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Gentrificación

Entre la marginalidad y el lujo: así es vivir toda la vida en el Raval

Los vecinos "de toda la vida" del Raval, en Barcelona, han visto cambiar el barrio más de lo que nadie pueda imaginar.

Si hay un barrio en Barcelona sobre el que penda la maza de la gentrificación es el Raval. Lleva décadas siéndolo. Hoy en la prensa chirría el conflicto de los narcopisos, abandonados por los propietarios y ocupados por traficantes, que han hecho hervir el ambiente en el barrio.

Pero tras el espectáculo peliculero de las redadas policiales y los camellos a machetazos en la calle, los propietarios de esas fincas —fondos de inversión, inmobiliarias— siguen presionando para vaciarlas de vecinos y convertirlas en establecimientos turísticos o sencillamente para reformarlas, dejar pasar el tiempo y especular con su valor.

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Bajo la tormenta, entre callejones, el vecindario sufre estos procesos pero sigue sobreviviendo como desde hace décadas e incluso siglos. Para recuperar la perspectiva del tiempo hemos buscado dos vecinos que puedan explicarnos cómo ha cambiado el barrio en todos estos años, que se remonten a los años sesenta y setenta del siglo pasado y desde sus recuerdos nos expliquen los procesos que ha vivido el Raval. Son hijos de la inmigración interior, de murcianos, gallegos y andaluces, y de clase obrera como casi todo el mundo por aquí.

Un día de cada día por la mañana me encuentro con Joan, ya jubilado de su puesto de cartero en correos. Es un hombre de voz alegre, dicharachero y optimista a sus sesenta y tantos. Daba por sentado que hablaríamos en su bar de toda la vida, en algún lugar de resistencia al cambio, pero a pocos metros de su casa acaba de abrir una cafetería sofisticada y allí, entre recientes expertos cafeteros, me cuenta su historia.

Rompe tópicos también cuando defiende que hablemos del Raval y no del Barrio Chino, que para él es “rebajarlo”. “La gente mayor de aquí no lo llamaba el Chino. Eso se lo he oído solo a la gente de fuera”.

Joan llegó al barrio con cuatro años mal contados desde la periferia de la ciudad. Su padre, de las barracas de Montjuïc, y su madre, de las casas baratas de la Zona Franca, se mudaron a la calle Carretes, donde un coronel al que cuidaba la abuela les proporcionó un piso en el número 55. La casualidad quiso que su tío, que había trabajado en un taller de bicicletas de Poblenou, montara el suyo propio en el número 59 de la misma calle de modo que la calle Carretes pasó a ser territorio Martínez.

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Por aquel entonces, su padre se dedicaba al transporte de mercancías en triciclo, después condujo un taxi y luego una furgoneta Citroen dos caballos con la que hacía encargos. Su madre, aparte de dedicarse a sus labores, vendía ajos de estraperlo en el mercado de Sant Antoni y luego trabajaría en una fábrica de vidrio en la calle Manso. De aquella época recuerda Joan un Raval atestado de fábricas y talleres, un distrito de aires victorianos, como la Birmingham de los Shelby, en donde muchos de los pisos que ahora se alquilan a precio de oro eran habitáculos que los amos de la industria ponían a disposición de sus esforzados peones.

Con el paso de los años y la reconversión industrial, ese Raval fue desapareciendo y hoy por las calles Carretes, Sant Pacià, Riereta, Joan avanza señalando locales abandonados que ayer eran fábricas. Para en la calle Sant Rafael: una improvisada pista de baloncesto ocupa el antiguo solar de una fábrica de marcos. Más abajo, siguiendo por Riereta, nos muestra a través de una reja la persistencia de Can Seixanta, las instalaciones de una antigua industria téxtil que hoy alojan a inquilinos y entidades sociales de diverso tipo y que tras una intensa lucha vecinal fueron adquiridas por el ayuntamiento con la intención de protegerlos.

