Este artículo forma parte de la serie ‘La pesadilla del millennial’. Lea aquí las demás entregas.
Hasta ahora, nunca he tenido contrato laboral. Me gradué en 2012 de Psicología y en todos los trabajos que he tenido desde entonces me han contratado por prestación de servicios. Llevo más o menos cinco años de experiencia profesional en los que no he sabido qué se siente recibir prima, tener cesantías o vacaciones pagas. Fue en mi último trabajo, al que renuncié en febrero, en el que decidí que ya había aguantado suficiente.
En 2014 entré a trabajar al Sena, en la dependencia de “bienestar”. Llegué por convocatoria pública, lo cual ya era raro porque la mayoría de contrataciones se hacían por recomendaciones. En teoría, mi trabajo era prestar orientación a los estudiantes y apoyar todo lo que estaba contemplado como “bienestar”: salud, capacitación, liderazgo, apoyo económico. Pero la realidad era que tenía que hacer de todo: eventos —y con ellos bajar las cosas que quedaban después de haberlos realizado— estar con los muchachos.
La lista de cosas que hacía es más bien interminable.
Allí trabajé casi tres años lidiando, además, con situaciones que no se alejaban mucho de la explotación y del acoso laboral. Éramos un equipo de 11 personas, todas contratadas por prestación de servicios a excepción de mi jefe. A todos nos exigían desempeñar más labores de las que nos correspondían a costa de nuestra tranquilidad y salud. Actualmente, algunos de mis compañeros que siguen allá tienen problemas de salud, físicos y psicológicos, derivados del estrés.
Cuando se habla de contrato por prestación de servicios se hace referencia a un contrato que no está sujeto a las leyes laborales, ya que no hay una relación directa entre empleador y trabajador. Eso, entre otras cosas, significa que no hay período de prueba y que el contratante no tiene la obligación de pagar prestaciones sociales. Pero son tres los aspectos clave que diferencian a este contrato de uno laboral: no implica, necesariamente, una prestación personal del servicio —es decir, que uno no tiene que ir a una oficina si no es necesario para realizar el trabajo—; no hay subordinación entre el empleador y empleado; y por último, no hay salario sino un pago de honorarios estipulados por el contratante y el contratado de acuerdo al servicio prestado (en horas, días o meses).
En mi caso, se violaban dos de esos aspectos: la prestación personal del servicio con horarios “oficiales” de ocho horas y media —con la obligación de ir dos sábados o más cada trimestre— y la subordinación y el trato de varios jefes. Parte de mi labor era atender usuarios, por lo que al final terminaba cumpliendo un horario. Y la independencia que, en teoría, promete este contrato, termina siendo una mentira: tenía que pedir permisos como un empleado contratado y, muchas veces, incluso aguantar malos tratos.
Claro, esas condiciones muchas veces quedan claras a la hora de firmar el contrato. En mi caso, yo sabía que lo que estaba firmando no estaba bien. Desde el principio sabía que la mayoría de mi tiempo lo iba a entregar a esa institución a cambio de un pago mensual que, a simple vista, no era malo para una profesional de humanidades con dos años de experiencia y sólo un pregrado. Entonces firmé, como la mayoría de los que trabajan en muchas instituciones públicas y privadas, y que, al final, terminan viendo cómo las condiciones de sus trabajos cumplen los requisitos de un contrato laboral sin recibir los beneficios del mismo.
El problema es que cuando va pasando el tiempo la cifra que al principio deslumbra termina revelando lo que en realidad es: nada, una cifra que no compensa ni el empeño ni los gastos que se deben asumir de forma individual. Como el contrato no incluye seguridad social, hay que asumir el pago de salud, pensión y riesgos laborales. Además, hay que ahorrar otra parte para eventualmente poder darse el lujo de irse de vacaciones o incluso de pagar cesantías. Eso, según el portal Finanzas Personales, termina siendo el 46% del sueldo.
Pero acepté porque sentía que necesitaba más experiencia como profesional y, además, quería ahorrar para hacer una maestría e independizarme. La cuestión fue que, con el tiempo, las condiciones que acepté cambiaron drásticamente y el sueldo ya ni siquiera compensaba la dedicación con la que hacía mi trabajo ni lo que me estaban exigiendo.
