Los primeros fans habían acampado ante la puerta del Palacio de Deportes de Madrid 24 horas antes de abrir las puertas. Era un grupo de chicas jóvenes, fans de Iron Maiden, con sus camisetas y con sus banderas. “Habremos dormido aquí como unas diez, no mucha más gente, no te creas”, nos contaban una hora antes de que se pudiera acceder al recinto. Ellas tenían prisa, probablemente era la primera vez que iban a ver de cerca a Bruce Dickinson y los suyos. Es normal. Mientras, los fans veteranos, los fans de toda la vida, se tomaban la cosa con más calma.
Saben cómo está la onda. Una pareja nos habla de que el primer concierto al que fueron de los Maiden fue en el mismo lugar, pero hace más de 25 años. Desde entonces ya ni saben las veces que los han visto, más de cinco, seguro, sólo saben que siempre se la pasan bien. Y se lanzan a disfrutar del ritual colectivo de la espera que consiste, básicamente, en aguantar a que pase el tiempo empapando la lengua de cerveza en lata (no podía ser de otra manera) y platicando con la gente. Hablando de música, no podía ser de otra forma, de Iron Maiden, de directos perdidos, del set-list que se filtró, de cómo fue el concierto del pasado fin de semana y del estado de forma de la banda en este gigantesco tour que se llama The Book of Souls.
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La multitud pacífica (con buen rollo muy característico) comienza a ocupar poco a poco la Plaza de Felipe II, los bares y las clásicas tiendas de comestibles, que se van quedando sin cerveza fría. Los más previsores han venido con hieleras de corcho y bolsas de hielo. Eso es profesionalidad.
Como la de los reventas, que sobrevuelan a los más despistados ofreciendo entradas, de forma muy insistente, y subiendo bastante los precios, porque se habla de un “sold-out”. Los que están haciendo su agosto en julio son los del puesto de merchandising oficial. Las camisetas, a 30 euros [600 pesos], combinan a Eddie en distintas portadas míticas de Iron Maiden con la retahíla de ciudades del mundo que va a recorrer el tour plantadas en la espalda.
Todo el mundo viene con su camiseta del grupo (algunas bien desgastadas por el paso del tiempo), pero nadie se resiste a tener una nueva. Es la prenda estrella del look de la tarde, junto con los inevitables chalecos forrados de parches que componen una especie de cartel de aquellos memorables Monster of Rock: Metallica, Anthrax, Motorhead, Scorpions, Kiss…
Se nota en las prendas que han librado mil batallas y que sus propietarios son de aquellos que aprendieron a amar los solos de guitarras afiladas con The Number of the Beast, y que se mantienen fieles a sus ídolos a pesar de que ya no sean unos jóvenes salvajes y que Bruce Dickinson parezca un padre de familia. Aunque siga siendo una estrella cuando se sube al escenario, las cosas como son. También entre el público hay gente que va con sus hijos. La pasión por el heavy no entiende de edades y se transmite de generación en generación.
Se acerca la hora, a las nueve empieza el show, la plaza no se vacía, los que tienen asiento asignado se lo toman con calma.
Los fans veteranos apuran sus chelas, posan para nuestra cámara haciendo el gesto de los “cuernos-metaleros” con sus manos y sacan brillo a sus tachuelas. El concierto está a punto de comenzar, y la bestia a punto de rugir. Nuestra conclusión de tres horas entre cervezas y fans de los Maiden es que en las filas de los fans hay una vibra de esa que se llama sana y que esta música no tiene fecha de caducidad. Ni nadie piensa en la jubilación anticipada.