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Viajes

Pizzas de marihuana y AK-47s: mis vacaciones en Camboya

Vine a Camboya a vivir el sueño que tengo desde que era un niño y veía sin parar películas de acción: iba a disparar una AK-47.

Todas las fotos por Karl Hess.

El hombre que me estaba ofreciendo el lanzador de granadas asentía y sonreía ampliamente, esperando mi respuesta.

"Espere. ¿Qué? ", Le dije, asegurándome de que no había escuchado mal.

"$250. Usted toma el arma, disparar vaca. Muy divertido”. El hombre me ofreció el arma de nuevo.

Sí, no había ningún error. Este hombre estaba ofreciéndome la oportunidad de dispararle a un bovino desprevenido con una granada propulsada por 250 dólares americanos. Y por lo que había visto hasta ahora en Camboya, supongo que no debería estar tan sorprendido. Después de todo, este era un país sin escasez en su arsenal de armas, con una gran necesidad de capital extranjero, y con un enfoque algo libertino en cuanto a la seguridad personal. Miré el arma, su culata de madera manchada y desgastada por los años de uso, y luego miré hacia la selva e hice contacto visual con la vaca en cuestión. Esta no parecía nerviosa.

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Yo había entrado a Camboya por tierra desde Tailandia, lo que implicó un largo viaje en autobús desde Bangkok durante el cual traté en vano de tomar mucho Valium tailandés para desmayarme, pero terminé viendo durante horas musicales de Bollywood y películas de acción tailandesas en la pantalla granulosa del televisor del bus, hasta que tuvimos que hacer trasbordo a un carro para continuar el viaje. El bus no podía ir más allá porque las carreteras de esta zona eran, por decirlo de una forma amable, inexistentes. Después de algunas horas en el asiento trasero de un coche con cara de haber tenido su mejor momento durante la presidencia de Nixon, ser revolcado sin descanso en una vía agresivamente polvorienta y llena de huecos, mientras conversaba con una pareja danesa aparentemente muy borracha con la cual estaba espichado, habíamos llegado.

El oficial de la frontera me miró con cautela, posiblemente debido a que muchos hombres blancos y solteros vienen a esta parte del mundo para buscar los servicios de prostitutas adolescentes, o quizá debido al hecho de que estaba sudando un montón, metido en la choza que hay en la frontera, y me había quitado la camisa, para ventilarme con ella.  Aun así, este guardián inflexible parecía demasiado contento y se tomó su tiempo dándome los formularios que necesitaba. Después de un rato, con un sello ligero y rígido en mi pasaporte, me concedieron la entrada al Reino de Camboya.

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Una de las primeras cosas que noté fue que todo el mundo parecía muy joven. Se veía como una nación de veinteañeros. De las pocas personas mayores que vi en la calle, la mayoría eran ancianos gravemente mutilados que iban por ahí con muletas pidiendo limosna. A muchos les faltaban extremidades, y otros tenían cicatrices horribles, quemaduras, o estaban desfigurados. Pronto me di cuenta de que la razón por la que uno no veía casi personas mayores era porque todos estaban muertos.

Lo que estaba experimentando era el vivo legado de un régimen que había asesinado aproximadamente a dos millones de personas. Los Jemeres Rojos ya no están en el poder, pero su Gobierno atroz iba a ser siempre una sangrienta marca indeleble en el pasado, la psique, y la población de este país. Y de una manera muy real, ese pasado todavía seguía aquí, en el suelo. Camboya fue fuertemente minada durante los años de conflicto armado y se estima que entre cuatro y seis millones de minas terrestres siguen enterradas en las zonas rurales de todo el país. Asimismo, cuenta con el mayor porcentaje per cápita de amputados por minas en el mundo, con uno de cada 236 camboyanos que vive con una o más extremidades perdidas.

Justo al lado de estos hombres fantasmagóricos y viejos que andaban por la calle con la cabeza gacha por las dificultades y las visiones sangrientas del pasado, había una Camboya totalmente diferente, compuesta de jóvenes sonrientes y entusiastas, la mayoría menores de 25 años. Eran los hijos de una generación disminuida por la guerra, deseosos de dejar los malos ratos atrás y de mirar hacia un futuro lleno de dólares extranjeros.

