Vive Le Tarnac 9!

La región de Limousin, en la Francia central, se distingue por ser una de las áreas menos pobladas del país. Bella y escarpada, sus montañas nubosas y mesetas presentan una gran abundancia de bosques verdes, arroyos cantarines y antiguas ruinas romanas, y su atractivo para pescadores y cazadores inspirados por Hemingway es indudable. Demasiado rocosa la zona para la práctica de la agricultura, y sin apenas otro recurso económico que el turismo veraniego, la mayoría de habitantes se ganan la vida a duras penas criando ganado o acogiéndose al modesto subsidio por desempleo francés, que asciende a unos 350 euros mensuales.

En este área montañosa casi en el centro exacto del país existe una histórica tradición de comunismo rural que se remonta a los días de la Revolución Francesa; en muchos de los pueblecitos y aldeas de por aquí gobiernan, todavía hoy, ancianos alcaldes comunistas que han sido reelegidos una y otra vez a lo largo de varias décadas. La ciudad más grande de la región, Limoges, un lugar poco interesante del que principalmente se conoce su industria de la porcelana, lleva más de un siglo bajo control socialista. Durante los años de la ocupación nazi, había tantos miembros comunistas de la Resistencia escondiéndose en estos bosques y montañas que la wehrmacht se refería a la región de Limousin como “la pequeña Rusia”. La gente que reside en la zona sigue recordando con orgullo a los visitantes que los bosques de Limousin fueron de los pocos lugares que durante el Régimen de Vichy no pudieron los alemanes ocupar nunca del todo debido a la fiera oposición de los guerrilleros maquis. Limousin y sus áreas circundantes, históricamente ignoradas por el resto de Francia, ha adquirido notoriedad recientemente debido a ciertos hechos acaecidos en una pequeña, inaccesible aldea montañosa de unos 100 habitantes llamada Tarnac. Este pueblo diminuto ha provocado un encendido debate a escala nacional en torno al uso que el gobierno de Sarkozy hace del término ‘terrorismo’ y a la diferencia entre ‘terrorismo’ y la arraigada tradición francesa del sabotaje. En 2004, un grupo de unos 20 squatters y estudiantes radicales parisinos empezaron a inspeccionar aldeas por todo el país en busca de un lugar en el que pudieran instalar una comuna. El de Tarnac era uno de los nombres que había en su larga lista, y se tuvo en consideración no porque tuvieran algún tipo de conexión personal con la región sino por su rico historial comunista y por la presencia de un alcalde comunista que simpatizaba con ellos. Así pues, el pequeño grupo se instaló allí, creando un nodo desde el cual sus componentes podían moverse a sus anchas entre París y Tarnac. Compraron una granja abandonada, plantaron un jardín y comenzaron a criar ganado. También se hicieron cargo, como colectivos voluntarios, de dos de los pocos negocios que había en Tarnac, un colmado y un bar que andaba de capa caída.

En 2008, un eminente criminólogo francés llamado Alain Bauer estaba surfeando en Amazon.com cuando, por azar, se topó con un libro titulado L’insurrection qui vient [La insurreción que viene]. Lo había publicado la editorial francesa La Fabrique y sus autores eran un anónimo colectivo que se llamaba a sí mismo El Comité Invisible. Apreciando algún tipo de enlace entre este colectivo y grupos europeos de acción directa de los años 70 y 80 como Baader-Meinhof (la Facción del Ejército Rojo), Bauer compró de inmediato 40 copias del libro y las hizo llegar a distintos responsables de vigilancia en toda Francia, a quienes la Ministra del Interior, Michèle Alliot-Marie, había alertado de que estuvieran atentos al posible auge de células ultraizquierdistas y anarco-independentistas. El término ‘ultraizquierda’ se originó en los años 20 durante la República de Weimar, viniendo a definir a los radicales que se oponían tanto al bolchevismo como a la democracia liberal; décadas después, el término resucitó para describir a las corrientes más nihilistas de actividad insurreccionalista, sin objetivos ni reivindicaciones concretas, que emergieron del movimiento antiglobalización de principios de milenio. Sarkozy y Alliot-Marie estaban tremendamente intranquilos tras los disturbios que en 2005 atizaron universitarios e inmigrantes en varios puntos de Francia; no menos preocupantes les resultaban las batallas entre fuerzas policiales y gente joven que habían sucedido en las calles de Grecia durante 2008. Sospechando que eran los anónimos autores del incendiario L’insurrection qui vient, la policía secreta francesa no tardó en poner bajo vigilancia al colectivo de Tarnac, cuya forma de vida alternativa convertía en inmediatos sospechosos: un grupo de jóvenes con historial squatter y de activismo anarquista que había abandonado París, la bulliciosa metrópolis, para irse a vivir a un pueblucho perdido en las montañas que, además, había sido históricamente un nido de guerrillas. Que muchos de los miembros del grupo de Tarnac no utilizaran teléfonos móviles provocó aún más sospechas entre la policía: un hecho que el gobierno francés, más adelante, atribuiría a su deseo de evitar ser detectados.

Entre finales de octubre y principios de noviembre de 2008, alguién utilizó unas varas de hierro con forma de herradura para sabotear las catenarias de varias líneas del tren de alta velocidad a su paso por Limousin, interrumpiendo el tráfico ferroviario en la región y provocando importantes retrasos. El sabotaje se realizó con el propósito expreso de detener los trenes sin que corrieran riesgo de descarrilamiento y que así nadie resultase herido. Poco después, el 11 de noviembre, centenares de agentes de policía con el rostro cubierto con pasamontañas llegaron a la todavía durmiente Tarnac y arrestaron a nueve de los jóvenes miembros de la comuna, acusados posteriormente por el Ministerio del Interior de formar parte de una ‘asociación de malhechores’ y de haber ‘cometido actos de terrorismo’. Esta era una imputación inaudita y grave en Francia, un país que muestra una larga y venerable historia en materia de sabotaje pero escasa indulgencia para con la idea de ‘terrorismo interno’. En los días posteriores a los arrestos, Tarnac fue prácticamente invadido por una nube de periodistas que, con total sensacionalismo, tacharon a la bucólica aldea, entre otras cosas, de ‘nido de terroristas’. Cuando se les interrogó acerca de L’insurrection qui vient, los comunistas de Tarnac dijeron estar familiarizados con “ese libro”, pero negaron, y con razón, haberlo escrito: L’insurrection qui vient aboga en términos nada equívocos por paralizar el funcionamiento de las infraestructuras del estado como un paso hacia la insurrección. Una vez decayeron las primeras reacciones de los medios de comunicación, la opinión pública francesa se decantó en favor de los Nueve de Tarnac, a quienes se empezó a percibir como chivos expiatorios de un gobierno de Sarkozy desquiciado y muerto de miedo tanto por el terrorismo como por los recientes ataques racistas contra inmigrantes islámicos. Casi de un día para otro, los Nueve de Tarnac pasaron de ser presuntos terroristas a simples jóvenes que habían cambiado París por la pintoresca Tarnac en busca de lo que sus padres y vecinos calificaron de “un estilo de vida diferente”. Los Tarnac 9 se convirtieron rápidamente en las niñas de los ojos de la izquierda intelectual francesa post ’68.

