Viaje al fondo del clóset


“El secreto. Cualidad seductora, iniciática, de lo que no puede ser dicho porque no tiene sentido, de lo que no es dicho y, sin embargo, circula… Todo lo que puede ser revelado queda al margen del secreto. Pues no es un significado oculto, no es la llave de nada, circula y pasa a través de todo lo que puede ser dicho igual que la seducción corre bajo la obscenidad de la palabra”.

—Jean Baudrillard

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“El objetivo del seductor no es tanto la conquista o la consumación, sino la pluralidad de posibilidades que se le ofrecen”.
—Michel Maffesoli

La sensación al cruzar el umbral es la de una Alicia a través del espejo. La luz, la calle fría, la sequedad del aire, la presión de la ropa son reemplazadas por la penumbra, el vapor, la humedad y la desnudez emancipadora del interior. Lo más difícil, al principio, es no saber qué hacer con las manos. Tu único agarre al mundo conocido, al aceptado, al normado, es una toalla diseñada especialmente para desatarse. Estás al límite, “entre dos espacios, donde los principios antagonistas se enfrentan y el mundo se invierte”, diría Bourdieu.

Me he decidido a visitar por segunda vez un sauna gay luego de pasar una tarde solitaria frente al computador. Él —mi sexo fijo y psicoanalista en casos eventuales— anda de vacaciones. Para subirme el humor he repetido hasta el cansancio La concejala antropófaga, ese cortometraje cachondo y perfecto de Almodóvar, al que siempre regreso para escuchar que “el deseo es el principal motor de una sociedad mejor”. Luego de una deriva de hashtags, likes, spams, algo fácilmente digerible, gay_cumshots, reviso la guía gay de Colombia que me ofrece siete saunas en Bogotá, de los cuales solo conozco el Bagoas, un club ubicado al norte de la ciudad que se precia de ser la única casa de baños para hombres de la capital que abre 24 horas los fines de semana.

Por recomendación de un amigo que andaba preocupado por mi relación —cuatro años y aún vírgenes en asuntos orgiásticos— y luego de que mi editor, coincidencialmente, lo sugiriera como experimento periodístico, decidí visitar el Bagoas junto a mi novio, Daniel, hace un mes. Él solo tenía en su marco de referencia una experiencia desafortunada en un video gay en Medellín, que me había descrito como un lugar sórdido, de pasadizos húmedos y asfixiantes, que olía a mierda y desinfectante e incitaba a todo menos al sexo. Por mi parte, a mis 24 años, mis únicas referencias sobre “ese tipo de lugares” eran dos retratos antónimos: El baño turco de Ferzan Özpetek y el laberíntico Rectum de Irreversible.

Eso y los desafortunados retratos ofrecidos por la prensa nacional, que hace unos meses había informado sobre el cierre de Dark Club, uno de los pocos lugares dedicados al BDSM en Bogotá. Aun cuando la noticia en realidad iba sobre la venta de cocaína y las condiciones de insalubridad del sitio, el escándalo para uno de los periodistas era que en la ciudad existieran establecimientos “donde ofrecen sadomasoquismo para sus clientes”, como si se tratara de una nueva modalidad de “paseo millonario” o una sala de “chuzadas” del Ejército.

Es entendible entonces que de camino al Bagoas mis pensamientos flotaran por aguas sórdidas y pornográficas. Escenas con cadenas, lenguas lamiendo botas, fisting y penetraciones dobles, una guerra librada por ejércitos de hombres desnudos en éxtasis de popper y perico. Y lo que es peor, no podía sospechar más allá de mis prejuicios sobre el tipo de sujetos que frecuentaban esos ambientes: sátiros ancianos con erecciones perpetuas que practicaban sexo anal sin protección con puticos efebos en un caldo de corridas infecciosas.

Cuando Daniel y yo estuvimos frente al garaje enrejado de una casa de dos pisos en el barrio Quinta Camacho, dudamos de la dirección. No había señales ni carteles que delataran al Bagoas. Apenas dos carros parqueados, las ventanas sin luces, la calle silenciosa, fría, típica de una zona residencial del norte de Bogotá a las 11 de la noche. Mientras nos fumábamos un porro y evaluábamos la posibilidad de irnos, la puerta se abrió. Salió un hombre de unos treinta y tantos años, de rostro tranquilo, y tras él el sonido de un pop fácil, lejano. El tipo miró a lado y lado de la calle, como intentando evitar ser descubierto. Empujó la reja sin seguro y se fue.