A diferencia de otros hijos de familias del barrio, Joan nunca lo abandonó. Su mujer, una filipina que llegó a Barcelona en 1977, compró un piso en la calle Riereta, justo detrás de donde vivían los Martínez, y allí ya casados se mudaron a mediados de los años noventa, cuando el barrio empezaba a cambiar en serio con las reformas urbanísticas ligadas a los juegos olímpicos. También con la llegada de nuevos vecinos de todas partes del mundo que, con una mano atrás y otra adelante, adquirían las plantas bajas, los pisos más baratos.

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Reconoce que en aquella época la nueva inmigración le trastocó, que el choque cultural fue fuerte, pero pasados los años “aquí no ha habido ningún problema”. Hoy en el antiguo taller de bicicletas de su tío hay una panadería regentada por un marroquí. “Éste siempre ha sido un barrio acogedor”, dice: “a nuestra familia nunca la despreciaron porque fuéramos murcianos”. No deja de sorprenderle, eso sí, la cantidad de gente diversa que hay en los jardines cuando baja a pasear al perro. “¿Por qué un sueco querría venir a vivir al Raval?”.

En uno de los cruces de estas estrechas calles Joan saluda a dos conocidos. Son un anciano y su sobrino que hasta hace muy poco vivían casi donde él, unos números más arriba. Ahora están exiliados en una residencia de la Trinitat, otro barrio de Barcelona, porque el piso se les viene abajo. Tal cual. Les echaron porque se derrumbó la escalera y a punto estuvieron de no contarlo. Solo habla el hombre mayor, que nos explica que ha vivido en todos los pisos de la finca y que ahora estaban pagando, por renta antigua, 139 euros de alquiler. En otro de los pisos, hasta donde ellos saben, había unos tíos que vendían droga.

Sugiero malpensado que a lo mejor ha habido cierta dejadez voluntaria por parte de la propiedad para echar la casa al suelo y a ellos mandarlos a tomar viento, pero al hombre mayor le hace gracia mi ocurrencia y me suelta que “no ha sido a propósito, hombre”. Recuerda los tiempos en que la antigua dueña iba a tomar café con leche a su casa, pero que como ahora es todo de una inmobiliaria anónima pues ya no hay nadie a quien ofrecerle nada.

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Ellos siguen bajando al barrio porque, por si aún no me he dado cuenta, el hombre mayor, Eduardo, no es un anciano sino Gilda Love, la Gracia de Cadiz, transformista de 93 años que reinó en los escenarios de Barcelona durante todo el siglo XX y sigue actuando algunos fines de semana.

Damos otra vuelta a la manzana con Joan mientras me habla con pesar, porque no quiere dar mala imagen de su barrio, de las “mafias” inmobiliarias que quieren echar a la gente.

Precisamente cuando en la calle Sant Bartomeu nos encontramos con Julio, de voz ronca y aire de mosqueo. El edificio donde ha vivido toda su vida desde que hace décadas llegó a la ciudad fue comprado por un fondo de inversión inmobiliaria que ahora presiona para que se vayan. Nos cuenta que le han venido hasta con contratos falsificados en el que las condiciones del alquiler no son las reales.

A Marga nos la encontramos trabajando en el Ágora Juan Andrés Benítez, un descampado convertido en jardín y llamado así en homenaje a un hombre que murió apaleado por la policía en esa misma calle. Éste espacio arrebatado a la especulación inmobiliaria y símbolo de la lucha vecinal, es hoy su espacio de activismo en un barrio en el que siempre ha estado metida en historias políticas.

De hecho, llegó al Raval un poco por eso. Con sus amigos del barrio de Sants venían de fiesta en los años setenta, pero es que paralelamente se iba politizando, se empezaba a mover en círculos anarquistas y, claro, “todas las manis se hacían por aquí”. Recuerda algunos puntos de encuentro, ya desaparecidos, como el bar La Fragua o la pizzería La Rivolta.

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Un día, después de una de aquellas noches de jarana, una vecina le preguntó si la noche anterior había estado de fiesta, porque les había oído cantar jotas hasta las dos de la mañana. “No te preocupes”, le dijo la vecina, “aquí nos aguantamos todos. Y mejor eso que un niño o una mujer llorando”.

