El lado emocional del 'camming'
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El lado emocional del 'camming'

A menudo se ignora convenientemente la presión física y emocional a la que están sometidas las mujeres en una industria en la que se necesita que el éxito y la accesibilidad sean una constante.

En algún chat para adultos del estilo LiveJasmin, My Free Cams o Chaturbate hay una chica ataviada con un arnés de color rosa chicle a la que pagan diez euros por frotarse un globo contra el pie simplemente porque un tío fetichista se lo ha pedido. No tiene por qué ver su cara mientras se corre ­—arrugada como el culo de un mono— porque él no quiso pagar la tarifa extra que se necesita para encender la webcam.

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En algún otro rincón de ese sitio web, una chica que antes cobraba el salario mínimo por servir hamburguesas recalentadas a clientes desagradecidos ahora tiene un perfil para fans en Instagram dedicado a la forma en la que menea el culo cubierto de glaseado de tarta. De esta forma no solo trabaja desde casa, sino que lo hace desde su propia cama. Otra chica está estudiando Psicología en la universidad. Antes de dedicarse al negocio sexual por webcam, conocido como camming, se veía obligada a comer sándwiches de lechuga mientras esperaba a que le pasaran el siguiente recibo de su crédito de estudios. Acaba de vender un tanga sucio de Primark por treinta dólares. Básicamente la pagan por no hacer la colada.

En general, dedicarse al camming parece fácil para una chica, pero la parte más difícil no es hacerse a la idea de enseñar en directo la celulitis de tus muslos, sino las constantes exigencias físicas y emocionales que conlleva. Para poder ganarse la vida, estas chicas trabajan entre tres y doce horas al día, pero tener éxito requiere ser constante.

He hablado con Miss Dammer, una chica que se dedicaba al camming y que ahora trabaja como acompañante. Solía estar entre las diez primeras en los rankings de My Free Cams, donde ganaba más de 20 000 euros al mes. “Estos tíos siempre están conectados; si fallas un día, puede que se vayan a la página de otra chica y podrías perder un cliente de los que pagan muy bien”, me explica. El entusiasmo pronto dio paso a la ansiedad, ya que Miss Dammer se dio cuenta de que su éxito dependía de constantes renuncias, “Una vez estuve conectada durante veinticuatro horas. Estuve un año y medio sin un solo día libre”.

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Dedicarse al camming parece fácil para una chica, pero la parte más difícil no es hacerse a la idea de enseñar en directo la celulitis de tus muslos

No es solo la frecuencia con la que hay que crear contenido lo que te acaba quemando. Es la propia naturaleza del trabajo que se requiere para que el público no pierda el interés. Cuanto más te muevas, más probable es que captes la atención del cliente mientras navega con la mirada perdida por la página de inicio. “Nunca tuve una silla en mi habitación; solía poner el portátil a los pies de la cama y me movía, la gente me pagaba por hacer un desfile, por hacer el baile del pollito o La Macarena”, dice Miss Dammer. “Fingía que me tomaba chupitos de vodka, pero en realidad la botella estaba llena de agua. Nunca tuve que ir al gimnasio de tantas calorías que quemaba. El camming me dio problemas de espalda, tenía los talones agrietados por los tacones y los ojos me escocían por la luz de los focos”.

Las parejas que se dedican al camming juntas se enfrentan a un agotamiento muy concreto. Mientras que los que hacen camming solos pueden fingir los orgasmos, se espera que las parejas practiquen sexo, algo que no se puede fingir. Jaxx y Bunny, pareja desde el instituto, empezaron a hacer camming juntos cuando les hizo falta dinero. Después de irse de la residencia de estudiantes, que les costaba unos 860 euros por una habitación de menos de cincuenta metros cuadrados, pasaron un breve periodo en una tienda de campaña en el bosque hasta que optaron por dedicarse al camming, una profesión que les permite vivir en una bonita casa y criar a su bebé de nueve meses. “Practicamos sexo unas seis horas al día”, dice Bunny. Cuando le preguntamos si le duele, ella responde, “Si me canso y necesito parar, se la chupo. A la gente le encanta verme hacer eso”.