Pensé que a último minuto iba a arrepentirme. Hasta ese momento no había digerido el asunto de mi propia desnudez, mi puesta en público, el ritual previo de deshacerme del pudor que me generarían los ojos de otros puestos sobre mi diminuto esqueleto. Luego me refugié en el comodín de anonimato que significaba ser un visitante pasajero.

La imagen del segundo círculo del infierno se evaporó esa noche entre la variedad de cuerpos y las múltiples posibilidades de deseos, mientras jugaba con Daniel a adivinar vidas y elaborar un bestiario: los búhos ancianos que satisfacían su deseo con solo ver; las hordas de lobos de gimnasio que se arrinconaban en la penumbra alrededor de una presa pasiva, tan consciente de su rol que no había lugar a la violencia; los pollos con caras de universitarios, inexpertos y curiosos, que se entretenían con solo tocar… Me sorprendió la honestidad del lugar, en el que el consenso es ley: nadie obliga, nadie hiere, todos disfrutan. Al final, tuve la sensación de que todos estábamos convocados allí por algo en común que trascendía lo sexual, eso que el sociólogo Michel Maffesoli llama la celebración de lo divino social, de la comunidad, o tal vez algo menos aprehensible.

Un mes después, con la ansiedad entre las piernas después de una semana de soledad y aislamiento, me encuentro frente a Cómplices Spa, a unas cuadras de mi casa, en el corazón del Centro Internacional de Bogotá.

Cuando abrieron el sitio en el 99 era solo un video gay (en este mundo, un video es un local con cabinas y cuartos oscuros en el que se proyectan películas porno y, básicamente, se folla). Según me relató después el administrador —un cuarentón diligente retirado del ejército que decidió montarlo junto a un compañero de filas— no llevaban ni tres meses cuando la policía realizó un allanamiento. “Nos sacó los clientes. Entraron y atropellaron a la gente. Instauré una demanda en contra del Estado, el Ministerio de Defensa, la Policía Nacional. Después vinieron y pidieron disculpas. Yo les demostré, por conocimiento que tengo, que sí fue un allanamiento ilegal sin orden, sin inspección, sin juzgado”.

Luego adquirieron la casa que quedaba justo detrás para construir la zona húmeda. Demoraron ocho años para poder asegurar el negocio. Ni siquiera los bancos les abrían créditos por tratarse de un sitio dirigido a un público gay. “Siempre sacan evasivas por los prejuicios que hay, la mojigatería”. Pero la mayor resistencia vino por parte de los vecinos. La Seccional de Investigación Criminal de la Policía (Sijin) les hizo seguimiento por cerca de veinte días por denuncias de supuestos robos, explotación de menores y grabación de material pornográfico al interior del lugar. Aunque este y otros casos se han cerrado a favor del negocio, el administrador mantiene un archivo grueso de las denuncias y tutelas, reservadas para casos eventuales. Sobre si los vecinos se enteraron por conocimiento propio o a causa de una avivada y curiosa imaginación, lo que se pueda concluir es simple rumor.

En realidad, ahora en la puerta de Cómplices, a escasas cuadras de una de las universidades privadas más prestigiosas del país, me doy cuenta de que no hay nada especial que lo delate entre los apartamentos y negocios que lo rodean. No es una casa tradicional como el Bagoas, pero podría pasar por una bodega, las oficinas de alguna firma publicitaria o un búnker de inteligencia militar. Las ventanas están vedadas, algunos clientes entran y salen mirando a todos lados.

El plus del sitio es que al mismo tiempo es bar, sauna y video. Se puede pagar la tercera parte de la entrada para permanecer en el bar-video, o acceder al tour completo y llegar hasta el fondo, a la zona húmeda. Curioseo un rato por el bar. En el lobby, las caras ebrias y movidas de una suerte de Toulouse-Lautrec acompañan desde la pared a un viejo solitario que me mira desde un sofá. Camino al fondo, los orinales sin puertas, la barra vacía de un bar cualquiera a las cinco de la tarde y una zona de internet. Nada especial, hasta que reparo en una puerta casi imperceptible que conduce a una serie de cabinas iluminadas apenas por unos televisores viejos: bareback, creampie, blowjob, facial. La figura de un hombre me vigila desde la oscuridad, al final del pasillo. Paso a su lado y le pregunto por la entrada al sauna y me indica que debo subir las escaleras.

La cosa mejora gradualmente en el segundo piso, que resulta ser un híbrido entre salón kitsch de recepciones para quinceañeras y una locación almodovariana. Un mundo transitorio de baldosines tipo ajedrez y paredes rosadas con cuadros de hombres desnudos, aunque los clientes aquí permanecen vestidos. Cruzo una mirada con un chico de unos 25 años sentado en un diván, pantalones ajustados, camisa a cuadros y mostacho incluido. Merodeo un rato y entro al juego de un grupo de hombres mayores de 40 que caminan uno tras otro por el gran corredor, salen a fumar a la terraza o se sientan en las salas de televisión para ver las noticias o la telenovela.