Julien Coupat, uno de los más carismáticos y prolíficos miembros de los Nueve, había sido editor de una popular publicación sobre filosofía radical post-situacionista llamada Tiqqun (en activo desde 1999 hasta 2001), cuyo tono albergaba un notable parecido con el de L’insurrection qui vient y otras muestras de la literatura de El Comité Invisible. Los Nueve de Tarnac obtuvieron el apoyo de famosos intelectuales como Slavoj Zizek, Alain Badou y Alberto Toscano, quienes reclamaron su puesta en libertad y que no se les llamara terroristas. El filósofo italiano Giorgio Agamben publicó un artículo sobre ellos en el diario francés Libération. Probablemente ayudara el hecho de que varios de los miembros de los Nueve procedieran de familias acaudaladas y tuvieran un título universitario en filosofía, haciendo así posible que los medios los presentaran como figuras de un nuevo y sexy movimiento situacionista en vez de como unos proletarios rabiosos que se habían ido a vivir al campo. Los Nueve de Tarnac fueron finalmente encarcelados por un período de seis meses y a su término puestos en libertad condicional a la espera del juicio definitivo, que aún está pendiente de que tenga lugar. Tienen asimismo la obligación de presentarse una vez por semana ante la policía como medida cautelar en previsión de que alguno, o todos, decidieran fugarse. Bajo su condición de ‘asociación de malhechores’, desde el día del arresto a los nueve amigos se les prohibió mantener cualquier posible reunión.

A primeras horas del amanecer del 27 de noviembre de 2009, la policía antiterrorista francesa apareció de nuevo en Tarnac, esta vez para detener a un nuevo sospechoso, un hombre de treinta y tantos años llamado Christophe quien, según creía la policía, estaba relacionado con los Tarnac 9. Enfurecidos por el arresto, los Nueve pasaron a la ofensiva y escribieron una acerba carta a los jueces que después, el día 3 de diciembre, fue publicada en el diario Le Monde. La carta llevaba como título “Por qué no vamos a seguir respetando las restricciones judiciales que se nos ha impuesto”. En ella explicaban que iban a dejar de presentarse semanalmente a la policía y que ya habían desobedecido la prohibición de congregarse. “Creemos que será bueno vernos de nuevo”, escribieron. “En realidad, para redactar este texto eso es exactamente lo que hemos hecho”. Cabría suponer que una bofetada tan directa en la mejilla de las autoridades sería detonante de una serie de medidas drásticas contra los Nueve, pero no; tras la publicación de la indignada carta, la acusación, consciente tal vez de las relativamente pocas pruebas que tenían para declarar culpables a los Nueve y de la falta de apoyo público, dio marcha atrás y retiró la orden de supervisión judicial. No obstante, para mantener las apariencias, el juez y la acusación se mantuvieron firmes en lo referente a la orden de no congregación, sosteniendo que sería ilegal que se reunieran. Algo que, como decía la carta, ya habían hecho.

Fue Robespierre, el árbitro moral de la Revolución Francesa, quien acuñó el término ‘terrorismo’. Resulta extraño que la primera persona en usarlo fuese francés y un revolucionario. También es extraño que una palabra que, en nuestros tiempos, conjura imágenes de fundamentalistas con explosivos en la cintura y la cabeza llena de Alá, fuese utilizada por vez primera por un estado y en contra de sus propios ciudadanos. Robespierre creía que los franceses necesitaban el terrorisme para apuntalar el frágil estado revolucionario frente a los contrarrevolucionarios y aristócratas, reales o imaginarios, que creía ver en todas partes. Robespierre fue el implacable vegano straight-edge de su época: un hombre que no dudaba en decapitar a sus amigos para conservar las virtudes de la pureza revolucionaria. Una vez la Revolución Francesa hubo aniquilado a todos sus enemigos reales, se abocó a un proceso de limpieza interna con el propósito de purificar la mancillada, aburguesada revolución mediante un uso indiscriminado de la guillotina. Puede que se deba a que la Revolución Francesa se mostrara tan torpe con sus juicios moralistas que los franceses hayan desarrollado un amor intransigente por placeres culpables burgueses como el vino tinto, el steak tartare y las sábanas de satén. Pero, al mismo tiempo, los franceses albergan un odio innato por la policía y la autoridad. En 2009, un conductor de furgón blindado llamado Toni Musulin se convirtió en un héroe a ojos de la gente cuando se dio a la fuga con un cargamento de 11,6 millones de euros en metalico. En la web florecieron clubes de fans de Musulin, y todo el país pareció sentirse desolado cuando, tras rastrear la policía su pista, fue finalmente capturado.

De hecho, el sabotaje y los comportamientos antisociales campan rampantes en Francia. En 2007, una investigación conducida por el periódico Le Figaro destapó que el sistema ferroviario francés había sido objeto de unos 27.000 ataques vandálicos y de sabotaje sólo durante ese año. Si alguna vez has sido pasajero o conductor de un tren en Francia, sabrás que todas las grandes industrias convocan paros de forma rutinaria. Los empleados militantes llevan a cabo huelgas salvajes y cometen actos de sabotaje, o irrumpen en las oficinas de sus jefes, arrasándolas por completo. Y esta es la atmósfera social y política en la que los Nueve de Tarnac son sospechosos, con pruebas poco sólidas, de ser terroristas.




