Sentada fuera de su bar en Chiang Mai, al norte de Tailandia, Mai Janta me dice que siente cierto arrepentimiento sobre el trabajo sexual: le habría gustado empezar a hacerlo antes. «He trabajado en una panadería, en un restaurante, he administrado un pequeño negocio, he colaborado en un programa del Gobierno para una reserva natural», dice, enfatizando lo mucho que odiaba la panadería, en concreto. «A veces creo que perdí el tiempo en todos aquellos trabajos, antes de dedicarme al trabajo sexual. Debí haber comenzado a hacerlo desde mucho antes».
Malee Van Derburg, que lleva décadas dedicándose a este negocio, es también una activista prolífica y firme defensora de los derechos de las trabajadoras sexuales. «A lo largo de mi vida, he construido cuatro casas, he ayudado a tres personas a cursar la universidad y tengo a mis dos hijos en una escuela privada en Tailandia», dice con orgullo. «He hecho más por la infraestructura de mi pueblo y las necesidades básicas de mi familia que cualquier Gobierno u ONG internacional».
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«No es solo por el dinero», añade Janta, «también tienes un montón de tiempo libre, puedes estudiar durante el día, tienes más libertad que en otros trabajos. Y aprendemos sobre el comportamiento humano. Es muy interesante. Aprendemos otros idiomas, conocemos gente de todas partes del mundo».
Le pregunto a Janta qué es lo que cambiaría del trabajo sexual. «Pero, ¿cuáles son los inconvenientes?», contesta rápidamente. Quiere que se despenalice el trabajo sexual en Tailandia para que todos las trabajadoras sexuales estén protegidos por la legislación laboral, porque eso podría fin a la explotación laboral en este sector. Y le gustaría que los clientes fueran más ricos y más guapos.
Tanto Janta como Van Derburg son integrantes de Empower, una organización que aboga por los derechos de los trabajadoras sexuales en Tailandia. Janta es también la gerente del Can Do, un pequeño bar en una calle tranquila al suroeste de principal distrito rojo de Chiang Mai, Loi Kroh Road.
Un día, un grupo de trabajadoras sexuales de Chiang Mai, dijeron: ‘El Gobierno no lo entiende… vamos a tener que construirlo nosotros mismos’
El estereotipo de las mujeres asiáticas víctimas del tráfico y la explotación a manos de turistas sexuales implica que pocas personas de Occidente esperan que las trabajadoras sexuales tailandesas estén a la vanguardia de un movimiento radical por los derechos de las trabajadoras sexuales, y a pesar de su modesto aspecto destartalado, el bar Can Do representa justamente eso.
Según Liz Hilton, una mujer australiana que originalmente se unió a Empower como voluntaria y que ahora lleva 23 años trabajando con la organización —tanto tiempo que se siente más cómoda hablando en tailandés que en inglés—, Can Do es el único bar de Tailandia, si no de todo el mundo, que es propiedad de un colectivo de trabajadoras sexuales, quienes también lo administran, y que está creado para que sirva de ejemplo a seguir en la industria por sus excelentes condiciones de trabajo.
«El bar Can Do surgió porque las trabajadoras sexuales habían estado abogando por sus derechros y habían estado trabajando en condiciones de mierda durante años», explica Hilton. «Un día, un grupo de trabajadoras sexuales de aquí, de Chiang Mai, dijeron: “En realidad el Gobierno no lo entiende, nadie entiende de qué estamos hablando, vamos a tener que construirlo nosotras mismas, no podemos esperar más”. Así que juntaron su dinero. Juntaron un millón de bahts [casi 30.000 dólares] entre todas y crearon el bar».
Si tenemos en cuenta las dimensiones, la historia y las condiciones de la industria del trabajo sexual tailandés, no es de sorprender que las trabajadoras sexuales se estén movilizando y exijan un cambio. Tailandia tiene aproximadamente 300.000 trabajadoras sexuales. Además de una considerable demanda interna, el turismo sexual es enorme —así ha sido desde la década de 1960, cuando el país fue calificado por el ejército estadunidense como un destino ideal para el «descanso y la relajación» de los soldados que combatieron en la guerra de Vietnam—. Sin embargo, las leyes en torno a la prostitución siguen siendo imprecisas: dependiendo de tu interpretación de la ley tailandesa, o es ilegal o al menos está muy restringida.