Como Joan, Marga ha vivido desde entonces no solo en el mismo barrio sino a pocos metros un piso de otro: vivió en dos números diferentes de la calle Roig y en otro de la calle Picalquers, que cruza la anterior. Recuerda que uno de los caseros era un gitano que siempre desconfiaba de ella, al que iba a pagar a su casa “trinco-trinco”, en metálico.

Dice que ella solo se integró de verdad cuando nació su hijo y empezó a hablar con otras madres a la salida de la escuela, porque hasta entonces, en la escalera, un adiós muy buenas y para de contar. Ahora le preocupa que ni siquiera estos mecanismos cotidianos sirvan para integrar a algunas de las personas llegadas en los últimos años, que por carencias lingüísticas o divergencia cultural algunas madres solo se relacionen con otras madres de la misma procedencia.

Me lleva a la calle Roig donde de aquellos años pervive una bodega que en poco ha cambiado. Ni siquiera sus parroquianos. Señala uno de esos dos pisos donde vivió, que hoy está tapiado y en venta, a saber a qué precio. Los vecinos de entonces, la mayoría ya viejos en los setenta, se han ido muriendo y sus alquileres vitalicios se extinguieron con ellos.

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Tal y como hace Joan, Marga sitúa el gran cambio en los años noventa cuando empezaron a “esponjar” el barrio, que es como según ella llamaba la oficialidad a lo que es llanamente “echar a los obreros”. Abrieron la Rambla del Raval que sirvió fundamentalmente para “que la gente de pasta no se asustara”, para que el peatón tras perderse entre callejones, esquinas y charcos de meado, volviera a respirar con alivio.

“Cuando decían que iban a venir a vivir los pijos al barrio, nos reíamos”, recuerda con sorna, pero a finales de los noventa, con aquella Rambla recién estrenada y la operación de higienización del barrio en marcha, efectivamente empezó a afincarse en el barrio alguna gente, no mucha, de mayor poder adquisitivo.

Marga, que trabajaba en Telefónica, recuerda cómo a principios de los dos mil algunos europeos de pasta que compraban terrados habilitados precariamente como vivienda pedían que se les quitará de en medio todos aquellos haces de cables que naturalmente no se podían tocar porque conectaban las líneas de varios inmuebles. Años más tarde, dice, se dio cuenta de que el problema no eran tanto los pijos que habían ido al barrio a vivir, sino los que iban a hacer negocio. A costa de gente como Julio o Gilda Love y su sobrino.

Giramos la esquina de la Rambla y al pasar por la calle Robadors, que fue y sigue siendo la calle de las putas en Barcelona, rememora cómo saltaban en su defensa, de Marga y sus amigas, cuando algún tipo se les cruzaba para decirles sandeces. “Baboso, ¿para qué estamos nosotras?”.

Cerraron muchos bares, nos cuenta, en las que ellas trabajaban, atendían o esperaban, tras lo cual no les queda más remedio que hacer más calle. “Antes era un barrio guarro, sucio, dejado de la mano de la administración”, afirma, “pero ahora es más duro”. Piensa en el viejo fantasma del caballo, que arrasó la ciudad en los ochenta y que ahora está volviendo de otra forma. Pero también en las fincas tapiadas y los inquilinos pendientes de un hilo.

Es posible que el pesimismo de Marga tenga que ver con el paso de los años, puede ser, pero el Raval sigue siendo uno de los barrios más pobres de Barcelona en un país en el que la desigualdad ha crecido a ritmos galopantes, por lo que no hay mucho espacio para ver las cosas de colorines.

Marga de momento sigue con su alquiler antiguo hasta que los hijos del propietario original decidan hacer algo más provechoso con el piso, y el de Joan es de su propiedad, por lo que de momento ninguno de los dos está en riesgo de irse a la calle. A su alrededor, sin embargo, el barrio no lo está pasando bien. “Desde la época de la heroína no había visto tanto dolor”, acaba Marga con contundencia.