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Drogas

Vender droga para mi padre reforzó y luego destrozó nuestra relación

Todo parecía muy seguro viniendo de un señor que manipula delicadamente tofu salteado con unas pinzas.
Shutterstock

Pensé que las drogas me ayudarían a aliviar la inexorable ansiedad que sentía en mi interior, a hacerme oír, a ser más valiente y a bailar mejor. Y sí, el primer día sentí ese empuje, pero el éxtasis duró poco. Cuando llegué a casa y me llegó el bajón, mi cuarto se convirtió en el mismísimo infierno de Dante. Lo único que era capaz de hacer era mirar al suelo y mascullar “puta moqueta”.

Mi padre, en cambio, estaba entusiasmado. En su cabeza, que fuéramos juntos al festival Big Day Out —el festival más grande que se celebra en Australia— era una forma de fortalecer nuestros lazos afectivos. “No te preocupes por el bajón”, me dijo, como haría un amigo después de una noche de desfase. “Irás desarrollando tolerancia”.

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Después de aquella vez, lo que desarrollé fue una importante adicción. Al principio solo consumía los fines de semana, cuando salía, para desinhibirme, pero los días posteriores me encontraba fatal y acabé sumiéndome en una depresión. Aquello provocó que me enganchara más a la serotonina artificial.

Al final, mi padre se dio cuenta de que salía más de lo habitual. “Si quieres asegurarte de que tus amigos compran material del bueno, ¿por qué no les vendes el que yo compro por internet?”, me preguntó un día.

Lo hacía de buena fe. No siempre se puede estar seguro de la pureza de la MDMA que te han vendido en la calle. La sugerencia me pareció de lo más sensato, viniendo de un hombre que la soltó mientras salteaba tofu y lo removía delicadamente con unas pinzas.

“Si quieres asegurarte de que tus amigos compran material del bueno, ¿por qué no les vendes el que yo compro por internet?”

Acordamos que vendería cápsulas a mis amigos a 25 dólares la unidad (20 euros). Por cada una que vendiera, él se embolsaría 22 dólares. A él le costaban solo 3 dólares la unidad, así que el margen era elevado. Yo, en cambio, decidí hacerlo de forma altruista, sobre todo porque quería que mis amigos y yo consumiéramos drogas de buena calidad.

Lo de volverme una adicta a la MDMA no entraba en mis planes, pero acabé tomándome las pastillas de mi padre todos los fines de semana sin pagar un céntimo por ellas. Mi padre no tardó en percatarse de que sus ingresos habían bajado.

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Un día me llamó y me preguntó, sin rodeos: “¿Dónde está mi dinero?”.

En ese preciso instante, yo había dejado de ser su hija. Era su lacaya, la chavala que le distribuía la mercancía y que le había estado robando dinero. Le dije que había desfasado y no me acordaba. Silencio al otro lado de la línea. Entonces lo oí aclararse la garganta y decir: “No te atrevas a volver a hacerlo”. Y colgó.

Aquella breve charla hizo que me volcará aun más en las drogas. Seguí vendiendo para mi padre y huía de la ansiedad refugiándome en el consumo desenfrenado. De una cápsula pasé a dos, y de dos a frotarme las encías antes de salir a cenar con los amigos.

Una noche, meses después, mi novio y yo fuimos a una rave. Al cabo de unas horas, vimos un grupo de gente arremolinada junto a la entrada. Llevaban zapatillas de lona blancas y abrigos largos de color beis. Alguien nos advirtió de que eran secretas, pero antes de que pudiéramos reaccionar, aparecieron en escena dos pastores alemanes enormes.

Mi pareja y yo estábamos en pleno subidón y yo todavía llevaba dos cápsulas de MDMA encima. Me quedé paralizada al borde de la pista de baile mientras uno de los perros se acercaba, con los ojos fijos en mí. El animal se sentó, dando a entender a los policías que había encontrado algo. En ese momento pensé que estaba acabada.

Un día me llamó y me preguntó, sin rodeos: “¿Dónde está mi dinero?”. En ese preciso instante, yo había dejado de ser su hija

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Para mi alivio, el perro se había sentado frente a un tipo que llevaba un gramo de maría en la mochila. Sin embargo, no pude sacudirme el sentimiento de culpa el resto de la noche.

Al día siguiente, desperté con el pelo apelmazado y el maquillaje corrido. Me preparé un cóctel de vitaminas, busqué a mi madre y me senté en el borde de su cama. Me preguntó qué pasaba y por qué me presentaba en su casa después de varios días, con manchas de vino en las mangas. Se había acabado.

Con un profundo suspiro, le dije que estaba vendiendo drogas para mi padre. Ella masculló algo que no logré entender y luego se puso a llorar y yo me uní a ella. Luego envié el siguiente mensaje a mi padre: “Mamá lo sabe”. Ya estaba hecho.

Dejé las drogas y me deshice de todas las pseudoamistades y las relaciones parasitarias de mi vida, incluida la que tenía con mi padre. Después de intercambiar varios exabruptos llenos de amargura y decirle a gritos a mi padre que ya no lo quería, busqué la ayuda de una psicóloga, que concluyó que mis graves problemas psicológicos tenían más o menos su origen en mi padre, y que mi época de consumir drogas no era más que un catalizador de esos problemas.

“Intentó fortalecer vuestra relación a través de las drogas, como si fuera un amigo”, me dijo. “Supongo que era el amigo que ninguno de los dos tuvo nunca”.

Ahora salgo de marcha sobria y me siento feliz al oír a mis amigos contarme sus planes y decir lo mucho que me quieren y lo felices que están de tenerme en sus vidas. He encontrado solaz en una relación distante con mi padre y en el agua con gas, y me he dado cuenta de que existe un equilibrio sano en estar a caballo entre el control y el caos consistente en tomar bebidas sin alcohol y drogas compradas a amigos, no a tu padre.

*Los nombres se han cambiado el nombre del autor para proteger su privacidad.

Traducción por Mario Abad.