En una entrevista publicada en Le Monde, Julien Coupat, señalado a menudo como el líder de los Tarnac 9, respondía a la pregunta “¿Por qué Tarnac?” escribiendo, “Ve allí y lo entenderás. Si no vas, nadie te lo va a poder explicar”. El área boscosa y olvidada que rodea Tarnac es el equivalente francés de la misteriosa selva lacandona de los zapatistas. Se trata, a nivel táctico, de una excelente ubicación donde buscar escondite del capitalismo. Llegar a Tarnac no es fácil. En la estación de Limoges hice transbordo en un tren lanzadera con forma de bala que hacía escala en Eymoutiers, un pequeño pueblo en la falda de la montaña, a unos 50 kilómetros de Tarnac. Cubiertos desde el suelo hasta el techo con moqueta beige y decorados con unas lámparas que emitían una luz suave, los únicos dos vagones del tren parecían el carruaje privado de algún magnate de los ferrocarriles. Aparte de mí sólo había dos pasajeras, unas señoras más viejas que Matusalén que se apearon en un pueblo nevado y de aspecto abandonado, montaña arriba. El tren siguió avanzando por el hielo y la escarcha, atravesando un paisaje desolado de ríos congelados, montañas de aspecto imponente y caserones de piedra con siglos de antigüedad. Cuando, con un pitido, el tren se detuvo, los únicos que quedábamos a bordo éramos el conductor y yo. Salí al gélido exterior. Eymoutiers titilaba a la pobre luz de la decoración navideña. Unas empinadas escaleras cubiertas de hielo me condujeron a la solitaria plaza mayor. En la calle principal, una anciana me indicó con señas la dirección en la que quedaba Tarnac. Probé a hacer autoestop, pero estaba demasiado oscuro y los coches pasaban de largo, arrojando sucia nieve fangosa a los lados de la carretera. Delante de uno de los dos bares de Eymoutiers, intentando figurarme qué podría hacer a continuación, conocí a un chico llamado Matthieu. Como millones de estudiantes universitarios de todo el mundo, Matthieu había vuelto a su casa para pasar las vacaciones de Navidad. Me dijo que no tenía nada que hacer y, haciéndose cargo de mi aprieto, se ofreció a llevarme hasta Tarnac en su camión. El viaje que siguió se cuenta fácilmente entre las más aterradoras experiencias sobre cuatro ruedas que yo haya vivido. Matthieu nos condujo bruscamente montaña arriba por un zigzagueante camino de una sola dirección cubierto de nieve en el que un mal movimiento nos habría enviado precipicio abajo. La oscuridad habría sido total de no ser por la estrecha franja de luz del atardecer que perduraba en la línea del horizonte.

Matthieu estaba al tanto del drama que se estaba desarrollando con relación a Tarnac. “Muchos de los de por aquí creemos que a esos chicos los escogieron a dedo. Simplemente les tocó a ellos”, me dijo. Cuando le pregunté si los residentes en pueblos vecinos se sentían amenazados por la presencia de insurreccionistas, Matthieu meneó la cabeza. “A nadie le importa ni piensa mucho en ello excepto un puñado de estudiantes de derechas”. Tras una última cuesta empinada, el camino se niveló finalmente conduciéndonos en línea recta hasta las cerradas y oscuras casas de piedra de la calle mayor de Tarnac. Matthieu detuvo el camión delante de un poco iluminado bar con dos surtidores de gasolina oxidados frente a la puerta. El interior era una bucólica escena de pueblo: hombres mayores bebiendo vino y jóvenes padres jugando con sus niños en una atmósfera con olor a cerveza. El bar era sencillo, siendo la única decoración un escuchimizado árbol navideño en una esquina y la cabeza de un jabalí disecado colgada en la pared del fondo. Las únicas muestras de cultura efímera que diferenciaban este espacio de cualquier otro establecimiento de bebidas francés eran un par de brillantes pósters que, con el lema “¡Apoyad a los 9 de Tarnac!”, anunciaba protestas en París y Limoges, y un muro cubierto de flyers fotocopiados en blanco y negro avisando de veladas de pases de cine radical y de almuerzos de spaghetti colectivos. La mayoría de la gente que había en el bar eran parejas de hombres y mujeres. Como en una caricatura del movimiento de regreso a la tierra, los hombres tenían facciones rudas, guapos a la manera tradicional francesa con sus suéters de lana y sus cigarrillos, mientras que las mujeres parecían cansadas y severas, como prematuramente envejecidas por los años de criar hijos y batir mantequilla a los que la disciplina revolucionaria les hubiera obligado. Una mujer de unos 30 años y rostro enjuto, con pelo rizado y mirada de hierro, se acercó y se presentó como Gabrielle. “Es un momento curioso para que vengas de visita”, me dijo con un frío tono de voz. “Yo volví ayer”. Gabrielle me explicó que ella era una de los 9 de Tarnac y durante el año pasado había oscilado entre la cárcel y la libertad condicional.

Tras retirarse la obligación de presentarse ante el juez, Gabrielle y el resto de los Nueve habían regresado instintivamente a Tarnac, donde antes de que les interrumpieran habían estado construyendo el esqueleto de la infraestructura de una forma de comunismo regional. Cuando le pregunté cómo se sentía de nuevo en casa y superado el término de su libertad condicional, ella frunció el rostro y dijo, “Es muy extraño”. Gabrielle fue de un lado a otro del bar hablando en susurros con los parroquianos, al parecer suspicaces ante mi visita. “La policía siempre nos está vigilando”, me explicó, “y es imposible no sentir paranoia”. Un hombre intervino diciendo, “Cuando la policía secuestra a diez amigos tuyos y les acusa de terrorismo, pues sí, por supuesto la gente se vuelve paranoica”. Durante el resto de la tarde-noche, Gabrielle fue alternando entre la cortesía y la estridencia revolucionaria. “¿Qué es lo que pretendías ver aquí?”, me preguntó. “Mira, nosotros no somos materia de estudios etnológicos. No puedes venir a este lugar y de repente comprenderlo todo. Has de vivirlo”.

