Artículo publicado originalmente por VICE Países Bajos.
Willem* estaba agotado. Era tarde, y estaba parado en ropa interior en medio de su laboratorio de DMT, que también era su cocina. Willem había estado trabajando durante 20 horas seguidas; estaba tan cansado que sus ojos empezaron a arder.
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Por quinta vez consecutiva, agitó 32 frascos uno por uno, cada uno lleno de DMT cristalizado, agua y éter de petróleo. A un metro de distancia, un huevo salpicaba aceite en la estufa. Mientras agitaba uno de los frascos de vidrio con ambas manos, salían gases de la tapa. Willem estaba a punto de hacer 25 gramos de DMT en una sola sesión, con un valor de 2,566 dólares. Estaba muy cerca de terminar su trabajo; sin embargo, una llama apareció frente a él. Sus manos estaban en fuego.
Rápidamente dejó el frasco y apagó la llama con un paño de cocina. El intenso y repentino olor a petróleo hizo que sus ojos se dirigieran a su barba chamuscada y más abajo a sus manos y brazos ahora sin pelo. Por un momento, todo lo que Willem pudo hacer fue mirar fijamente el huevo quemado en el sartén mientras vertía agua tibia en sus brazos. Poco después, cerró su laboratorio y se fue a dormir.
“Por suerte no me quedó cicatriz, pero me dejó marcado”, dice Willem ahora. “Cuando ignoras tus propios límites, al trabajar más tiempo o al hacer demasiadas cosas al mismo tiempo, comienzas a cometer errores. Y en este negocio, los errores pueden costarte la vida”.
Willem con frecuencia trabajaba toda la noche en su cocina, emanando gases químicos de su casa, el olor solo enmascarado por el incienso arde en el marco de las ventanas. Pero el dinero ha hecho que todo valga la pena. Durante cinco años, contribuyó a un mercado negro global de medicamentos que valía 21,4 mil millones de dólares tan solo en 2017, según una investigación reciente realizada por la academia de la policía holandesa.
Durante la semana, Willem vive en un remolque en una granja en Brabante –una provincia al sur de los Países Bajos– donde ha trabajado cultivando frutas y verduras orgánicas durante unos meses. Los fines de semana, cuando no está trabajando, vive en una casa real, en otro lugar de la misma provincia. Willem me muestra sus dedos, cubiertos de arena negra. “[La agricultura es] muy diferente a cocinar drogas, pero yo estaba preparado para eso”, sonríe.
Hemos acordado reunirnos cerca de su nuevo trabajo para hablar sobre su vida anterior cocinando DMT. Lo primero que quiero saber es cómo este joven de 26 años, educado y ordenado, entró en la producción a gran escala de drogas sintéticas a la edad de 22 años. “Todo comenzó con una fascinación básica por eso”, explica.
Willem tenía 21 años cuando fumó DMT por primera vez. Desde la secundaria, había sentido curiosidad por lo psicodélico, pero como era bastante raro, al principio le resultaba difícil encontrarlo. Con el tiempo, consiguió algunos. “La primera vez que lo hice, sentía la sangre correr por mi cuerpo”, recuerda. “Respiré hondo, le di tres fumadas y, antes de poder bajar la pipa, me encontraba en un mundo completamente diferente. Hace efecto de inmediato. Me quitaron la pipa y el encendedor de las manos y, con un empujón delicado, me llevaron al sofá de mi amigo. Había perdido todo el control”.
Willem describe que cada objeto en la habitación se aleja de las paredes y vuela. Mientras tanto, sus amigos se estaban contorsionando en diferentes formas, antes de flotar y caminar en el techo. “No tienes tiempo para procesarlo, todo pasa demasiado rápido”, dice. “Durante un viaje como ese, no sientes ningún temor, todo lo que experimentas es un indescriptible sentido de conexión y amor. Pero cuando volví a la realidad, me cagué. Fue traumático, pero al mismo tiempo, hermoso”.
La experiencia dejó tal marca en él que no pudo dejarla ir. Comenzó a investigar los orígenes de DMT para comprender mejor su propia experiencia, y descubrió que incluso él –alguien que no sabía mucho de química– podría hacer la droga en casa siguiendo unos sencillos pasos. “Una reacción ácido-base no es tan complicada, y hay un montón de consejos de química casera en internet”, explica Willem.
Por 170 dólares, Willem compró el kit de inicio para convertir su cocina en un laboratorio de drogas experimental. “Hacer ese primer lote fue complicado”, recuerda. “Terminé con dos gramos de DMT. Me sentí muy bien, aunque no sabía si realmente funcionaría”.
Willem sabía que lo justo era probar el producto antes de ofrecérselo a sus amigos. “La primera vez fue estresante”, dice. “Estaba en casa de un amigo con mi novia de entonces. Sabían que había estado trabajando en ello, pero cuando puse mi DMT casero en la mesa, hubo un silencio tenso. Decidí subir al piso de arriba y fumé de la pipa mientras mi novia estaba sentada a mi lado. No sé por qué tenía tanta fe en que las cosas saldrían bien, pero lo hice, y tenía razón. ¡Fue mágico!”
Un año después, Willem terminó la escuela y se convirtió en reparador de relojes. Trabajaba en un almacén cinco días a la semana, y eventualmente ahorró los 1,709 dólares que necesitaba para comprar equipo de cocina profesional. Pasaba fines de semana enteros en casa, enseñándose a sí mismo a cocinar DMT. “Aparte de la droga en sí, desarrollé un amor y fascinación enorme por la química”, dice. “Podía mirar el DMT durante horas mientras se cristalizaba en un frasco de vidrio. La química convertida en pornografía”, dice.
El sol comienza a ponerse mientras vamos de regreso a su remolque. “Cuando algo me fascina, me sumerjo profundamente en eso”, dice.