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Los propietarios de la casa de huéspedes a la que entré encarnaban esta energía positiva y juvenil. Ambos eran chicos de 21 años de edad, hablaban Inglés lo suficientemente bien como para mantener una conversación, y eran extremadamente amables. Especialmente cuando se enteraron de que vivía en California.

-  "¿Vives California? ¡surfista! ¡Malibú! "

-  "Bueno, en realidad, yo no practico surf. Pero definitivamente hay surfistas allí. Eso es innegable”.

-  "¡California amigo! ¡Que viva el surf! ¡Usted surfista! "

-  "… Sí, soy surfista".

Su entusiasmo y emoción eran contagiosos, así que pensé dejarme llevar. Y se extendió mucho más allá del simpe saludo inicial. Después de haber dejado mi bolsa, tomado una ducha, e instalarme en una hamaca, estaban a mi lado otra vez, sonriendo y con sus pulgares arriba.

- “¿Quieres pizza?”

- “Me encantaría, suena genial”.

- “¿Quieres pizza regular? ¿O pizza especial?”.

A pesar de haber llegado a Camboya hacía unas pocas horas, he viajado por el suroriente de Asia varias veces, por lo que no me sentí fuera de contexto cuando pregunté “¿La pizza especial es con drogas?”

Esto lo encontraron divertidísimo. “¡La pizza especial es pizza de marihuana!, ¡muy bien!”

- “Está bien, sí quiero una de esas pizzas especiales”.

Me hicieron chocar los cinco y se fueron a la cocina, pero unos minutos después, uno de ellos vino y se hizo al lado mío. Sonriendo de manera pícara, sacó de su bolsillo una bolsa enorme de marihuana y la tiró de manera casual en mis piernas.

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- “Un regalo de Bienvenida. Para ti”.

Se veía como una cantidad excesiva de marihuana para un regalo.

- “Esto es mucho. Déjame pagarte”, le dije, sacando mi billetera del bolsillo.

-  “No, no. Regalo. Disfrútala”. Otra sonrisa y se había ido.

No había protesta alguna contra la hospitalidad de Camboya. Entonces me dispuse a armarme un porro de esa hierba seca y cafesosa, para compartirlo obligatoriamente con unos alemanes que estaban sentados cerca, viendo una película de los X-men en un dvd portátil.

Un rato después, la pizza de marihuana llegó, grande, grasienta y deliciosa. No estaba muy fuerte en cuanto a lo “especial”, pero la marihuana en el suroriente asiático era bastante mala en general y yo ya había pagado aproximadamente $ 1,37 por todo, así que estaba contento con mi inversión. Además, cada vez estaba más interesado en la conversación de los alemanes sobre las cúpulas geodésicas (un dispositivo arquitectónico de forma esférica), por lo que debí haber estado al menos un poquito trabado. Después de varias cervezas, otra ronda de chocar los cinco con los propietarios, y un acuerdo grupal con los alemanes de que el arquitecto Buckminster Fuller (el inventor de la arquitectura geodésica) era parecido a Dios, me dirigí a mi habitación minúscula y a mi mosquitero para dormir. Necesitaba descansar, pues al día siguiente me iba a levantar temprano e iba a encontrar a alguien al que pudiera darle dinero a cambio de que me dejara cumplir un sueño que he tenido de toda la vida, desde que era un niño, viendo películas de acción sin fin y llenando mis horas juveniles con los muñecos de GI Joe y las armas Nerf: Iba a disparar una AK-47.

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No iba a ser difícil de encontrar la verdad. Uno no tiene que esforzarse mucho para encontrar armas en Camboya. Caminando por las calles de la capital, Phnom Penh, vi carteles gigantes con escenas coloridas dibujadas de ciudadanos sonrientes entregándole manotadas de pistolas, rifles y granadas a varios hombres en traje oficial. Aunque había algo escrito en camboyano, el mensaje era claro: “Hey chicos, entreguemos nuestras armas y dejemos de lado todo ese cuento de andar armado hasta los dientes, ¿sí?”. Pero no creo que la gente tuviera afán por entregarlas, ya que los arsenales que sobraron de los días sangrientos no solo servían para proteger a los habitantes de algún resurgimiento de las guerrillas comunistas, sino que también tenían un nuevo uso: campos de tiro para mochileros extranjeros con dinero de sobra.