El grupo de Tarnac ya dejó claro lo que opinaba del periodismo en la segunda página de Call, un libro escrito de forma colectiva y anónima: “El premio de la infamia es para los periodistas, aquellos que pretenden redescubrir cada mañana la miseria y la corrupción de la que se enteraron el día anterior”. A diferencia de los grupos revolucionarios del siglo XX, que utilizaban los medios de comunicación para cultivar su mythos y difundir su mensaje, los comunistas de Tarnac sólo quieren que les dejen en paz. Evitan a los medios y sólo los utilizan en momentos y con propósitos muy concretos: por ejemplo, ayudar a sus amigos a salir de la cárcel. A raíz de sus arrestos surgieron comités de apoyo a los Tarnac 9 en toda Francia y en otros países, como Alemania y Grecia. En Nueva York, una lectura pública de L’insurrection qui vient llevada a cabo sin ningún permiso en la librería Barnes & Noble de Union Square desembocó en una ruidosa marcha hasta la lujosa tienda de cosméticos de al lado, donde los participantes interrumpieron las compras con gritos de “¡Poder para las comunas!”. Una manifestación de apoyo a los Nueve en Limoges terminó ante la sede de la compañía ferroviaria SNCF, atacando los manifestantes el edificio y rompiendo ventanas. Aunque los Tarnac 9 tienen simpatizantes en todo el mundo, la mayoría de los integrantes del grupo parecen querer simplemente seguir en paz con sus vidas. Una mujer a la que conocía en la aldea me dijo, “No veo el momento en que el mundo se olvide de este lugar”.

A diferencia de muchos radicales occidentales, que llevan siempre por delante sus creencias ideológicas, los comunistas de Tarnac se han adaptado sin problemas a la vida en un pueblo pequeño y son prácticamente indistinguibles de los aldeanos ‘normales’. En casi todo occidente, los espacios radicales tienen una estética única y reconocible; graffiti, camisetas, parches y banderas presentando un mareante despliegue de mensajes sociales: ¡Libertad para Mumia! ¡No a la ingeniería genética! ¡Ve en bicicleta! ¡Aplasta el patriarcado! En Tarnac, por el contrario, no te sentirías incómodo llevando a tu abuela a un bar. Es un lugar totalmente normal y corriente, sin el atractivo de lo clandestino y sin confrontaciones ideológicas en cada esquina, y sin embargo evoca unos tiempos más sencillos y, a la vez, más revolucionarios. La estancia huele a humo de tabaco, sólo hay dos tipos de clases de cerveza, y no hay un sólo anuncio corporativo ni pantalla plana de televisión. Parece la clase de lugar en el que la gente del siglo XIX se reuniría para dirimir un posible coup d’ètat. El squatter europeo moderno, ese mutante con parches y piercings, brilla por su ausencia. Los comunistas de Tarnac son, a decir verdad, decididamente post-squatter, habiendo llegado a la conclusión de que la autorreclusión de los radicales en ghettos, camarillas y entornos sociales afines no es un camino que conduzca a la costrucción de alternativas serias y duraderas. La comparación histórica más adecuada a lo que están haciendo en Tarnac sería con los narodniks rusos del siglo XIX. Durante los años 70 de ese siglo, miles de jóvenes radicales nacidos en el seno de familias aristócratas renunciaron a su clase social y se mudaron a zonas rurales para practicar narodnichestvo [del ruso narod, ‘pueblo’; es decir, populismo –ndt], vistiendo ropas de piel de carnero para mezclarse con los campesinos y fomentar entre ellos un sentimiento antizarista. El punto álgido de esta breve tendencia llegó con el movimiento ‘Yendo Hacia la Gente’ de 1874, cuando miles de narodniks dejaron en masa las ciudades para ir a vivir a aldeas: vistiendo como campesinos, comiendo la comida de los campesinos y aprendiendo las costumbres locales. A menudo se les recibía con sospecha, puesto que era evidente sólo con verles que no eran verdaderos campesinos. Al final, el movimiento ‘Yendo Hacia la Gente’ fue brutalmente reprimido por el zar, cuya policía secreta irrumpía en las aldeas para golpear y encarcelar a los revolucionarios nihilistas y a cualquier aldeano que simpatizara con ellos.




Los narodniks fueron incapaces de integrarse totalmente con los habitantes rurales porque daba igual las ropas que vistieran o las costumbres que adoptaran: para ellos era imposible ocultar su origen privilegiado, su pertenencia a las élites. El proletaritat puede oler a un niño rico a kilómetros de distancia. Incluso aunque el niño rico vista harapos y hable de matar a los ricos, todo él está imbuído de los signos inconfundibles de la riqueza y de la buena formación. Me parecería a mí muy difícil, si no imposible, que los habitantes de Tarnac, con sus ropas manchadas por el trabajo diario, hubieran aceptado a los recién llegados faux-aldeanos de París sin un ápice de recelo. Conocí en el bar a Marielle, una chica menuda y rubia con aspecto de haber podido salir en la película Amélie. Me contó que fue squatter en París y que se había trasladado a Tarnac en 2004, teniendo ella 26 años. “En la ciudad es muy difícil hacer las cosas que hacemos aquí”, me dijo. “Tenemos mucho apoyo. Todos estamos muy contentos de haber dejado París”. Marielle se fue poniendo más y más introspectiva a medida que íbamos hablando. “Ni cuando vivía al máximo en la ciudad, yendo a bares y fiestas, me gustaba del todo esa vida”. Me explicó que el octogenario alcalde comunista de Tarnac ayudó al grupo cuando se mudaron al pueblo facilitándoles materiales de construcción y dándoles apoyo moral. Fue un pequeño desastre cuando dejó el puesto y fue elegido en su lugar un alcalde más joven y conservador, el primero no comunista en varias generaciones. Marielle sacudió la cabeza de forma hosca. “Al nuevo alcalde no le gustábamos. No nos ayudó nada. Cuando le veo por la calle trato de evitar contacto visual”.

