Los heavies son posiblemente una de las últimas tribus urbanas que sobreviven en nuestro país. En un momento en el que los límites musicales son cada vez menos claros y en el que los adolescentes ya no se sienten atraídos por las identidades colectivas que antaño representaban al resto de subculturas que poblaban nuestras ciudades (punks, skins, mods, rockeros, raperos…), es encomiable la resistencia numantina de los metaleros, que siguen manteniéndose fieles a sus principios éticos y estéticos: ropa negra, chupas parcheadas, muñequeras de pinchos, guitarras afiladas, duras y pesadas, y, por supuesto, largas melenas.
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Sin importar el lugar, el momento o la época del año, al margen de las modas y de los artistas del momento, los heavies siguen a lo suyo, peregrinando de concierto en concierto, de festival en festival, para seguir viviendo sus particulares ritos con la misma intensidad de siempre, ya sea viendo por enésima vez el concierto de un grupo mítico o para disfrutar de las nuevas promesas de la escena.
Y a diferencia de otras subculturas, que han sido absorbidas, fagocitadas o reducidas a la marginalidad, en todos estos conciertos buena parte de la audiencia sigue siendo joven, el metal se sigue nutriendo de las nuevas generaciones de acólitos que acuden a cada evento a levantar los puños y romperse el cuello haciendo headbanging como si nada hubiese cambiado en los últimos 50 años. Y seguramente sea porque para los heavies nada lo haya hecho, o al menos no demasiado. Se siguen reconociendo en los mismos códigos, siguen sintiéndose parte del mismo cosmos, así se encuentran, se entienden y comparten algo que les es propio y que no piensan dejar morir. Larga vida al joven metal.
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