Artículo publicado originalmente en la edición de mayo de la revista VICE US. Haz click aquí para suscribirte.
Ningún estado ha sufrido cambios tan profundos como Texas. Tan solo en los últimos dos siglos, después de innumerables guerras, colonizaciones e intentos fallidos de anexión, ha izado seis banderas diferentes y se ha convertido en un símbolo popular, un poco exagerado, del excepcionalismo y la expansión estadounidense. Hay republicanos, vaqueros, torres petroleras; pero la zona de la frontera, a donde el fotógrafo Elliot Ross y yo viajamos después de la toma de posesión de Donald Trump, no es exactamente lo que esperarías: la cultura fronteriza es mucho menos blanca y está mucho menos empeñada en luchar contra el gobierno federal de lo que la reputación de Texas sugiere.
Videos by VICE
Las imágenes de la frontera suelen ser genéricas. Mientras que casi el 70 por ciento de la franja Estados Unidos – México se encuentra a lo largo de la parte sur del estado, rara vez la vemos desde la perspectiva texana. Las imágenes y videos en los medios frecuentemente son acerca de la violencia; y el viaje ilegal del migrante en el sur de la frontera: las muertes en el desierto de Sonora, el cruce por el Río Bravo, la desolada y a menudo militarizada tierra de nadie. No se hace hincapié en lo que hay en Texas: exuberantes corredores ribereños, refugios subtropicales de vida silvestre, patios traseros, campos de golf, parques nacionales y, lo más importante, comunidades mexicoamericanas vibrantes y expresivas.
En el Valle del Río Bravo, conocido en Estados Unidos como el Valle del Río Grande —una densa extensión de tierra en la parte meridional de Texas donde se intercalan huertos de cítricos, centros comerciales y puestos de tacos—, más del 90 por ciento de la población se identifica como hispana y/o latina. Incluso más al norte y al oeste, a unos 643 kilómetros, donde encontrarás el “Oeste” del imaginario popular —compuesto por sierras, ranchos extensos, y conservadurismo—, la cultura hispana está profundamente arraigada.
Durante las ocho semanas que Elliot y yo pasamos viajando entre Brownsville y El Paso, tuvimos dificultades para encontrar a alguien que apoyara la construcción del muro. En verdad fue casi imposible hallar a alguien que lo considerara como una iniciativa realista. Hablamos con tantas personas como pudimos: guardabosques, ganaderos, vaqueros, científicos, artistas, petroleros, profesores, maestros, agricultores, estudiantes, políticos. La mayoría dio la misma respuesta: no va a suceder. Algunos enumeraron contratiempos prácticos: “La geología, el terreno; es inconcebible”, dijo Louis A. Harveson, director del Instituto de Investigación para la Gestión de Recursos Naturales Fronterizos de la Universidad Estatal de Sul Ross. Otros ofrecieron opiniones más superficiales, pero con la misma certeza: “No va a construir un muro; yo voté por Trump”, dijo Dianna Burbach, la administradora de Chinati Hot Springs.
La frontera de Texas es el hogar de algunos de los condados más pobres y remotos de los Estados Unidos, y en definitiva, no pueden permitir que el partidismo los desgarre. Aquí, donde los inmigrantes ilegales coexisten con los agentes de la Patrulla Fronteriza, y el acceso a la atención médica y la educación son necesidades imperantes, el compromiso cívico continúa siendo drásticamente inhibido. Descubrimos que los actos políticos públicos no son una estrategia que la gente adopte para provocar el cambio en la Zona Fronteriza de Texas, donde no se aplican muchas de las garantías constitucionales, particularmente las relacionadas con búsquedas y decomisos ilegales.
Lo que descubrimos, sin embargo, fueron personas involucradas en pequeños actos de resistencia, resiliencia y recuperación: un hombre que rema, recreativamente, en el Río Bravo; mexicoamericanos de primera y segunda generación que dirigen oficinas políticas locales; una familia que, contra inmensas dificultades, está juntando el dinero para el festejo de quince años de su hija. Hablamos con hombres y mujeres que, a través de una especie de activismo silencioso, están tratando de demostrar la realidad de Texas.
