Una imagen real de la situación de Colombia hoy
Ilustración por @probremuchacho
El Desplome

¿Es la ira lo único que tenemos, que nos queda, la única potencia posible para cambiar la injusticia en Colombia?

No merecemos a la gente que está poniéndole el cuerpo a este pedido por una sociedad mínimamente más justa, que seguramente terminará con más muertos de los necesarios y con menos cambios de los prometidos

Si viviera en Holanda 
yo sería de esa gente 
que le va ganando tierra al mar. 
Si estuviera en el Sahara 
ganaría lluvias 
cultivando rosas 
sobre pausados camellos 
que conocen la vivienda de las aguas. 
Pero soy de aquí 
y soy millones 
vibrando en el cansancio elemental 
de ganarles nuestra vida 
a un puñado de crápulas. 

Laura Devetach 

Yo no iba a escribir sobre esto. En mi columna de esta semana iba a ir un texto que me parecía divertido y melancólico sobre Los simpsons. Escribirla me tenía ilusionada y nostálgica. Estaba llena de pequeñas reflexiones sobre el pasado y frases que encontré ingeniosas para hablar de nuestras emociones, de la televisión, del mundo y la memoria. La escribí con tiempo y ganas, así como la pensé. 

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Pero hoy no tengo más deseos de que se publique. No quiero –y lo digo en términos de lo que tengo ganas de hacer– hablar de nada diferente a lo que pasa en Colombia. Y, además de no querer hacerlo, no creo poder. No creo ser capaz de tener ninguna otra conversación pública que no sea esa, no porque yo sienta que tengo una responsabilidad ni mucho menos (no creo que nada de lo que escribo sea necesario para nadie), sino porque de verdad no creo estar en capacidad de pensar sobre algo distinto. Porque lo que ha pasado durante los últimos días, durante los últimos años, durante los últimos siglos me ha resultado tan violento, tan brutal, tan desolador y desesperante que creo haber perdido las palabras para hablar de algo más. 

“Porque lo que ha pasado durante los últimos días, durante los últimos años, durante los últimos siglos me ha resultado tan violento, tan brutal, tan desolador y desesperante que creo haber perdido las palabras para hablar de algo más”.

No podemos limitarnos a decir que lo que pasa en Colombia es porque el Gobierno de Duque (descendiente directo del Gobierno de Uribe: ese expresidente que está siendo investigado por armar a grupos para-estatales para hacer ejecuciones extrajudiciales, entre otras) presentó una infame reforma tributaria, en medio de una pandemia mundial que, además de miles y miles de muertos (75.627 a la fecha) ha hecho polvo la economía de la mayoría del país. Sin embargo, para esta catástrofe podemos citar esa como la gota que rebosó la copa. ¿Por qué un Gobierno presenta una reforma tan salvaje contra la mayoría de la población en una situación así? ¿A tan poco tiempo de otras elecciones presidenciales? A veces tengo la sensación de que a los gobernantes colombianos no les interesa persuadir, que tienen tanta certeza de que se quedarán allí por todos los medios de los que dispone un Estado, que ni siquiera les interesa convencernos de que los votemos. No necesitan ni mentirnos. Igual ganarán ellos: los mismos, los amigos de los mismos, los hijos de los mismos, los primos de los mismos de siempre. 

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“A veces tengo la sensación de que a los gobernantes colombianos no les interesa persuadir, que tienen tanta certeza de que se quedarán allí por todos los medios de los que dispone un Estado, que ni siquiera les interesa convencernos de que los votemos”.

Fue tan cínica la reforma y tan cínico ha sido todo el Gobierno, que la gente, ya cansada, triste, empobrecida, amenazada y agotada, salió a la calle en una continuación de las manifestaciones del 2019, pero con una pandemia encima. Lo que estaba mal, ahora está peor: a los líderes sociales los siguen asesinando, nadie sabe nada de las garantías del proceso de paz, la desigualdad, producto de una economía voraz y neoliberal, no para de crecer y la “economía naranja”, terminó por destruir los bolsillos de la clase media, que ya estaba en vías de extinción. Las vacunas tardan demasiado en llegar y el Estado no aparece por una enorme cantidad del territorio nacional. Todo se repite, pero peor. En Colombia la historia se repite primero como tragedia y luego también. 