Marielle enfatizó mucho que no existía división entre los jóvenes hacendados comunistas y los lugareños de toda la vida, y que los dos grupos se mezclaron sin roces. Me presentó a una amiga suya, una amable mujer de pelo oscuro y treinta y tantos años. “Ella es del pueblo. Yo soy de París. ¿Lo ves? ¡No hay diferencia!”. Su amiga asintió con cautela y, dirigiéndose a Marielle, dijo, “La mayoría de veces nos mezclamos bien, pero a veces la gente habla… Pero sólo son chismorreos”. Gabrielle se acercó y me preguntó si era vegano. Pareció satisfecha cuando le dije que no. “Bien”, dijo con una sonrisa sarcástica. “El veganismo es una cosa de ciudad”. El camarero, un hombre con barba, cortó con aire cansino una salchicha ahumada y fue repartiendo las porciones a la gente. Yo, de vez en cuando, sentía rayos de antagonismo que emanaban de un hombre que estaba al otro lado del bar, un pelirrojo de aspecto fiero que llevaba, sin ápice de ironía, una gorra de piel con el emblema soviético de la hoz y el martillo. Pasé el resto de mi primera noche en Tarnac en el bar, bebiendo vaso tras vaso una cerveza aguada. El camarero, moreno y de ojos azules, me dijo que también él había sido squatter en París pero que un día se cansó de la vida en la gran ciudad. Después reiteró el ya familiar estribillo: “Aquí estamos construyendo algo”.

Colgada del muro detrás de mí había una vieja fotografía enmarcada en blanco y negro; el único artefacto con algún poso de edad en esta, por lo demás, anodina habitación. Pregunté al camarero quién era el hombre retratado y él, con gravedad, respondió que era “Georges Guingouin. Un héroe en este territorio”. En la foto, tomada en los años 30 ó 40, un hombre en traje de faena y aspecto beligerante adoptaba una pose de rebelde. Llevaba un casco en la cabeza y gafas de gruesa montura negra. Recordé su nombre de un pasaje de L’insurrection qui vient: “En 1940, Georges Guingouin, el ‘primer luchador de la resistencia francesa’, empezó sin nada más que la certeza de su oposición a la ocupación nazi. Por entonces, para el Partido Comunista, él era simplemente ‘un loco que vivía en los bosques’ hasta que, al cabo de un tiempo, hubieron no uno si no 20.000 locos viviendo en los bosques, y Limoges fue liberado”. También se citaba a Guingouin en la carta de rechazo de los Nueve de Tarnac al dictamen judicial. En ella escribieron, “George Guingouin dijo en cierta ocasión, ‘En vez de como presa siendo acosada, uno ha de sentirse como un combatiente’”. Guingouin es el perfecto héroe del pueblo para un grupo de insurreccionistas renegados franceses que desean rehabilitar la palabra ‘comunismo’ y distanciarla de su larga asociación con Karl Marx y la Unión Soviética.

A inicios de los años 40, Guingouin era secretario del Partido Comunista en Eymoutiers y responsable de un periódico de corta tirada llamado El Trabajador de Limousin. Durante la invasión alemana, el Partido Comunista Francés optó por someterse y acatar la directriz de Stalin –después de que éste firmara con Hitler el pacto de no agresión Molotov-Ribbentrop–, según la cual los comunistas franceses tenían que doblegarse ante la invasión nazi. Guingouin rechazó la línea del partido y actuó según su conciencia. Se escondió en el bosque y su creciente número de resistentes maquis declaró una guerra de guerrillas a los invasores nazis. Emplearon tácticas de tierra quemada poniendo bombas en acueductos, disparando a distancia a los soldados nazis y destruyendo vías férreas y puentes para cortar las líneas de suministros y el fácil acceso de las tropas. En 1944, Guingouin y sus maquis lucharon contra la división pánzer Das Reich y mataron a su general, Heinz Lammerding. Esta derrota retrasó la llegada de la división Das Reich a Normandía, algo que fue de importancia vital en la victoria de los Aliados en junio del 44. Sin embargo, la decisión de Guingouin de obedecer a su conciencia le ganó un puesto permanente en la lista negra del Partido Comunista. En 1945 llegó a alcalde de Limoges pero fue objeto de tan enconada campaña de difamación que hizo de él un paria. Se marchó de Limoges sin honor y pasó el resto de su vida exiliado, trabajando como maestro de escuela. Todas las personas a quienes conocí en Tarnac me hablaron de Guingouin con tono reverencial. El sabotaje de 2008 que desembocó en la imputación de un delito de ‘terrorismo’ a los Nueve de Tarnac fue, en cierto sentido, una repetición simbólica de las acciones que Guingouin llevó a cabo en Limousin 60 años antes. En el colmado encontré una postal que mostraba la foto de un gra-ffiti con la leyenda, “No fue Julien [Coupat] el que detuvo los trenes. ¡Fue el espíritu de Guingouin!”. Los habitantes de Tarnac están comprometidos con la empresa de limpiar la reputación de Guingouin. Una mujer comunista del pueblo me dijo, “Guingouin era un hombre bueno, un hombre honesto, y un defensor de su país. Gracias a él, los nazis nunca llegaron a ocupar del todo Limousin. Lo de hoy es muy triste. En Limoges sólo hay una calle con su nombre. Y es una calle muy pequeña en las afueras por la que nunca va nadie”.

Se arregló que me podría alojar en casa de un afable treintañero llamado Antoine, que disponía de un dormitorio vacío desde que sus compañeros decidieran regresar a París. A primera vista, Antoine parecía el típico tío que ves en la puerta de un concierto de Phish puesto de setas, y sentí una punzada de miedo. El miedo demostró estar injustificado: Antoine era tan insurreccionista como el que más. Había crecido en la región y, tras varios años de squatter en París, había vuelto a su Limousin natal en busca de un hogar más estable y sólido. “Ocupábamos edificios y llevábamos indigentes para que vivieran en ellos”, me dijo con aire reflexivo. “Entonces nosotros mismos empezamos a ocupar sitios para vivir en ellos. Cuando nos echaban localizábamos otro edificio, lo ocupábamos, nos echaban y vuelta a empezar. Siempre así. Deseábamos algo más”.