Puesto que los bares donde hay trabajadoras sexuales simplemente pagan a la policía, en su mayoría corrupta, para que haga la vista gorda, las mujeres que trabajan en la industria no son contratadas formalmente y su profesión no se reconoce, lo que las deja sin derechos legales ni acceso a la seguridad social, a asistencia médica o a pensiones.
Los bares —por lo general pertenecientes a hombres que solo quieren ganar dinero— explotan la precaria situación de las trabajadoras sexuales imponiéndoles sus leoninas normas. Janta explica que los bares ganan dinero con las caras bebidas que los clientes deben comprar para pasar tiempo con las mujeres y con las tarifas que deben pagar cuando quieren llevarse a una trabajadora sexual fuera del bar.
Por lo general, los dueños de los bares pagan muy poco a las trabajadoras sexuales, entre 3.000 (82 dólares) y 13.000 bahts (357 dólares) al mes. Pero para que en realidad reciban este salario, las mujeres que trabajan en los bares deben consumir cierta cantidad de bebidas y pagar determinadas cuotas; de no ser así, pierden parte de su salario. También pueden perder dinero por cometer alguna infracción: multas por retrasos, por no asistir a las reuniones e incluso por cada kilo de peso que suban. Con tantas multas es posible, y bastante fácil, acabar en números rojos y deberle dinero al bar al final del mes.
A pesar de esto, las mujeres de Empower creen que la explotación no es inherente al trabajo sexual. Con una postura similar a la de Amnistía Internacional, argumentan que la explotación es el resultado de la falta de protección jurídica, respaldada por la actitud negativa y generalizada de la sociedad tailandesa hacia las trabajadoras sexuales. Mientras que Empower hace campaña para un cambio social, Can Do busca alcanzar las condiciones de trabajo que las trabajadoras sexuales quieren.
«Trabajamos de acuerdo con la legislación laboral tailandesa», explica Janta. «Solo trabajamos un turno de ocho horas, nos pagan de acuerdo con la ley de trabajo, no hay recortes salariales, tenemos un lugar de trabajo seguro y saludable, tenemos cuatro días libres al mes y tenemos acceso al régimen de seguridad social».
A diferencia de otros bares, las trabajadoras sexuales de Can Do no se ven forzados a consumir bebidas alcohólicas —si compran una bebida pueden elegir si quieren alcohol, zumo o refresco—. Tampoco hay cuotas por salir del bar, dejando a las mujeres en libertad de ir y venir como les plazca.
Durante el día, las habitaciones que están detrás y en la parte de arriba del bar se utilizan para reuniones, clases y talleres. Thanta Laowilawanyakul, una mujer ocurrente y sonriente que me pidió que la llamara «Ping Pong», señala que Can Do es un espacio de vital importancia, ya que reúne a personas que no suelen mezclarse: trabajadoras sexuales de diferentes partes de la industria —desde bares hasta salones de masaje y burdeles— y de diferentes países. Es un lugar donde la gente puede reunirse, socializar, relajarse, intercambiar información y organizarse.
Era viernes por la noche cuando visité el Can Do, por lo que a las seis de la tarde, Fah Sang-Hut, la más joven del grupo, abrió el bar y nos trajo a Hilton y a mí las primeras cervezas. Janta desapareció y regresó después con los labios pintados de rojo.
En otros bares —en Loi Kroh y en otros distritos rojos de Tailandia—, las trabajadoras sexuales a menudo parecen aburridas y estresadas y se dispersan por la calle, presionadas para atraer a los hombres o perder parte de su salario, pero en Can Do parece que hay un montón de cosas que hacer y poco de qué preocuparse. Mientras esperan a los clientes, dos mujeres juegan al billar, Sang-Hut enseña a su amiga Peung a bailar con la barra y un grupo de mujeres toman un cóctel azul que me provocó una terrible resaca al día siguiente.
Cuando entra un cliente, nadie parece estar interesada en él. A medida que las mujeres comienzan a desaparecer una a una, Janta me confiesa que el cliente tiene mala reputación por ser un tacaño. Al final lo dejan solo en el bar y finalmente se va, rechazado.
Más tarde, cuando regresaba en bici a casa, lo vi con una mujer de otro bar. Me pegunto si ella también tendrá una cuota que cubrir.