Se me hace extraña tanta compostura, tanta asepsia en el trato, tanto olor a ambientador de pastilla. Las únicas voces que me llegan son las de un grupo de hombres con pintas de ejecutivos que hablan en el balcón interno que sirve de panóptico para el bar. El resto no cruza palabra, sino miradas, chocan entre sí, pero no alcanzo a presenciar ni un beso. Por un momento tengo la sensación de estar en un centro de reposo para esquizofrénicos en crisis que vagan y buscan algo que no logro comprender.

Hasta que al fin entiendo. Cuando veo las cortinas confirmo que en estos saunas nada pasa en las zonas iluminadas; acá, “las prácticas orgiásticas”, como apuntó Maffesolí en sus aproximaciones sociológicas, transcurren “en las tinieblas o en la penumbra”. He ahí la razón de las telas pesadas que los hombres traspasan constantemente y que delimitan algunos cuartos creando lagos de oscuridad. Camino por un pasillo antes de aventarme a atravesar alguna. Hay un grupo de chicos más jóvenes que parecen estar menos ansiosos pero activan el radar cuando alguien pasa. Sonríen entre ellos y luego regresan los ojos sobre sus celulares si no les interesa. Y en el caso contrario, una simple sonrisa o una mirada intensa mientras se corre la cortina son suficientes para invitar a un encuentro.

Al traspasar las cortinas la sensación de noche es perpetua. Vuelve mi curiosidad por presenciar algo, y no digo observarlo porque aquí dentro queda mucho a la imaginación de los otros sentidos. ¡Moagk! ¡Moagk! El sonido de las chupadas a mi lado, luego algo —quizá una mano— hurga en mi pantalón. Me acostumbro a la oscuridad y descubro la silueta arrodillada de un hombre calvo que intenta desabrochar mi cremallera con una mano, mientras con la otra masturba a un fantasma que aparece a mi lado. Alguien entra y enciende la luz de un celular para tantear el terreno. El animal inseguro termina por pausar toda la acción de la habitación con la luz, y revela la escena de un hombre alto y delgado en taparrabo siendo penetrado por un viejo panzón y más pequeño. Le toco el hombro al calvo en señal de “suficiente” y busco la salida al corredor. Por ahora solo quiero jugar al voyeur. Las manos intentan retenerme pero se pierden nuevamente en la penumbra.

Al fin encuentro la puerta de acceso a la zona húmeda.

Mientras me entregan el taparrabo y las llaves del casillero, puedo ver a los voyeurs del video observar por los vidrios que separan ambos mundos, ansiosos por pescar algún pedazo de piel. A partir de este instante he adquirido pasaporte de anónimo y la ropa comienza a estorbar. No es cuestión de libido, sino un pacto adquirido con los otros. La toalla, el taparrabo o la desnudez absoluta por la que optan algunos clientes terminan por instalar una igualdad, si no de oportunidades, por lo menos de posibilidades.

Entre los casilleros alcanzo a notar una señal de tránsito que dice “uno a uno”. Resulta ser la pista para una habitación escondida tan premeditadamente que termina por ser obvia. Después de un túnel pequeño entro a un agujero negro. La oscuridad es más absorbente que las penumbras del video. La música del bar se hace casi imperceptible. Ciego, tanteo con mis manos al frente para no ir a tropezar con alguien, pero parece que no hay nadie.

Sobre esta habitación me hablará luego el administrador cuando me relate la anécdota de un hombre que llegó hasta su oficina —gafas de sol y sombrero, aunque no me lo crean—, para pedirle que encendiera la luz. El día anterior había perdido un anillo de oro en este cuarto oscuro. Solo pedía punto en boca, total reserva. “Era un caballero de avanzada edad. Nos dijo: ‘mire, se me cayó en la parte oscura, yo soy tal persona’. Era un clérigo. Una persona de la iglesia de un rango alto. Uno ve que todos necesitamos de un espacio, tenemos una fantasía y necesitamos a veces cumplirla. Yo tengo aquí muchísimos clientes de las comunidades religiosas. Respetables y bienvenidas todas esas vainas acá. Por eso existen estos negocios, porque la gente puede venir y expresar lo que no puede hacer afuera (…) el día que la sociedad sea capaz de enfrentar los gustos y respetar a las personas por lo que son y no por sus preferencias sexuales, ese día se acabarán muchísimos problemas. La gente vive estresada tratando de demostrar lo que no es”.