Los años centrales de la pasada década fueron tiempos explosivos en Francia. La escalada de tensiones sobre cuestiones como la inmigración y el racismo derivó en un clima generalizado de descontento y disturbios después de que dos adolescentes marroquíes fueran perseguidos y tiroteados por la policía. Con comercios saqueados y vehículos incendiados a los ancho y largo del país, el presidente Jacques Chirac invocó una ley de 1955 y declaró el estado de emergencia. Sarkozy, entonces ministro del Interior, se refirió a los alborotadores como racailles [chusma, gentuza] y declaró una política de ‘tolerancia cero’ hacia los disturbios. La ira no estaba circunscrita a París. En los Alpes franceses, un Festival del Vino terminó con lanzamiento de piedras y botellas y un edificio escolar incendiado. “Todo el mundo, en cada ciudad y pueblo por pequeño que fuese, escribía panfletos y manifiestos”, me dijo Antoine. “Cada universidad trabajaba colectivamente. Había tantos escritos que decidimos con quiénes queríamos contactar basándonos en la calidad de su escritura. Había cosas muy buenas y otras que eran una mierda. Recuerdo que leí un texto muy bueno que empezaba con una cita de Tyler Durden, de El Club de la Lucha: ‘No eres tu puesto de trabajo’”. En este punto hay que decir que en Europa aprecian sinceramente cosas que los americanos relegaron hace tiempo al cuarto trastero cultural con la etiqueta de ‘chungo’. Mientras hablamos, empieza a sonar en el bar la canción ‘Killing in the Name’ de Rage Against The Machine, y Antoine sacude su cabeza arriba y abajo cantando la letra simulando furia: “¡Jódete, no voy a hacer lo que me dices!”




Antoine pidió al camarero que le fiara unas rondas de un mejunje local: un licor amargo parecido al Campari llamado Salers mezclado con jarabe de frambuesa. El camararo garrapateó el pedido en una ajada libreta. Antonio deseó buenas noches a todos y ambos dejamos el bar. En el exterior, el aire flotaba frío y limpio en la empedrada calle mayor de Tarnac. La casa de Antoine, en la que abundaban las corrientes de aire, estaba austeramente decorada, como un dormitorio universitario; justo lo contrario de lo que uno esperaría de un agente de la liberación radical. Aunque no había nadie más en la casa, charlamos un rato en voz baja, casi susurrando, sentados los dos en un astroso futón en la planta principal. Le pregunté a Antoine por qué se había trasladado a Tarnac. “El comunismo tiene que vivirse. Si has de vivir cosas que no se han experimentado antes, no hay nadie que pueda enseñarte el camino… No quiero estar aislado pero esto es lo que ahora estoy intentando”. Subimos las escaleras hasta la segundo plana, donde Antoine me mostró mi dormitorio. “No tengo calefacción y tampoco mantas”, me dijo. “Buenas noches”. Parece que hay que dejar atrás un montón de cosas cuando eliges un estilo de vida agrario-comunista. Tu existencia transcurre sin propósito o trabajo alguno al margen de la imprecisa meta de ‘fomentar la revolución’ que te sirva como guía. Esto, una vez has leído la literatura al respecto, suena romántico al principio, pero luego todo se reduce a ordeñar a las ovejas, discutir con tus camaradas y organizar actos benéficos para sacar a tus amigos de la cárcel. Y, como suele pasar, la melancolía y la inercia acaban haciendo mella en tu grupo, pequeñas muescas en la coraza procedentes tanto desde el exterior como del interior. Yo no había traído saco de dormir a Francia. Inspeccioné la habitación carente de ventanas: no había nada a excepción de un armario empotrado y un colchón tirado en una esquina. Miré en el armario y encontré algunos trapos viejos, toallas y una liviana sábana. Me puse todos los jerseys y chaquetas que llevaba conmigo, me tumbé en el colchón y me tapé con todo lo que pude para intentar mantenerme caliente. Lentamente fui cayendo en un sueño teñido de ansiedad.

A la mañana siguiente me levanté, bajé las escaleras dando bandazos y me encontré a Antoine sentado a la mesa de la cocina dando cuenta de un frugal desayuno, un espresso y una baguette con mantequilla y miel producidas en la localidad. Me senté con él y charlamos mientras tomábamos café. Cuando le pregunté cómo se definía políticamente, respondió con las evasivas de rigor: “Tengo un amigo que cuando está con los anarquistas se llama a sí mismo comunista, y cuando está con los comunistas se define como anarquista”. Antoine me enseñó una octavilla fotocopiada que le había mandado su amigo en Londres y que mostraba varios benignos aparatos tecnológicos: un teléfono móvil, un coche, una cámara digital y un ordenador; el texto encima de las imágenes decía, “Terrorismo: si usted sospecha algo, denúncielo”. Antoine emitió un risita. “Terrorismo: si usted ve algo… Diga lo que sea”. A continuación me dijo que tenía que escribir todo el día pero declinó decirme el qué o para qué, sugiriéndome en cambio que saliera a dar una vuelta por el pueblo. Afuera, las vacías calles de Tarnac estaban cubiertas de una fina sábana de nieve. En algún sitio ladró un perro. Las chimeneas de piedra de las casas emitían humo y los faroles de gas titilaban en los estrechos callejones. Imponentes, verdes montañas parcialmente oscurecidas por nubes bajas podían verse desde cualquier calle de la aldea. Me descubrí gravitando hacia el bar, centro magnético del lugar y único sitio en el que vibraba la vida humana, pero lo encontré vacío con la excepción de dos ancianos de rostro enjuto y correoso que jugaban a las cartas y bebían tempraneros vasos de vino. Un cascabel tintineó cuando abrí la puerta del colmado de al lado. Al igual que el bar, no presentaba indicios de tendencias radicales. Nada de banderas rojas y negras, nada de pancartas; ningún tipo con cresta detrás del mostrador, sino una amable señora de mediana edad. La selección de productos a la venta era similar a la que uno esperaría encontrar en una bodega de Brooklyn: latas de salchichas vienesas, caramelos de goma, macarrones con queso, un surtido de vinos, además de adiciones regionales tales como carne ahumada, fino queso francés y útiles de caza. Lo único que indicaba que la tienda estaba regentada por la clase de jóvenes que escriben sentencias como “El pacifismo sin ser capaz de disparar un arma no es otra cosa que la formulación teórica de la impotencia” eran unas postales de la serie “Apoyad a los Nueve de Tarnac” dispuestas en una esquina para que las compraran turistas como yo que vinieran a ver al colectivo. Una de las postales mostraba la fotografía de un lema que, en francés, decía, “Resistir. Desobedecer. Repoblar”. En otra, una foto de un graffiti: “Zona insubordinada”. Compré toda la colección por tres euros.