Jaymin Martínez.
15 años, Brownsville
“Comencé muy tarde”, dijo Belinda Martínez, al admitir que comenzó a planear la fiesta de quince años de su hija Jaymin con solo nueve meses de anticipación. “La gente invierte tres o cuatro años”. Incluso para la ceremonia más humilde hay que hacerse cargo del lugar, la comida, el vestido, la tiara, el buqué, las copas, los fotógrafos, el camarógrafo, los retratos profesionales, el álbum fotográfico, los mariachis, y la Hummer, limosina o camión decorado.
“También quiero unos dulces dieciséis”, dijo Jaymin, sonriendo tímidamente a sus padres. George, un auxiliar del departamento de ferretería de una tienda Lowe’s que siente un gran orgullo por sus hijos, le recordó gentilmente: “Todavía estaremos pagando tus quince años”.
En años recientes, la familia Martínez ha sufrido los estragos de una inundación devastadora, problemas de salud inesperados y cuatro accidentes automovilísticos. Aun así, y a pesar de subsistir con un solo ingreso, consideraron importante continuar con esta tradición texana.
Hasta la década de 1980, esta celebración centenaria —el rito de paso de una niña mexicana hacia la adultez en su cumpleaños número 15— no se había extendido en las comunidades hispanas; era demasiado caro. Sin embargo, hoy en día los consumidores hispanos en Estados Unidos tienen un mayor poder adquisitivo, y está aumentando a una tasa de crecimiento anual del 7.5 por ciento, más del doble que el crecimiento del 2.8 por ciento para la totalidad del país. Tan solo en los últimos cinco años, ha llegado a 1.38 billones de dólares. Como resultado, el negocio de las fiestas de quince años es una industria boyante en el sur de Texas. Una fiesta cuesta normalmente entre 5.000 y 20.000 dólares.
Pero la riqueza de la población texana aún no se ha concentrado en el Valle del Río Bravo. Después de que la Oficina del Censo de Estados Unidos publicara los datos de su Encuesta de la Comunidad Americana de 2012, Brownsville fue nombrada la ciudad más pobre del país: una de cada tres personas vive por debajo del umbral de pobreza. El umbral de pobreza para un individuo menor de 65 años es un ingreso menor a 12.060 dólares anuales.
A una cuadra de la cerca fronteriza, el hogar de los Martínez está decorado con curiosidades típicas del Viejo Oeste y fotos familiares. Afuera del chaparral que separa la calle de la cerca fronteriza y el río, llegan traficantes y contrabandistas con regularidad, incluso a plena luz del día. Los “observadores” del cártel vigilan la calle, al igual que la Aduana y la Patrulla Fronteriza, que algunos dicen que se han corrompido. “Simplemente no sabes en quién puedes confiar”, dijo George. Paradójicamente, la cerca que hace que la familia Martínez se sienta más segura también hace que su vecindario sea más peligroso.
Mientras hablábamos, Jaymin, quien sueña con convertirse en oradora motivacional, miraba a lo lejos, cómoda y tranquila, entre los adultos.
Alfonso “Poncho” Nevárez
44 años, Eagle Pass
La noche después de la elección de Donald Trump, Alfonso Nevárez se sentó con sus amigos, su familia y una botella de whisky. Se le conoce cariñosamente como “Poncho”. “Nos terminamos esa botella”, dijo con una sonrisa solemne. Como representante estatal demócrata del Distrito 74, el más grande de Texas, dijo que sirve a un distrito electoral que abarca 12 condados y dos zonas horarias. Sus críticas a las personas para quienes trabaja son moderadas pero potentes. “La apatía es simplemente impresionante. Nuestro sistema político funciona, pero hay mucha pasividad. Ahora hay gente marchando, pero no votaron. La falta de participación nos dio a Trump”.