Pasa un momento hasta que descubro los barrotes con mis manos. Creo que he llegado al centro de la habitación. Como si activara una alarma, una mano llega del otro lado hasta mi entrepierna, accesible bajo la tela del taparrabo. Intento palpar el cuerpo al que pertenece, los vellos en el brazo, la tela sobre el hombro. La habitación resulta ser un puente entre el mundo de los vestidos y el de los desnudos. Comienzo a sentirme de una raza diferente. Le permito que juegue un rato pero ya tuve suficiente del video. Quiero ver más.

Regreso a mi deriva por el segundo piso de la zona húmeda. En las duchas abiertas algunos clientes se dan el último baño para regresar a sus respectivas y revestidas vidas. Al fondo me encuentro con un laberinto de cabinas con televisores, una puerta entreabierta y un hombre recostado bocabajo en la colchoneta y sin taparrabo, la señal inequívoca de una ofrenda pasiva a la espera de un lobo activo que decida devorarla. Estas cabinas también tienen su anécdota, alguna vez un tipo le pidió permiso al administrador para romper la regla, entrar vestido y cumplir su fantasía de ser penetrado mientras llevaba una faldita de colegiala.

Una de las cabinas está cerrada. Me mueve la curiosidad de ver qué hay detrás de la puerta. Empujo y cede. En la habitación de un metro cuadrado, un cuarteto de cuerpos sudorosos se dan la batalla por la gran corrida: al fondo un maduro canoso se la clava a un veinteañero delgado, mientras los más cercanos a la puerta —en rango de edad similar a la de sus roommates—, optan por una felación clásica. Los únicos que no notan mi presencia son los dos gringos incipientes que cabalgan a pelo en la pantalla del televisor que me ilumina la escena. No me animo a seguir, comienzo a sentirme un cobarde, a pesar de que alcanzo a distinguir una sonrisa de complacencia silenciada por una verga.

Bajo las escaleras siguiendo el vapor del eucalipto. Algunos hombres desfilan hacia el sauna y los dos jacuzzis, en el extremo trasero de la casa. Paso de largo el primero, he estado demasiado seco.

Como si se tratara de una regla tácita instalada a último momento, entro en el jacuzzi donde un grupo de cinco chicos en edades similares a la mía cruzan miradas sin mediar palabra. Si bien hay música de fondo, la sensación de silencio es mucho mayor que en el video, a pesar de las risas de tres hombres maduros que comparten el otro jacuzzi, justo al frente. De vez en cuando voltean la cara para olisquear qué tan cocinados estamos los pollos de la alberca vecina. Al igual que en el Bagoas, me doy cuenta de que estas áreas comunes e iluminadas sirven más para evaluar posibles ligues que para tener sexo.

Pero a diferencia del Bagoas, aquí parece haber más carne joven. Seguramente por las universidades que circundan la zona y las promociones y descuentos que ofrece el sitio para los “pollos”, que aunque no escasean tampoco son la media del lugar. Según me contó Arkángel, un exmasajista del Bagoas que conocí por Hornet —el Tinder gay— días después de mi visita, el 70% de los hombres que frecuentan los saunas está entre los 30 y los 35 años, en su mayoría ejecutivos con algo de poder adquisitivo. Los pollos, en cambio, son un bien que se agota fácilmente y abandonan rápido el lugar. Según Arkángel, porque suelen gastar en la entrada lo que llevan encima, y solo cuentan con la buena voluntad de los extraños

En la piscina, un moreno de hombros anchos y rasgos costeños ha comenzado a rozarme el pie aprovechando la pantalla de agua. Me mira de vez en cuando y luego me coteja con los otros. Lo dejo que siga su ruta hasta alcanzar mi muslo, y mientras tanto descubro una cara conocida. Un chico con cuerpo de nadador de unos 25 años, que Daniel y yo habíamos estado persiguiendo la otra noche en el Bagoas. Lo habíamos clasificado como Tiburón, porque lo encontramos flotando en el agua fingiendo que dormía y en toda la noche no hizo más que evitar a cualquiera que se le acercara.

Uno de los hombres del otro jacuzzi sale del agua y revela su barriga de oso en decadencia con una capa de vellos grises. Cruza hacia el territorio de los pollos para intentar un ataque. Hace parte del tercer grupo que me había descrito Arkángel, los búhos, señores entre los 45 y 55 años que vienen a matar el tiempo intentando cazar algo. Entra al agua y se sienta a mi lado, obligando al moreno a retirar su pierna. Evado su mirada, que siento sobre mi cuello. Echa un vistazo a los demás, pero vuelve sobre mí, que parezco casi un adolescente.