Volviendo al Can Do, le pregunté a Hilton que me contara más cosas sobre Empower mientras sorbía mi cóctel azul despreocupadamente. Ella pidió a las de dentro que bajaran la música y me dijo que la organización la inició una activista llamada Chantawipa Apisuk y un grupo de trabajadoras sexuales en 1985 en Patpong, un distrito rojo en Bangkok. Empower empezó siendo algo informal, como un grupo de mujeres que se reunían para hablar, luego pasó a ser una clase de inglés y más tarde se convirtió en una organización para promover los derechos humanos de las trabajadoras sexuales. La intención era proporcionar un espacio para ellas en el que pudieran organizarse y reivindicar su derecho a la educación, la salud y al amparo de la justicia, así como participar en la política.
Hoy en día, Empower está presente en varias ciudades tailandesas, como Chiang Mai, Phuket, Bangkok y Mae Sot. Tan solo en Chiang Mai la organización colabora en 239 bares, salones de masaje, burdeles y otros lugares, ofreciendo apoyo a unas 3.500 trabajadoras del sexo.
Hilton dice que en 1985 no había otras organizaciones que estuvieran interesadas en el trabajo sexual en Tailandia. Hoy en día se puede decir que el panorama es otro: hay muchas organizaciones dedicadas a mejorar las condiciones de las trabajadoras sexuales. Pero Hilton insiste en que Empower es única. «Somos la única organización centrada en las trabajadoras sexuales», dijo, explicando que Empower está dirigida por trabajadoras sexuales y su programa siempre lo han elaborado mujeres. Hilton asegura que otras organizaciones elaboran su programa, por lo general, con la premisa de que el trabajo sexual es malo y que las trabajadoras sexuales son víctimas de la pobreza o de la trata. Muchas de estas organizaciones incluso se oponen explícitamente al trabajo sexual por motivos religiosos.
Según ella, esto hace que el trabajo de muchas ONG sea inútil: al igual que perpetuar el estigma, simplemente no están interesados en comprometerse con los problemas prácticos a los que se enfrentan las trabajadoras sexuales.
Muchas de las mujeres con las que hablé tienen ambiciones más allá del trabajo sexual, pero eso no quiere decir que quieran dejar el trabajo sexual por completo
«Dicen que están ayudando a las trabajadoras sexuales», me dijo Van Derburg, «y tal vez queramos ir a aprender inglés con ellos, pero ellos quieren que cambiemos nuestro trabajo y nuestra religión, así que en realidad solo somos como sus víctimas». Ping Pong está de acuerdo con esto. «Utilizan a las trabajadoras sexuales como voluntarias para hacer algunos trabajillos, pero no les dejan estar al mando, gestionar el presupuesto o diseñar el programa».
«En otros lugares no puedes vender sexo y trabajar para esa organización, te obligan a dejar de trabajar», añadió Van Derburg. «Algunos de ellos tienen la regla de que no puedes ir al lugar donde antes trabajabas o relacionarte con tus viejos amigos».
Muchas de las mujeres con las que hablé tienen ambiciones más allá del trabajo sexual, pero eso no quiere decir que quieran dejar el trabajo sexual por completo. Al contrario, lo ven como un trabajo a tiempo parcial potencialmente lucrativo y flexible, una elección que Empower apoya. «Hay más de 100 mujeres en Chiang Mai que ahora están en la universidad después de que terminaron de estudiar con nosotros», me dijo Hilton.
Al final saqué a colación un tema especialmente sensible para las mujeres: el tráfico sexual y las numerosas iniciativas llevadas a cabo en Tailandia para detenerlo. En 2012, Empower publicó un informe denunciando que «hemos llegado a un punto en la historia en el que hay más mujeres en la industria sexual tailandesa que están siendo víctimas de las prácticas contra la trata que mujeres realmente explotadas por la trata».
Le pedí a Hilton que se explicara. «Hubo un problema generalizado [con la trata], hasta casi 1998», me dijo. «Empower estuvo ahí durante todo el proceso, estábamos en los burdeles, sabemos exactamente en qué consiste el problema de la trata y buscábamos la forma de acabar con ella». Ella insiste en que, desde la experiencia de Empower, el tráfico sexual en Tailandia ahora casi no existe.
¿Por qué el mundo tiene tanto miedo de que haya mujeres jóvenes, de clase trabajadora, que no hablan inglés y que no son blancas por ahí?