En las últimas páginas de L’insurrection qui vient, El Colectivo Invisible escribió, “La comuna se exige dejar el máximo de tiempo libre al mayor número de personas que sea posible”. Lo que la gente ‘hace’, en lo que la gente ocupa el tiempo aquí en Tarnac, es un misterio. Aunque ninguna de las personas que había conocido tenía un trabajo remunerado, viviendo la mayoría del subsidio de desempleo, nadie parecía dedicarse a lo que se suele dedicar la gente que no tiene trabajo: llenar las horas muertas paseando por las calles o remoloneando en el bar. Se respiraba en el aire una clara ansiedad, la persistente sensación de que el grupo de Tarnac estaba escondiendo algo: que daba cobijo a convictos fugados, que traficaba con órganos humanos, o que estaba desmantelando los restos de una nave extraterrestre. ¿Quién sabe? La incomodidad permeaba en todas partes, haciendo un poco sospechoso el discurso de que lo único que busca el colectivo de Tarnac es mantener una prudente distancia con el mundo capitalista. Habiendo nula acción en el pueblo, decidí darme un paseo hasta la granja del colectivo, situada a tres kilómetros de distancia. Con excepción de unos perros ladrando en la distancia, todo estaba en paz y calma en el pastoral camino que conducía fuera del pueblo. Los bosques y montañas que rodeaban Tarnac, con sus arroyos cantarines y sus estructuras de piedra semiderruidas y cubiertas de musgo, me parecieron místicos y extraños. La tierra se sentía como un ente vivo, como si presidiera en ella algún dios de la naturaleza arcadiano o fuese el último reducto en la Tierra de una magia de tiempos inmemoriales. Ningún coche pasó mientras yo andaba por enmedio del camino. Unos caballos daban topetazos con sus cabezas contra una cerca de madera, como si reclamaran que alguien viniera y les domara. En el último tramo, cerca ya de la granja, un golden retriever se puso a mi lado y correteó a mi alrededor, guiándome colina arriba hasta una vieja granja de piedra. En un pequeño corral, un grupo de ovejas le balaba al aire matutino. Al perro se le unió un gato a rayas, conduciéndome el cortejo animal hasta un enorme establo de madera en el que se afanaban duramente un hombre y una mujer, treintañeros ambos. El hombre, un tipo musculoso y bien parecido, dio un paso adelante, se secó el sudor de la frente y sugirió que me diera una vuelta por los alrededores. La propiedad tenía el aspecto de cualquier comunidad agraria de las que se encuentran en Estados Unidos, con la salvedad de que los edificios tenían unos cuantos siglos más de antigüedad. Aquí y allá, desperdigado por la propiedad, se veía algún coche estropeado o un pequeño tráiler. Unos montones de abono orgánico y varias parcelas de cultivo se habían unido para conformar un huerto de aspecto bastante bonito, pero por algún motivo, de esta pequeña porción de paraíso emanaba una sensación de agotamiento.

Cuando volvía a la casa de Antoine, éste me explicó que yo había venido al pueblo en momentos ‘muy extraños’. “Ahora mismo todo es muy raro”, dijo con un suspiro. “Cómo hablamos, cómo nos encontramos. Necesitamos aires nuevos. Si hubieras venido en otro momento, creo que todo habría sido mejor”. Una amiga de Antoine llamada Marion, una chica delgada y de aspecto amistoso, vino a la casa y ambos se marcharon a otra habitación con un laptop, manteniendo una conversación furtiva mientras escribían. Cuando volvieron nos fuimos los tres al bar. Marion me explicó por qué la gente de Tarnac vestía de manera tan informal. “La identidad es como ir a una tienda. Vas a las estanterías, eliges tu ropa y eso conforma tu identidad. Ser vegano o ‘punk’ o vestir de forma extraña es simplemente una excusa para estar inactivo, para no hacer nada. Todos esos veganos y punks, que se quedan sentados sintiéndose muy satisfechos consigo mismos porque son punks y veganos… Todo eso es muy superficial. Y, además, llevar cresta y tachuelas es un modo inmejorable de llamar la atención y que te acabe deteniendo la policía. No puedes sacar nada serio adelante si tienes aspecto punk”.




Marion me explicó que, en lo referente a sus tendencias sociales y políticas, ella creía en “la nada”, en conectar con las personas tal cual y no con relación a la ideología que pueda percibir en ellas, en sus identidades o extracción social. También me habló de su firme intención de mantenerse alejada de ideologías basadas en hombres muertos: marxismo, bakuninismo, leninismo. Dijo que su deseo era crear una ideología nueva y viva, hecha entre amigos. “Creo que la política debería ser un pacto de sangre, no algo que puedas revocar sólo porque más adelante has cambiado de opinión”. Tras echar un par de tragos en el bar, fuimos al colmado de al lado antes de que echaran el cierre de cara a la noche, compramos comestibles y unas botellas de vino y volvimos a casa de Antoine para hacer la cena. Marion y yo proseguimos la conversación mientras cortábamos dientes de ajo para la pasta. Cuando mencioné a Sartre, Marion hizo el gesto de espantar a un mosquito. “¿Sartre? Sartre era el tipo al que todos los militantes acudían cuando querían que sus comunicados aparecieron en los periódicos. Nadie iba a arrestar a Sartre. Los periódicos publicarían cualquier cosa suya pero no la de los militantes, que vivían en la clandestinidad. Ayudó a los radicales y eso estuvo bien, pero él jamás hizo nada. Sólo sentarse y pensar. Nunca luchó”. Le pregunté qué es lo que Sartre, en su opinión, tendría que haber hecho, Marion me miró como si yo fuera idiota y contestó: “Acción subversiva”.