Para poder cumplir con mis labores y con los procesos asignados siempre necesitaba más de ocho horas. En realidad, trabajaba de nueve a diez horas diarias en promedio y en varias ocasiones tuve que seguir trabajando en la casa. En los eventos que organizábamos, mis compañeros y yo trabajábamos cerca de 13 o 14 horas: habían mencionado que haríamos eso como algo muy ocasional, pero al final terminaban siendo más de tres veces al año que, para mí, ya era injusto. Además, la atención que prestábamos a usuarios incluía trabajar los sábados o en horas que no eran de oficina: para eso teníamos que rotarnos y cubrir esos horarios. Para rematar, a veces podían llamarnos a trabajar un lunes festivo si el trabajo estaba atrasado.
Paralelamente, esa demanda de tiempo hizo que tuviera que rechazar varios trabajos ocasionales. Yo daba talleres de “hoja de vida” y de entrenamiento para entrar a la vida laboral y en más de una ocasión tuve que rechazar las invitaciones de empresas por dedicarle mi tiempo a este trabajo que terminó demandándome una exclusividad que no me retribuía.
Mientras pasaba todo eso, yo me estaba enfermando. Las largas jornadas me dejaban exhausta y, a la vez, vivía una vida muy sedentaria. No había tiempo para un hobby o para hacer ejercicio y la dinámica de las rotaciones de horarios hacía imposible llevar una rutina estable. El estrés y la presión me generaron un problema de ansiedad y empecé a comer compulsivamente. Por un tiempo tuve que tomar Fluoxetina, un medicamento psiquiátrico para controlar la ansiedad. Subí 12 kilos y ahora tengo un problema de triglicéridos altos. Y ni hablar de mi vida social. En una ocasión, en el cumpleaños de mi novio, tuve que quedarme con mi jefe y dos compañeros a ver cómo terminaban un cuadro en Excel. Intenté tomar mi bolso e irme pero con una mirada y un comentario quedé sentada. Estuve hasta las 8:00 p.m. viendo cómo otro trabajaba frente a un computador.
El ambiente laboral tampoco era ideal. Muchas veces hasta la escritura de un correo, acta o documento tenía que pasar por la aprobación de mi jefe. La subordinación era total y no había mucho espacio para aprender o crecer profesionalmente. Incluso cuando había capacitaciones disponibles era imposible asistir por la cantidad de trabajo pendiente. Y el trato de mi jefe en ocasiones podía ser displicente y no del todo respetuoso.
Todas esas condiciones hacían que el equipo no se sintiera realmente como un equipo de trabajo. Las malas condiciones le daban espacio a la mediocridad y a la falta de liderazgo positivo. La mediocridad y la pereza e alguna persona terminaba compensándose con el esfuerzo extra que hacíamos otros. Todo me generaba mucha impotencia, pero en el equipo rondaba la sensación de que era mejor no hablar, no confrontar ni a mi jefe ni a los demás, porque la consecuencia sería, muy seguramente, que no te llamaran al año siguiente.
Al final hice un balance consciente de todas las condiciones de un ambiente laboral: el horario, la flexibilidad para no abandonar del todo los proyectos profesionales, el respeto, el ambiente, la retroalimentación del trabajo, la oportunidad de ascenso, de asumir retos y de poder ejecutar nuevas ideas. En este “empleo” no había nada de lo anterior. Y en cuanto al pago, jamás iba a compensar todo lo malo, así que la decisión lógica era renunciar.
Cualquiera pensaría que frente a esas condiciones los que trabajan allí duran poco, pero esa no es la realidad: muchos duran años, hay uno que lleva casi una década. Yo creo que se quedan porque creen que lo que reciben es mucha plata y hay una mediocridad que no les deja ver que pueden conseguir un mejor empleo. Y a pesar de que están en desacuerdo con muchas de las condiciones laborales, no cambian de trabajo porque les da miedo.
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* El nombre fue cambiado a pedido de la autora.