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Gentrificación

Nos estamos equivocando con lo de la propietaria que reocupó su piso

Alquilar un piso de 30 m² por 950 euros tampoco es que sea una práctica demasiado ética.

Esta es la dramática historia de unos propietarios de un pequeño piso recién reformado situado en el barrio de la Barceloneta de Barcelona que, un mal día, decidieron alquilarlo a un individuo que, paralelamente, optó por realquilar el piso por noches a través del portal Airbnb. Esta es una historia de desesperación, de unos personajes que han sido engañados y que se encuentran indefensos ante las leyes de un mercado violento e inmoral. Durante este infierno personal, ven como su piso se ha convertido en un hervidero de entradas y salidas de turistas y, aún más importante, asisten al desagradable espectáculo de ver como ese personaje vil y mezquino está sacando más rendimiento a la vivienda que ellos mismos.

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Después de ver que la comunicación con ese individuo era imposible, los propietarios de la vivienda decidieron alquilar su propio piso a través de internet y, una vez dentro, ocuparlo y cambiar la cerradura. Este es sin duda uno de los peores dramas modernos, un producto narrativo ideal para explotar en taquilla. Lo tiene todo: héroes, villanos, drama social (esa lucha contra la turistificación), valentía, justicia y, claro está, amor (al fin y al cabo los propietarios son un matrimonio).

Los medios se regodean en victimizar a los propietarios y en apedrear al inquilino que vio ahí una oportunidad de negocio, embolsándose cada mes 8.000€ realquilando los 30m². Las líneas entre el bien y el mal son trazadas con exactitud, definiendo los buenos y los malos en esta historia. Pero, ¿es realmente algo tan sencillo?

Porque dentro de esta ensalada de conceptos e ideas hay algo que se me escapa.

Pancarta protesta en una vivienda de Barcelona. REUTERS/Albert Gea

Analicemos los hechos. Creo que estamos hablando de una pareja que alquila una —o varias— propiedades y que dispone de su propia vivienda. O sea, no se trata de un problema de mendicidad. En este caso, el juego del alquiler forma parte de un evidente afán recaudatorio. Todo bien, esto es lo que hace la gente. Pero que quede claro, este piso es, ante todo, un negocio.

El piso, recién reformado, es una de esas típicas viviendas de la Barceloneta llamadas cuarto de casa, o sea, literalmente, un cuarto de lo que antaño fue considerado una casa de 100-120 m². Si hacéis los cálculos, veremos que estamos hablando de una vivienda de unos 30 m², concretamente, un hogar con un salón-cocina y una habitación. En fin, un piso de dos estancias que puedes recorrer entero con seis pasos. El punto clave aquí es que los propietarios lo alquilaban por 950 euros al mes. Nueve. Cinco. Cero. 950.

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Y, claro, aquí está el tema. ¿Tiene algún tipo de sentido alquilar este pisito por 950 euros al mes? Se podría decir que "son los precios que marca el mercado" pero estas inercias comerciales son las que, irremediablemente, han generado esta "dramática" situación.

Porque, vamos a ver, como han dejado ver en las entrevistas, no es que los propietarios se indignaran de que su vivienda se hubiera convertido en un centro de operaciones de turistas, en un artefacto malicioso que ayudaba a la gentrificación del barrio y de la ciudad. No, lo que se intuye que indignó a estos tipos es el hecho de que el alquilador estuviera generando más ganancias que ellos. Les dolía en el alma que el tipo se estuviera embolsando hasta 8.000 euros al mes cuando ellos recibían "solamente" 950 euros al mes por ese cuchitril maqueado. No son víctimas de un uso inapropiado de su segunda vivienda, son víctimas de la pérdida de ganancias; son víctimas de su propia avaricia.

Recordemos que para ellos, el perfil del inquilino que entró en el piso era exactamente el que "buscaban". El personaje en sí se describía como un joven de 26 años con pasaporte con doble nacionalidad chileno-rusa que, supuestamente , residía en el Reino Unido pero que por motivos de trabajo se había trasladado a Barcelona para currar como asesor financiero. Lo más importante es que su nómina rondaba las 3.000 libras al mes. ¿Dónde queda, entonces, la gente real? Donde se supone que debe vivir la gente que cobra 900 euros al mes. Parece que estos propietarios no ayudan a que exista un parque de viviendas en Barcelona que actúe de forma ética y lógica con la realidad de los ciudadanos de Barcelona.

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Su problema es que ellos podrían haber hecho lo mismo y no lo hicieron. Creían que la mejor forma de monetizar su propiedad era forzando un precio de alquiler extremo pero luego vieron que había otras vías mucho más rentables. Les jodía que alguien generara tanto dinero con su vivienda.

Y aquí es cuando su dignidad se sustenta por la idea del mal menor, la dignidad del que no ha podido o no ha querido sacar más rendimiento a su propiedad. ¿Debemos engrandecer estas personas por no haber especulado más con este piso?

Es evidente que podrían haber alquilado el piso por un precio más bajo y evitar así esta incómoda situación. Este tipo de precios que se manejan solamente se los pueden permitir unos perfiles que, a menudo, resultan ser mafias inmobiliarias camufladas.

Victimizar a quienes han ayudado a que el mercado actual de alquiler se haya desmembrado es totalmente hipócrita. Son los mismos propietarios los que han propiciado este tipo de conductas y este caso en concreto no deja de ser una buena lección moral. Para ellos, y para todos.