación por la amenaza del coronavirus se suma hoy a la angustia permanente por los atropellos de los grupos armados en contra de su comunidad. A pesar de que el resguardo indígena Uradá Jiguamiandó, de donde es oriundo, tiene medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos desde 2010, la guerra mantiene a los indígenas en un estado de sitio que empeora cada día.
La semana pasada, en el municipio de Alto Baudó, en el Pacífico colombiano, los paramilitares cometieron una matanza en la que fueron asesinadas siete personas, algunas decapitadas con machetes. Una de las víctimas era una mujer embarazada. Producto del terror, varios cientos de pobladores llegaron desplazados a Pie de Pató, la cabecera municipal, donde ya se encontraba un grupo de más de mil que, en días anteriores, también había llegado huyendo de la violencia. El alcalde del municipio expresó su preocupación, puesto que el coronavirus empeoraría gravemente las ya precarias condiciones de los desplazados, de los cuales un tercio son niños.
Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, desde el inicio del gobierno de Iván Duque, en agosto de 2018, se han contado 36 masacres en el país, que han dejado 133 muertos. En pleno 2020, en Colombia decapitan personas y las dejan desnudas tiradas en las calles polvorientas de pueblos que no tienen ni electricidad ni agua potable. Puede ocurrir cualquier día. Es difícil imaginarse una expresión más literal del estado de guerra (opuesto a la paz entre los hombres que emana del contrato social) que describió Hobbes en el Leviatán, quizás el texto más definitivo para la construcción conceptual del Estado moderno:
En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario.
Así, puede que hoy no haya matanza, pero tampoco hay garantía de que no la haya.
Llevar cada día con un nudo en la garganta, temiendo por la familia y por la propiedad: tanto la pandemia como la guerra hacen que el temor se incruste en la mente.
“Ordenar el aislamiento preventivo obligatorio de todas las personas habitantes de la República de Colombia, a partir de las cero horas del día 25 de marzo de 2020”, decretó el gobierno. Calles desiertas, negocios cerrados, desabastecimiento, zozobra. Nada más parecido a esta cuarentena que un paro armado —un toque de queda guerrillero— de esos que con frecuencia reseñan los noticieros. En el Chocó o en el Catatumbo, como en otras tantas zonas de conflicto regadas por Colombia, los campesinos han convivido con esta amarga sensación su vida entera. Ahora todos tenemos una idea de lo que se siente.
Nada más parecido a esta cuarentena que un paro armado
“El gobierno con el tema del virus ha tapado todo lo que está pasando con las amenazas, muerte de líderes sociales, de excombatientes, de personas en reincorporación. Día tras día aparece uno muerto, aparece el otro muerto”, cuenta Miguel, quien fue combatiente del Bloque Sur de las FARC y desde principios de febrero de este año tuvo que salir huyendo con su familia de la zona de reintegración donde vivía, tras recibir amenazas de muerte. “Es mejor quedarnos guardados mientras pasa todo esto. Está complicado salvaguardar la vida de uno, toca es así, esconderse porque, ¿qué más?”, dice por el teléfono desde algún lugar del departamento del Huila.
La otra Colombia es un país en perpetua “cuarentena”. La gente huye y se esconde porque sabe que aquí las amenazas se cumplen. Cerca de 200 excombatientes que entregaron las armas —como Miguel— han sido asesinados después de la firma del tratado de paz en 2016, cuatro de ellos en la última semana. Y luego de cumplirse, las amenazas se vuelven estadísticas: de los 304 defensores de derechos humanos que fueron asesinados en 2019 en todo el mundo, 106 eran colombianos. Sin embargo, pese a los constantes llamados a “ponerse en los zapatos del otro”, esa empatía de la que mucho se habla nunca se materializa. Llegan y se van las noticias de masacres, desplazamientos y asesinatos.
Pero no todo puede ser mal augurio. Si en algo coinciden pensadores de todos los colores, desde Marx hasta Friedman, es en que las crisis son parteaguas de etapas históricas. Las consecuencias inmediatas del aislamiento ya generaron pequeños brotes de solidaridad: se entregan mercados y comida, elementos de aseo y ropa a los olvidados de siempre, que deambulan por la ciudad sin refugio, como de costumbre. Algo es algo.
La otra Colombia es un país en perpetua “cuarentena”.
Tal vez uno de los pocos efectos positivos de la pandemia del COVID-19 sea que el colombiano urbano sienta el miedo y la incertidumbre más de cerca, que duerma con un ojo abierto y se asegure de tener suministros para varios días, que el “por si acaso” —pan de cada día en cualquier región que vive en medio del conflicto— haga rondas permanentes en la conciencia. Que todo el país comparta, así sea por unos días, la misma sensación de gravedad frente a lo que está sucediendo.
Solo así, de pronto, cuando pase todo esto, la Colombia del progreso se acordará de lo mal que se vive cuando se vive mal y hará algo por sacar, por fin, a la otra mitad del país de la oscuridad y el olvido. ¿Por qué no? Cualquier noche puede salir el sol.
A Ramón lo encuentras en Instagram como @ramoniriarte.