Además, dijo que las estrategias empleadas por las organizaciones que luchan contra la trata tienen muchos puntos débiles. «Las mujeres que sabemos que están en trabajos forzados tampoco quieren las estrategias que están ofreciendo ahora», me dijo, argumentando que lo que las autoridades tailandesas llaman «rescatar y repatriar» a las víctimas de la trata es en realidad un proceso violento, mejor descrito como «arresto y deportación». Las operaciones de rescate y repatriación a menudo son aleatorias. De manera agresiva, sacan a los migrantes que vienen por su voluntad sin documentos, en lugar de a las mujeres que son víctimas de la trata.
En el informe, Empower describe un incidente en el que 50 policías armados irrumpieron en un karaoke y detuvieron a ocho mujeres que trabajaban allí, todas migrantes birmanas, y las encerraron en los baños cuando intentaban escapar. Se ordenó a las mujeres que pusieran sus huellas dactilares en las declaraciones, que estaban escritas en tailandés y no podían entender. Sus teléfonos y objetos personales fueron confiscados y fueron detenidas durante más de un mes.
La postura de Empower en cuanto a la trata es controvertida —contradice directamente a organizaciones como la ONU, que cree que el tráfico sexual sigue siendo un problema importante en Tailandia—, pero es difícil hacer caso omiso de las voces de las mujeres migrantes que han sido testigo y han experimentado tanto la trata como las iniciativas contra esta práctica.
Van Derburg está especialmente informada sobre el tema. Viajó voluntariamente a Tailandia desde su aldea de Birmania cuando tenía 15 o 16 años, en una época en que el tráfico sexual era común. Ella rechaza firmemente el argumentario general sobre la trata de personas y la etiqueta de «víctima».
«Decidí emprender una aventura y, con suerte, llevar una vida mejor para mí y mi familia», escribe en internet, «Para mí fue natural convertirme en cabeza de la familia. Nadie más iba a proveer… Hay millones de chicas jóvenes de todo el mundo que, como yo, han estado en esta situación y han tomado la misma decisión».
Cuando llegó a Tailandia, Van Derburg, al igual que Janta, tuvo varios trabajos domésticos que consideraba aburridos, antes de que un amigo la animara a probar el trabajo sexual cuando tenía 21 años. Descubrió que podía ganar más dinero como trabajadora sexual del que jamás había ganado antes.
Nos vemos obligadas a vivir con la mentira moderna de que los controles fronterizos y las políticas contra la trata son para protegernos
En total, 206 trabajadoras sexuales migrantes y tailandesas, entre ellas Van Derburg y Janta, participaron directamente en las investigaciones de Empower y muchas más fueron entrevistadas. En la introducción del informe, hablan de manera elocuente y mordaz sobre el doble rasero machista que sufren las trabajadoras sexuales migrantes y se formulan la siguiente pregunta: «¿por qué el mundo tiene tanto miedo de que haya mujeres jóvenes, de clase trabajadora, que no hablan inglés y que no son blancas por ahí?».
«Nos vemos obligadas a vivir con la mentira moderna de que los controles fronterizos y las políticas contra la trata son para protegernos», continúa el informe. «Ninguna de nosotras cree esa mentira o quiere ese tipo de protección. Nos han espiado, arrestado, separado de nuestras familias, han confiscado nuestros ahorros, nos han interrogado, encarcelado y puesto en manos de hombres con armas de fuego, con el fin de enviarnos a casa… todo por “protegernos contra la trata de personas”».
En Tailandia, como en el resto del mundo, parece que muchas personas todavía no están dispuestas a escuchar a las trabajadoras sexuales. Pero las mujeres de Empower son ingeniosas, tenaces y están decididas a cambiar esto, buscando continuamente nuevas maneras de comunicar su mensaje, hasta que finalmente se las escuche.
«Estamos trabajando en una obra de teatro, un libro y una película», dice Mai. «Tratamos y nos aseguramos de que tenemos un lugar en diferentes espacios sociales y en diferentes escenarios y foros, para que cualquier tipo de persona de la que hablemos también hable desde el punto de vista de las trabajadoras sexuales».
Antes de salir del bar, Ping Pong dijo que tenía una última cosa que quería decirme. Ella sugiere una solución sencilla para las personas que tienen prejuicios sobre el trabajo sexual. «A toda esa gente que no deja de preguntar a los demás sobre nosotras», dice, «¡estamos en 2015! ¡Que le pregunten directamente a una trabajadora sexual!»