Los medios oficiales hablan de las ventanas rotas, de “vándalos” que atentan contra los buenos y responsables militares que nos “cuidan”, que defienden el “orden” social. El ministro de Defensa hace un recuento de daños materiales y mezcla en una bolsa sin sentido a todos los grupos armados que existieron en el país para justificar los desmanes, todo se reduce a que hay “terroristas” (lo que sea que eso signifique) en las marchas. 

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El expresidente, ESE expresidente, tuitea, a manera de orden, que hay que defender el derecho de los militares a responder a piedras con balas. No estoy viendo todo lo que dicen esos medios enormes y tradicionales, el universo alterno que crean, donde hay una amenaza que siempre viene de afuera, que seguro varios de mis tíos temen, que justificarán lo que está pasando pensando que alguien les quiere quitar sus casas, ellos, también con ínfulas de ricos y con la tranquilidad de saber que ni sus hijos ni sus sobrinos están en la calle como para temer que los maten. 

“El universo alterno que crean, donde hay una amenaza que siempre viene de afuera, que seguro varios de mis tíos temen, que justificarán lo que está pasando pensando que alguien les quiere quitar sus casas, ellos, también con ínfulas de ricos y con la tranquilidad de saber que ni sus hijos ni sus sobrinos están en la calle como para temer que los maten”.


Como estoy lejos, observo lo que pasa por las pantallas de mi celular y mi computador: miles y miles de cuentas que se suman a documentar y a transmitir en las calles, desde las ventanas. En un video, de los primeros y más impactantes sobre los muertos por el Estado, se escucha la voz de una mujer que llora con ira al enterarse de la muerte de su hijo Santiago Andrés Murillo, de 19 años, por un balazo de la policía. Nunca la vemos, no es necesario, se la oye gritar “que me maten de un tiro a mí también”, en otro live vi manifestantes esconderse en casas desesperados, mientras el ESMAD les disparaba. 

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El mundo también mira esos videos y esas transmisiones en vivo con horror: Kim Kardashian retuitea las cifras de ONGS de Derechos Humanos, René Pérez se une a los lives de los manifestantes, Shakira pide que pare la represión policial, el presidente del comité de DDHH del Capitolio dice en entrevistas que en Estados Unidos están aterrados con la represión de las fuerzas de seguridad colombianas “we`ve seen the videos”, repite. Todos tienen que pronunciarse, por prudencia, conveniencia o por genuina preocupación, no hay nadie que pueda quedarse sin referirse a lo que sucede como una masacre. 

¿Por qué ahora se aterra toda esta gente cuando nada de esta violencia es nueva? Quizás por la tecnología, quizás por la masividad, quizás por la espontaneidad de las imágenes y su posibilidad de transmitirse en vivo, que facilitan compartir la angustia, percibir el peligro, el riesgo, la violencia de verdad, aún cuando no estamos ahí. Es más difícil fabricar un relato así. En el documental Pirotecnia, de Federico Atehortúa, arriesgan a definir a los falsos positivos (las ejecuciones extrajudiciales por parte del Estado para presentarlos como bajas de guerra) como el asesinato de personas al margen del conflicto para poder mostrarlas como “buenas muertes” o “muertes necesarias” en la puesta en escena de una guerra que terminó existiendo para que la viéramos por televisión, el documental se pregunta si esa fabricación y manipulación de imágenes es la génesis real de nuestra tragedia e indolencia. No lo sé. Nadie lo sabe. Algunos lo saben.

