Cultură

'Jugando con fuego' es el reality que nos merecíamos este 2020

Es difícil saber si "Too hot to handle" es un síntoma o una parodia de nuestra sociedad.
chloe too hot to handle
Captura de pantalla de "Jugando con fuego" vía Netflix

Si no habéis visto el último reality show de Netlflix Jugando con fuego (Too hot to handle) aquí va un resumen rápido: diez jóvenes –cinco chicas y cinco chicos– guapos, cachondos y solteros se juntan en un retiro afrodisíaco para pasar un verano a todo trapo. Fiestas, alcohol y sexo. La fantasía acaba cuando el programa les anuncia al llegar que no les van a pagar por grabarles mientras se magrean y beben cubatas 24 horas al día. Si queríais un viaje de fin de curso, vuelve al instituto.

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Sorpresa, aquí han venido a sufrir, osea a no mantener prácticas sexuales con nadie, ni siquiera con ellos mismos. La noticia provoca imágenes duras, grititos de angustia, caras desencajadas, algunos porque consideran inviable estar un mes sin follar y otros porque no entienden qué significa lo de no mantener prácticas sexuales con uno mismo. Cuando un concursante grita “¡cómo que nada de pajas!” y se proclama como el inteligente del grupo por saber qué significa la palabra “autogratificación”, entiendes de qué va este reality. Estamos ante unos sementales, pero no les preguntes cómo follan las lesbianas. Mejor, de hecho, no les preguntes nada.



La idea que guía el programa es simple: se supone que prohibiendoles el sexo, estos jóvenes serán capaces de establecer lo que llaman “vínculos profundos y verdaderos”. La buena noticia es que nadie sabe qué significa eso: ni los concursantes, ni los espectadores, ni siquiera los realizadores, que parecen haber programado todo esto como un ensayo general de otro reality futuro. La mecánica del concurso es tan absurda y anárquica que a todo el mundo le da igual que sea así. Un buen día expulsan a una muchacha rubia porque comentó que odiaba a sus compañeros, al siguiente te meten a un tipo que vive en un barco con pinta de militante del Partido Popular, y cuando todo parece estar acabando, llegan tres nuevos concursantes en un velero.

Sin explicaciones, bienvenidos a este paradisíaco lugar donde se esconden botellas de champagne en todos los rincones posibles –en la piscina, en la playa o en baño–, pero ni se te ocurra preguntar por comida –los únicos alimentos que consumen son postres con connotaciones sexuales–, o por una cama: alguien hizo mal los cálculos y el pepero se tiene que pasar varias noches durmiendo en el suelo. Nadie menciona el tema. Suficiente preocupación es llevar un bikini 3 tallas más pequeñas el 90% del tiempo sin que se te salga una teta y sin pillar candidiasis.

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"La mecánica del concurso es tan absurda y anárquica que a todo el mundo le da igual que sea así"

En este reality tampoco falta un premio final, 100.000 dólares, y por supuesto, tampoco se informa de cuáles serán los criterios para elegir ganador. Únicamente saben que ese premio –que se llevará alguien o algo o vete tu a saber– irá bajando cada vez que se besen o realicen cualquier práctica sexual. Las cantidades económicas de las multas van saliendo según se cometen las infracciones, lo que aumenta aún más, si cabe, la sensación de aleatoriedad del concurso. 3.000 por un beso, 6.000 por una mamada, 17.000 por manosearse y los criterios para otro día.

En resumen, lo único que saben los concursantes es que hay que estar en ese lugar comportándose como los típicos-jóvenes-adictos-al-sexo, sin ninguna otra preocupación mental, y repetir a cámara todas las veces que sea posible que estas creciendo como persona. El resto del tiempo: bromas sobre penes y tetas grandes serán suficientes.

Por último, también saben que hay un premio, algo que alcanzar, y que solo de ellos mismos depende conseguir eso tan preciado. Así que siguen adelante sin coherencia y sin sentido. Vamos, como cualquiera de nosotros frente a la vida adulta: la generación mejor preparada de la historia, vale, pero para qué.

En realidad, lo único que parece tener continuidad es la parafernalia distópica que rodea el mandato de abstinencia sexual. Un asistente de voz llamado Lana –que es el único conductor del programa, junto con una voz en off que se limita a humillar a los concursantes con comentarios irónicos– se erige como una suerte de robot dictador ultravigilante, que controla todos los movimientos de los concursantes a través de las cámaras y les va ordenando lo que deben hacer en cada momento.

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Su poder es total, pues solo ese cono de plástico parlante les puede otorgar el permiso para tener contacto físico con otras personas, siempre en el momento en el que considera que se está construyendo un vínculo emocional verdadero. Por ello, los concursantes van equipados con un reloj que se ilumina con un luz cada vez que pueden besarse y tocarse.

Se supone que durante esos momento saborean la libertad, pueden hacer todo lo que se les había prohibido, pero es precisamente el saber que tienen tan poco tiempo lo que les conduce siempre a la obligatoriedad de darse un beso con quien tienen delante. Ocurre todas y cada una de las veces. Lana dicta lo que no pueden hacer, pero también dirige sus afectos.

"Lana se erige como una suerte de robot dictador ultravigilante, que controla todos los movimientos de los concursantes a través de las cámaras y les va ordenando lo que deben hacer en cada momento"

La incomodidad de apelar a la libertad de los individuos en una sociedad neoliberal, esa es más o menos la sensación que sientes al verlos besarse con la luz verde en sus relojes: eres libre de hacer lo único que se te deja hacer y que previamente te han enseñado a querer.