—¿Hola, cómo te llamas?

Aunque me lo dice al oído, presiento que los otros chicos alcanzan a escuchar desde sus esquinas. No estaba preparado para que alguien preguntara mi nombre, y me siento como un espía descubierto.

—Martín —invento al paso, con un hilo de voz que delata que no he hablado en toda la noche.

—¿Y cuántos años tienes, Martín?

—21 —de repente quiero seguirle el juego, saber hasta dónde llegará.

Luego de preguntarme a qué me dedicaba me confiesa que él solía ser negociante. No da más detalles. Solo que ahora es pensionado y tiene 55. Sospecho que también se ha restado años. Luego del breve diálogo cree haber logrado su cometido. Entonces me propone subir, aclarando que es activo. Subir significa encerrarnos en una cabina. Ante mi negativa me advierte que puede ofrecerme algo a cambio: 30.000 pesos es su apuesta inicial.

Salgo indignado de la piscina, no tanto por el gesto del hombre como por la cifra, que apenas alcanza para cubrir el costo de la entrada. “No hay santos”, recuerdo la frase de Ricardo Darín en Nueve Reinas mientras camino hacia el turco, “lo que hay son tarifas diferentes”.

Arkángel me había hablado de este tipo de situaciones. No sin algo de reserva, al advertirme que no era una cuestión que comprometiera a los establecimientos. Era un contrato aparte, un negocio cerrado en cualquier bar o restaurante. Ante mi pregunta de si veía en eso cierto rasgo de prostitución me contestó: “llamarlo prostitución como tal no creería. Sí y no. Prostitución sería como si yo todos los días estuviera en un sauna distinto y viviera de eso. Pero sí creo que no falta el que venga y diga: ‘de aquí me voy a levantar mínimo una cerveza o algo más. Al menos que me lleve hasta la casa o a comer’”.

En el turco solo encuentro a tres hombres esperando por la ducha fría. Hay poca actividad acá adentro y he perdido la concepción del tiempo. Quizá vayan siendo las nueve, una hora para el cierre, y el lugar se esté vaciando de clientes. Pero un gran ventanal tras la ducha del turco me revela un lugar que no había previsto.

Salgo de allí, no quiero perderme nada de esta casa. Busco la puerta que resulta estar justo al frente del sauna. Un gran corredor me ofrece dos vías: una piscina romana coronada por un león que bota agua por la boca, o seguir hasta el fondo, que se difumina por el vapor. Opto por lo más próximo, animado por dos hombres tatuados que se besan bajo el león. En el instante en que me sumerjo veo pasar al Tiburón caminando por el pasillo hacia el fondo desconocido. Tras él ha entrado también el viejo negociante a dar la revancha. Se me acerca sin entrar al agua y su tarifa sube 10.000 pesos.

Pero me decido por conocer el último rincón de la gran casa y salgo del agua. Atravieso la cortina de vapor hacia el fondo. Hay otra serie de cabinas, todas vacías, y al frente una hilera de sillas plásticas ocupadas por varios chicos. Zona de ligue fácil, supongo. El Tiburón vigila desde la pared del fondo, le lanzo una mirada de anzuelo pero, sorprendido, se la acepta al negociante que ha estado tras de mí. Supongo que aquí adentro hay oferta para todos y el Tiburón buscaba algo con más sangre.

Ambos rodean la pared y se pierden en el vapor y la oscuridad, revelándome que se trata de un muro falso. ¿Aún hay más fondo?

Apenas hasta ahora soy consciente de la geografía de mi recorrido, del gran laberinto que es esta casa. Bogotá ha quedado allá afuera y yo estoy en el centro de un remolino. Me entrego a la penumbra del cuarto oscuro que esconde la pared, mientras los hombres de las sillas entran y me empujan hacia el fondo. Abandono la última soga que me une al exterior, mi taparrabo. No hay nada que mirar, el cuarto es un caleidoscopio que responde al tacto.

Las formas varían a medida que me acerco al centro. Mi ego se desvanece en un magma confuso. Soy testigo táctil del rito del caos. Acá adentro estamos los exiliados del mundo exterior. Los que nos encerramos en los baños de los centros comerciales mientras ustedes observan vitrinas, los que nos escondemos entre los matorrales de los parques mientras pasean a sus perros. Los outsiders, los perversos. Celebramos aquello que nos une y nos convoca aquí adentro. Nuestro sexo es estéril y asusta, porque se agota en el instante y no produce mano de obra ni soldados, ni sirvientas.

Aquí formamos una masa compacta. El vapor y la penumbra aligeran el peso de nuestro secreto.

Fotografías por CAMO.