Exasperado, Poncho prosiguió: “Se está asentando la calma y eso no es bueno. ¿Cuántas veces puedes reunir las fuerzas para indignarte con pleno derecho?”. Él es parte de una generación de hispanos que se han convertido en líderes y profesionales, pero que crecieron en una época en la que los blancos ocupaban la mayoría de las posiciones de autoridad e influencia en Texas. Actualmente, está viendo desaparecer 40 años de progreso. La retórica de Trump, reconoce, se ha aprovechado del pasado, y se ha enfocado en los conservadores blancos y rurales que sienten nostalgia por el poder que poseían antes. “No puedo recordar un momento en que haya habido más tensión”.
Con esto, Poncho no solo se refiere a la tensión entre las minorías y los blancos, los republicanos y los demócratas. También está alarmado por un creciente sentimiento antiinmigrante entre los mexicoamericanos de primera y segunda generación. Aludió a la caracterización de los grupos de inmigrantes en este país “Que quitan la escalera detrás de ellos”, y explicó que su verdadero problema era encontrar un sentido de pertenencia.
En su rancho, en las afueras de Eagle Pass, el abogado se reclinó en una silla de jardín un domingo por la noche, vestido con jeans, botas vaqueras y una camiseta de Star Wars. Su casa, de estilo español con decoración antigua, parecía como de otra época. Sin embargo, una sensación de energía y realización se filtraban a través de su anticuada extravagancia.
Al otro lado del río, las afueras de Piedras Negras, México, brillaban a la luz del atardecer. Las ciudades de Eagle Pass y Piedras Negras están tan cerca una de la otra que comparten muchos festivales y ceremonias. En 2008, después de que el Gobierno estadounidense lograra demandar a Eagle Pass por una parcela cerca de la frontera, se colocó una cerca alrededor del campo de golf municipal de la ciudad, colocándola técnicamente en el lado mexicano. Cuando lo visitamos, nos enteramos de que los ciudadanos de ambos países juegan ahí, y en el campo, como en otras partes de las ciudades vecinas, hay conversaciones constantes sobre la seguridad fronteriza y la inmigración ilegal.
Poncho, como vicepresidente del Departamento de Seguridad Nacional y el Comité de Seguridad Pública, estaba indignado: “La gente dice que tenemos que hacer algo. Yo digo: ‘¿Con respecto a qué?’. ¿Por qué se supone que debemos buscar una cura si no estamos enfermos? Mucho antes de que este río se convirtiera en un punto crítico para el inicio o el fin de muchas carreras políticas, nosotros estábamos aquí, viviendo y muriendo junto a este río”.
Danny Armendáriz
34 años, Hidalgo City
Luego de servir unas quesadillas calientes y una Dr. Pepper fría a la sombra de su cochera, Danny Armendáriz y su esposa, Lucy, se encogieron de hombros ante la posibilidad de que levanten un muro en su vecindario. “¿A mí?”, preguntó Danny. “Ah, no me preocupa mucho el muro. No creo que nos afecte de una manera u otra”. Dijo esto, aunque su casa —situada en una esquina— se encuentra en una subdivisión a una cuadra de donde pasaría el muro propuesto por Trump.
Con un entusiasmo juvenil por los automóviles (entre ellos un Corvette Stingray, un Scout Internacional, un Lincoln MKX, un Chevy Tahoe, un Honda Civic, un Nissan Maxima y un Ford
Excursion) Danny, gerente de la cadena de restaurantes Luby’s y director de alimentos y bebidas en H-E-B Park, un estadio de futbol profesional, está feliz con su versión de la vida estadounidense. “Tengo mis coches, mis 4×4 y una casa, y eso es lo que me gusta”.
Era una tarde atípicamente calurosa, incluso para el sur de Texas, a mediados de febrero. Afuera, algunas personas se habían detenido a mirar los artículos de la venta garaje de los Armendáriz. Nacidos en México, pero criados en Estados Unidos, Danny y Lucy se identifican como estadounidenses. A México lo reservan para las vacaciones y las compras: “Vamos al menos una vez a la semana”, nos dijo Danny, luego de explicar que allá todo está a mitad de precio. “A veces vamos tres veces en un día”.