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Una cosa es ver un video de un muerto en diferido, con una narración y un contexto –imágenes que en Colombia conocemos muy bien– y otra es ver, así sea a través de una pantalla, a alguien morir. De cualquier manera, tenemos la ilusión de que este interés internacional siente un precedente. Colombia ha ido demasiado lejos, y ya todos se dieron cuenta, todos lo están comentando, nadie quiere justificar esa matanza y seguramente la única cooperación gubernamental sea gracias a que esos otros países ahora nos miran con vergüenza. No somos más la fantástica y dócil nación de los buenos indicadores económicos, de las industrias, el ejemplo de los malos, los rebeldes y los feos vecinos zurdos. No somos más la cocaína rica que inhalan todos, el café de especialidad, la amabilidad y el recuerdo de Pablo Escobar. Somos lo que fuimos siempre: este terrible colchón de muertos, unos que aportan la resistencia ante un sistema de pocos que se lo fagocitan y construyen sobre sus cadáveres la normalidad de todos los demás.  

Ahora nos ven de verdad. 

Sería una enorme injusticia decir, como dicen muchos, que Colombia “por fin despertó”. Hay una Colombia, esa que quizás estamos viendo apenas ahora, que siempre ha estado despierta. Hay una porción del país que pone el cuerpo y también pone los muertos en esta guerra. Antes en forma de “bajas”, ahora en forma de muertos en medio de la protesta. 

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Yo pertenezco al mundo de los que no estamos ahí, de los que nunca estaremos ahí, de los que vemos con horror y con angustia, de los que tenemos estas palabras, que se quedan cortas, que son poco, que son insulsas e insuficientes para hablar de lo que pasa, así probablemente nunca lleguemos a entenderlo, así probablemente nunca nos toque. 

“Hay optimistas o ingenuos que repiten que el país “por fin despertó”, pero no puedo sumarme a ese clamor porque eso sería una enorme injusticia. Hay una Colombia, esa que quizás estamos viendo apenas ahora, que siempre ha estado despierta. Hay una porción del país que pone el cuerpo y también pone los muertos en esta guerra”.

A quienes están en la calle, que no huyeron como huimos tantos, que no se guardan como hacemos tantos otros y que no justifican, no ignoran y no son indolentes: todo el agradecimiento del mundo.  No merecemos a la gente que está poniéndole el cuerpo a este pedido por una sociedad mínimamente más justa, que seguramente terminará con más muertos de los necesarios y con menos cambios de los prometidos, pero que será algún precedente, así sea para la memoria. Esxs jóvenes, campesinos y campesinas, sindicalistas, pelados y peladas, feministas, estudiantes y todos los que marchan son verdaderamente el único orgullo nacional, el único estandarte en ese lugar desmesuradamente cruel, horrorosamente injusto que es Colombia. 

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No se puede escribir de otra cosa ni pensar en nada distinto que los 31 muertos, 1443 heridos, 10 mujeres violadas y 89 desaparecidos en estos 4 días de protestas.

Seguramente en las horas que vienen empezarán a repudiar “toda forma de violencia”, como si fuera lo mismo cuando viene del Estado que de la gente. Quizás en unos días todo parezca haber terminado o traten de convencernos de que así fue. 

Se masificarán los discursos que rezan que con el odio no se construye y que no deberíamos estar enojados, pero la ira es lo único que tenemos, que nos queda, es la única potencia posible para cambiar la injusticia del mundo, como escribió Vicente Luy alguna vez: 


Antes pedimos que se vayan.
Antes, pedimos justicia.
Ahora pedimos que no se rían de nosotros.
Después, ¿qué pediremos; piedad?
Usá tu odio para el bien común.
Poné tu odio al servicio del bien común.

* El mundo tal como lo conocemos está cambiando, las estructuras vinculares que nos habían impuesto se han derrumbado. Esta es la quinta entrega de El Desplome, una columna bimensual de María del Mar Ramón sobre lo que estamos construyendo desde los escombros.