Así, lo que al principio parecía una Isla de las Tentaciones sin noviazgos molestos o un Supervivientes con gente que todavía no se ha echado a perder en otros realitys, se convierte rápidamente en un experimento de obediencia del que Stanley Milgram estaría orgulloso: ¿cuántos concursantes harían daño físico a otros concursantes solo porque un cono de plástico se lo dicta y les dice que eso les hará mejores personas? ¿Cuántos se harían daño a sí mismos sólo porque su reloj se ha iluminado de un determinado color y tienen la libertad para hacerlo cuando antes no la tenían?

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Vamos a decir que probablemente todos.

Porque Lana y su totalitarismo de big data van mucho más allá de la ciencia ficción distópica a lo Black Mirror, y se pone al servicio de otra industria casi tan poderosa como la de Silicon Valley: la industria de la autoayuda. Todo este sistema de control sexual sobre los cuerpos tiene por objetivo conquistar el alma de los concursantes, disciplinar sus impulsos, reformar su libertinaje.

Ya no son solo bromas sobre señores mazados semianalfabetos que van más calientes que el palo de un churrero, que es lo que aparentemente nos quiere vender el programa. Del “jeje no pueden controlarse, y mira esa tía que tetazas” hemos pasado al “no tiene autocontrol porque son personas infantiles, tóxicas, sin educación emocional ni capacidad para tener relaciones funcionales, y si no mejoran es porque no quieren, la responsabilidad es suya”.

Too hot to handle es ridículo y terrorífico al mismo tiempo porque el imperativo moral contra el sexo sin compromiso deja de ser un mandato cristiano para convertirse en una oportunidad para el crecimiento personal. Ya no es la Biblia, sino un manual de desarrollo personal lo que les motiva a renunciar a los placeres de la carne y empezar a pensar las relaciones con inteligencia emocional.

"Too hot to handle es ridículo y terrorífico al mismo tiempo"

Algo que queda confirmado cuando para facilitar su transformación les montan una serie de talleres de autoconocimiento igual de absurdos que el resto del programa: ellos se visten de guerreros y arremeten con lanzas contra sus miedos; ellas se miran el coño con un espejo y repiten mantras sobre empoderamiento femenino.

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Pero al final los productores del programa consiguen su objetivo: que todos los concursantes hablen de sus emociones, de la importancia de expresarse sinceramente y abrirse a los demás, mientras se siguen morreando en la piscina con el primer cuerpo disponible que encuentran, pero eso sí, solo porque Lana lo consiente. Sino serán avergonzados ante el grupo, señalados como aquellos cuya incontinencia dilapidó el dinero del premio.

Quizá está demás decir que ninguno de esos jóvenes inspira algún tipo de pena: todos se han convertido –o ya eran– instagramers con la mitad de sus fotos patrocinadas. Ricos, guapos y famosos, qué más se puede pedir ¿no? Convertirlos en víctimas sería demasiado. Quizá al empezar el programa no sabían qué significaba la palabra “autogratificación”, pero tenían claro a qué iban al reality show: actuar como cafres incontinentes o diablesas lujuriosas –prácticamente los únicos dos arquetipos que llegan a encarnar– formaba parte de su estrategia de autopromoción.

Sin embargo, más allá de la impostura que acompaña todo reality, hay algo de sintomático en lo que Too hot to handle les hace a los concursantes. Al principio parecía algo similar a nuestra cuarentena, pues la arbitrariedad de las normas de aislamiento sexual que se les impone a los concursantes y el sometimiento al poder totalitario de Lana no es muy diferente a vivir bajo un Estado de Alarma.

Los paralelismos son muchos, demasiados: la permisividad frente a la vigilancia digital, la restricción horaria para ciertas actividades o la conversión de nuestros compañeros en policías de la moral. Pero la insistencia del programa en los vínculos verdaderos y las emociones sanas provoca que el chiste sobre cuarentena sexual de los concursantes sea poco más que un guiño publicitario.

"La única tentación real es la que sienten los guionistas por convertir cada acercamiento sexual fallido en una historia de autosuperación"

A la práctica, la isla paradisíaca se convierte en una escuela de voluntad. Las ganas de follar importan mucho menos que las carencias emocionales de los concursantes. La única tentación real es la que sienten los guionistas por convertir cada acercamiento sexual fallido en una historia de autosuperación. Sin embargo, al querer concentrar todo esto en unos pocos episodios de 40 minutos, también este el discurso Mr.Wonderful de relaciones auténticas acaba convertido en una parodia de sí mismo. El concurso va tan rápido –con las normas y los concursantes cambiado de un momento para otro– que ni tan solo este mensaje consigue cuajar.

¿Dictadura digital? ¿Cuarentena sexo-afectiva? ¿Neoliberalismo emocional? ¿Crítica de la frivolidad afectiva de los millennials? Es difícil decir si Too hot to handle es un síntoma o una parodia de nuestra sociedad. O si es las dos cosas a la vez. Lo que está claro es que pone en juego casi todos los elementos que configuran el marco mental de nuestra generación, como si fuera una comedia aceleracionista sobre la educación sentimental. O quizá todo esta reflexión ha quedado tan elevada para un simple concurso sobre follar o no follar que también es un parodia de lo que somos los millennials.

@Berta_Gomez