Pronto, todas sus repisas se llenaron de frascos de hidróxido de sodio, botellas de vinagre y grandes matraces cónicos. Había jeringas de plástico por todas partes y carpetas llenas de recetas y notas de investigación. Mientras enumera todas las cosas que solía tener en su casa, Willem se ríe. “Al principio, era bastante imprudente tener todo por ahí de una manera tan desorganizada. Los amigos que venían al principio se asustaron. Pero nunca guardé el secreto, y al final a ellos también les pareció emocionante”.
Sin embargo, nadie quería comprarle. “La respuesta inicial fue decepcionante”, admite. “Algunos amigos compraban una dosis única de vez en cuando, pero eso era todo lo que vendía. En un momento dado, había producido 300 gramos, que se tendrían que vender en las calles por 30,728 dólares. Así que busqué más compradores”. Willem no nos dice cómo encontró a estos grandes compradores, pero revela que eran excelentes para los negocios. “Eran muy diferentes a los hippies y los psiconautas a los que les vendía antes. De repente, estaba hablando con hombres de negocios reales, tipos ricos que siempre cumplían su palabra y cumplían con los contratos. El dinero empezó a llegar”.
Willem se volvió más y más eficiente en su pequeña cocina: pasó de trabajar con un solo frasco de vidrio a 32 contenedores simultáneamente. “Eso significa que agregas líquido 160 veces y agitas los frascos 3,200 veces”, calcula en voz alta. “En ese momento, se convirtió en un trabajo de tiempo completo, no solo en un pasatiempo, y tuve que aceptar que estaba infringiendo la ley a lo grande. Me di cuenta cada vez más de que era un criminal, un sentimiento que disfruté. Mientras más profesional me hacía, más grande era la emoción”.
Una vez que llegamos a su remolque –estacionado en la propiedad de su nuevo jefe– nos enfocamos al lado más práctico del proceso. “La mayoría de las cosas las compraba en una ferretería”, me dice. “La primera vez no hicieron preguntas. Pero cuando te presentas por décima vez para comprar cinco botellas de hidróxido de sodio, quieren saber para qué las estás usando. Necesitas todo eso para producir casi cualquier droga sintética en el libro, e incluso se puede usar para fabricar bombas. A veces te piden una copia de tu identificación. Esto significa que tuve que ir a un montón de tiendas diferentes”.
Dentro de su remolque, saca unos cuadernos. “Para mí, ya no se trataba de seguir un método establecido”. Al investigar, realizar experimentos y mantener un montón de notas, Willem siguió mejorando sus recetas y procesos. También comenzó a especializarse en hacer una mezcla para fumar con DMT llamada Changa. “¡Incluso más rara que el DMT!” se jacta Willem.
Willem está hablando con más suavidad ahora. “Los residuos químicos son un problema”, dice. “Solo una vez tiré los residuos en el escusado, pero me sentí muy mal por eso. Otras veces, los puse en contenedores y los dejé en una esquina. Pero eso tampoco está bien: lo vuelves un problema ajeno. Pero cuando haces cosas contra la ley, no hay nada que puedas hacer”.
A los 24 años, Willem había conseguido suficientes compradores para renunciar a su trabajo habitual. En casa, todo lo que hacía era cocinar DMT. Tenía que trabajar con las ventanas abiertas, lo que causaba que el aire alrededor de su casa oliera constantemente a éter de petróleo. Eso, a su vez, le causaba miedo de que el incienso no fuera suficiente para enmascarar el olor y mantener a raya las sospechas de sus vecinos. Willem se ponía cada vez más nervioso con cada persona que pasaba por su casa y se sentía cada vez menos cómodo ahí. “Cuando trabajaba [haciendo DMT] a tiempo completo, me volví muy paranoico”, dice. “La falta de sueño tampoco ayudaba. Trabajaba durante semanas sin ver a mis amigos”.
Muy pronto, el dinero no parecía valer tanto estrés. “Solía pensar que el dinero me haría feliz, pero hace mucho que no me siento así”, dice. “Los tipos para los que trabajaba en ese momento querían que empezara a producir metanfetaminas o éxtasis. El plan era que me mudaría a una casa en medio de la nada que estuviera equipada con un laboratorio completo y todos los materiales y productos químicos que necesitaba. Podría trabajar sin que me molestaran y ganar miles de dólares al mes”.
Se detiene un momento y pasa saliva. “Para mí, eso era ir demasiado lejos. Ya no quería hacerlo”, dice. “Durante años, pasé todo mi tiempo cocinando drogas e inhalando vapores químicos, con el riesgo de que me atraparan o de que mi casa se quemara. Quería quedarme con el DMT y su mundo de hippies. Cuando produces metanfetaminas o cocaína, tratas con gente muy diferente”.
Desde el año pasado, Willem ha estado disolviendo su imperio de las drogas. Todavía no revela para cuántas personas trabajaba, pero dice que el proceso de abandonar esas relaciones ha sido fácil. Entonces, ¿ya nunca lo volverá a hacer? “La química siempre será uno de mis pasatiempos. Pero mis días de cocinar han terminado”, dice. “Me considero afortunado porque nunca me atraparon y ahorré una buena cantidad de dinero, pero al final, quería recuperar mi libertad”.
Finalmente, Willem encontró esa libertad, me dice, en su nueva carrera como horticultor, después de volver a la escuela para estudiar agricultura. Estira las piernas, dobla los brazos detrás de la cabeza y mira la lámpara de aceite que está en una mesa pequeña afuera de su remolque. Nos despedimos poco después. Willem tiene que regresar al campo antes de las 7 AM.
* El nombre de Willem ha sido cambiado para proteger su identidad.