A la mañana siguiente Antoine me había dejado una nota en la que me decía que había tenido que irse temprano porque se iba a esquiar. Marion se ofreció a recogerme a mediodía y llevarme hasta Limoges. Cuando llegó, subí a su coche, un tronado utilitario de tres puertas; el asiento trasero estaba totalmente ocupado por botellas vacías y húmedos paquetes de periódicos propagandísticos en blanco y negro. Marion fumaba sin cesar, depositando las colillas en un cenicero replegable atestado ya por una pequeña montaña de colillas. No me explicó por qué tenía que ir a Limoges. Le pregunté si trabajaba; “¿Trabajo?”, respondió ella con absoluto desprecio. “No por dinero”. Dijo que se vestía “como una dama rica” para mantener una apariencia de mujer normal y bien acicalada cada vez que tenía que presentarse en la oficina de desempleo, una vez a la semana. “Los administradores son peores que los polis”, escupió. “Hacen que no tener trabajo parezca en sí un trabajo. Reuniones, talleres, chorradas toda la semana. Y si me encuentran algo, no tengo más remedio que aceptar por mierdoso que sea”. Durante el mareante trayecto montaña abajo desde Tarnac, Marion me contó todas las cosas que me despertaban la curiosidad pero me daba reparo preguntar. “Mira”, dijo, “sólo somos un grupo de amigos, no necesariamente un colectivo. En este área no hay economía, ni trabajo ni industria. La mayoría de las casas están abandonadas, y el suelo es malo. Casi todo el mundo se va de aquí en busca de trabajo y luego vuelve. Esta zona tiene una historia de comunismo porque la gente recibe una educación en cualquier otro sitio y después regresa. La única industria de la que podemos hablar es la del turismo. Tras la historia de lo de Tarnac empezamos a recibir un montón de visitantes. Primero la policía. Luego los medios de comunicación. Más tarde, mirones y curiosos que lo único que querían era venir, tomarse un café y ver a ‘los terroristas’. Y después, los turistas guays, que son peores que los turistas normales; gente que se toma unas vacaciones por Europa visitando squats y colectivos y luego vuelven a sus empleos y a sus mujercitas, sin ayudar a construir nada. Nosotros nos comprometemos con la población local. Hace cinco años, unos punks se mudaron a un pueblo de esta zona. El alcalde era un comunista joven que les ayudó cediéndoles una casa gratis. Llevaban el pelo teñido de azul, hablaban abiertamente de revoluciones y estaban continuamente montando ruidosos conciertos punk. Cabreando a todo el pueblo. No se ganaron la confianza de la gente más mayor y acabaron quemando la casa que les habían cedido. Se marcharon sin haber hecho nada positivo. No construyeron nada. Nosotros no queremos ser como ellos. Queremos intentar algo nuevo, hacerlo por nuestra cuenta y hacerlo bien”.

Marion siguió fumando como una chimenea y maldiciendo una vez hubimos entrado en Limoges, llegado el centro de la ciudad y dado vueltas buscando aparcamiento cerca de la muy ornamentada estación del tren. “A los franceses nos gusta estar cabreados”, dijo. “Antes elegiríamos a un fascista como Sarkozy para poder hablar mal de él e intentar deponerle que a un socialista amable como Mitterrand. Cuando Mitterrand salió elegido los socialistas se pusieron muy contentos y dijeron, ‘Vaya, por fin tenemos socialismo y nos podemos dedicar a nuestros trabajos, a echarnos a dormir o a lo que sea’. Todos los movimientos sociales murieron con la elección de Mitterrand. La gente se quedó dormida. Al menos con Sarkozy sabemos quién es nuestro enemigo, aunque durante un tiempo no pasó nada. La gente le tenía miedo porque es un loco. Ahora, en los últimos años, se han hecho manifestaciones y huelgas. La policía se ha mostrado más violenta y, en consecuencia, también la gente. Yo prefiero tener un mal presidente, porque eso al menos mantiene al pueblo alerta”.

Aunque los comunistas de Tarnac no dejaban de empeñarse en arrojar luz sobre la ‘nula plasticidad’ de la metrópolis y las ‘insustanciales relaciones sociales’ que se dan en las grandes ciudades, fue Tarnac la que a mí me pareció muerta y petrificada. Poca vida o movimiento había en las calles aparte del ocasional paseo cansino de algún que otro perro vagabundo. En mi último día en Tarnac me levanté temprano, pasé delante del bar (abierto, pero vacío) y del colmado y subí el camino que conducía al cementerio, situado en una colina pelada a las afueras de la aldea. Allí, entre los mausoleos perfectamente alineados, reinaba el silencio y el cielo gris tenía un peso especial, y la idea de una vida sencilla y romantizada de comunismo agrario me pareció enormemente deprimente.

La idea de construir una comunidad suena, al principio, como algo sexy y excitante. La realidad es que se trata de un proceso lento que requiere trabar relaciones, cultivar amistades, establecer una rutina y una familiaridad. Por muy radical e insurreccionista que sea el sistema de creencias de los comunistas rurales, la existencia de todos ellos, su día a día, es totalmente confortable. Antoine describió el traslado a Tarnac como “un laboratorio de la utopía”, como algo que nunca se había hecho antes, pero los maoistas y los hippies frustrados llevan décadas, incluso siglos, emprendiendo regresos a zonas rurales. Y al igual que sucedió en toda iniciativa previa similar, en Tarnac el curso de la vida sigue un curso predecible, reafirmándose a sí misma: los comunistas se levantan pronto, dan de comer a las gallinas, dicen hola a sus vecinos y crían a sus hijos. Las neurosis, las dudas y los celos, sentimientos viejos como el mundo, fluyen por debajo de la superficie del pueblo como un río subterráneo. No es que nadie en Tarnac afirme que la utopía esté a la vuelta de la esquina, ni siquiera que esté cerca; para ellos, todo lo que hacen está basado en el proceso, en el experimento, en el ‘al menos estamos intentando algo’. Cuando le pregunté la razón de todo aquello, a dónde se suponía que conducía ese experimento, Antoine se limitó a encogerse de hombros. “Puedes estar viviendo en una comuna, con tus amigos, y todo va perfecto y entonces, a 80 kilómetros, va y estalla una bomba de neutrones”, dijo. Levantó las manos en el aire y simuló el sonido de una explosión. Después tomó un sorbo de café y sonrió.