¿Te gustaría disparar un cañón antiaéreo en la selva y talar alguna flora local a punta de fuego? No hay problema. ¿Quieres vivir tu fantasía de guerra y enloquecerte con una ametralladora M-60, riendo maniáticamente mientras los casquillos de latón llueven a tu alrededor? Por aquí. Pero te va a costar. Para ponerlos en perspectiva, disparar un M-60 con una munición de 100 rondas tiene un costo aproximado de $175. En un país donde se puede tomar una cerveza por menos de un dólar y se puede conseguir hospedaje por $3, eso representa un gran gasto. Sin embargo, a pesar de que estaban cobrando lo que podría equivaler a uno o dos meses más de viaje para un mochilero, los hombres que dirigen estos campos estaban haciendo un buen negocio.

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Después de un largo viaje sentado en la parte de atrás de una moto, en el cual solo me enfoqué en abrazar al tipo que tenía delante, cagado del susto por la velocidad y las carreras que hacía con otros cientos de motos, llegué por fin a uno de estos campos de tiro ubicados fuera de la ciudad. Era poco más que un edificio de bloques de hormigón con un techo de plástico verde que ondulaba, rodeado de una zona que había sido recortada (¿A punta de tiros?) de la selva circundante. Una parte de la construcción era para que te pararas con el rifle a dispararle a blancos, y la otra parte era un cuarto lleno de armas.

Kalashnikovs, morteros, cañones de 30 milímetros, granadas, cohetes, e incluso un lanzallamas. Era un capítulo de Acumuladores, edición: colapso de la Unión Soviética. Uno tenía la sensación de que, por suficiente dinero, podías usar lo que quisieras. Básicamente porque el tipo a cargo dijo "suficiente dinero, y puedes usar lo que quieras".

Pero yo solo estaba allí por la AK-47, así que me mantuve enfocado. De todas maneras, ya había gastado mucho en este viaje, aunque no me arrepentía de haber tenido un viaje cinco estrellas en la calle Khaosan (el destino predilecto de los mochileros), en Bangkok. El uso del Kalashnikov costaba $30, más un dólar por cada recarga. Si en Estados Unidos siguiéramos el ejemplo de Camboya, y cobraramos un dólar por bala, podríamos reducir las muertes violentas en el país, pensé, mientras le entregaba unos cuantos billetes arrugados al hombre con sombrero de cazador y sin camisa.  El hombre ya estaba quitando el seguro para empezar la primera ronda cuando lo paré. "por favor", le dije, poniendo una mano sobre el arma. "Permítame".

El tiroteo fue algo parecido a perder mi virginidad: al comienzo tentativo, luego ruidoso, increíble, y muy rápido. Ya había disparado muchas armas antes, pero era mi primera vez con un rifle de asalto automático, y déjenme decirles, no me decepcionó. A pesar de ir en rondas tan rápidas que estuve tentado de gastar otros $30 dólares, el Kalashnikov tenía todo el poder y la violencia de la que tanto hablaban, y era muy satisfactorio disparar. Las llamas salían del rifle a una velocidad impresionante, arrancando pedazos irregulares de árboles, rocas y tierra por igual. Apenas bajé el arma de mis hombros, volteé a ver al tipo con una sonrisa en mi cara. Creo que fue ahí donde la mente de negocios de este se activó, y vio su oportunidad de hacer más dinero, así que sacó la AK-47.

"Dispárale vaca. Sin problema".

A pesar de que el aspecto lamentable del bovino me hacía pensar que si le daba con un cohete explosivo iba a mejorar su día, no iba a hacerlo. No soy un monstruo. Sin embargo, si piensan dejar algún comentario ardido, les cuento que me comí un perro en Vietnam, como tres semanas después.

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