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Pero el dolor de mandíbula no es nada comparado con la implicación emocional que conlleva el camming. Mientras que por un lado establecer vínculos virtuales con los hombres es lo que hace atractivo el trabajo, por otro puede volverse agotador e incluso abusivo cuando esos mismos hombres empiezan a tratarte como a una novia virtual que puede garantizarles felicidad a cambio de dinero.

Mientras que los que hacen camming solos pueden fingir los orgasmos, se espera que las parejas practiquen sexo

Como ocurre con todos los trabajos sexuales, el camming es parte del sector servicios. El trabajo consiste en satisfacer a los clientes poniendo sus necesidades por encima de las tuyas propias. No dista mucho del “¿Está todo a su gusto, señor?” de los camareros. Cuando estás detrás de una barra limpiando copas de vino y un tío con un jersey de Brora no deja de preguntarte por tu opinión acerca de Richard Dawkins usando todo el rato la palabra “subjetivo”, no puedes decirle que se vaya a la mierda, porque estás trabajando y él está pagando copas de un vino carísimo. Así que sonríes con dulzura mientras él te explica el dualismo cartesiano.

“Estos tíos confían en que les vas a hacer sentir mejor”, explica Kitty, una chica de veintiún años de Londres que se dedica al camming. “En enero hice una fiesta de cumpleaños por webcam. Él cumplía veintidós y se sentía deprimido y solo, así que compré globos, una botella de vodka, una tarta y tomamos chupitos y jugamos al “yo nunca” por Skype. Dijo que le había alegrado el día de su cumpleaños. Me alegré mucho de haber podido animarle. No le cobré la fiesta. No es algo que haga a menudo. No puedes involucrarte demasiado, porque al final del día, necesito pagar el alquiler”.

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Cuando empezó con el camming, Miss Dammer era una persona introvertida a la que el mundo real le parecía un poco aterrador. Como Kitty, se sentía apoyada por el sentimiento de comunidad que había surgido entre ella y sus seguidores. Pero cuanto más de ella daba a la pantalla, más preguntas hacían los hombres del tipo: “Si nos conociéramos en la vida real, ¿crees que estaríamos juntos?”.

El camming es parte del sector servicios. El trabajo consiste en satisfacer a los clientes poniendo sus necesidades por encima de las tuyas propias

“Hay una gran diferencia entre la clase de hombre que visita uno de estos chats y una persona que pide un acompañante”, explica Miss Dammer. “Los tíos que visitan los chats con webcam no encajan bien en la sociedad; viven en el sótano de sus padres y todos trabajan desde casa. Por ejemplo, uno era asistente técnico de Best Buy, otro era el enfermero de su madre. Cuando eres acompañante, lidias con hombres de negocios que tienen mucho dinero, están casados, y están fuera por un viaje de negocios, así que después de una bonita noche contigo, vuelven a sus vidas normales”.

Con constante acceso a ella, uno de los clientes habituales de Miss Dammer se obsesiona —localiza su dirección, averigua su nombre real y la amenaza con enviar a sus padres capturas de pantalla de sus espectáculos para que descubran que se dedica al camming. Una vez que se tomó un día libre para ir con su mejor amiga con las motos de nieve, la situación se puso crítica. “Mandó miles de mensajes: ‘¿Estás hablando con otros hombres? No me creo que estés con tu mejor amiga’. Amenazó con suicidarse mandando fotos de una pistola y de la nota de suicidio que dejaría a sus padres. Le mandé fotos de mi amiga y de mí para intentar que se sintiera mejor. No quería que muriese”.

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Aterrada por si la localizaba, Dammer fingió que se mudaba a otro estado de Estados Unidos. “Tenía una habitación completamente reformada en la planta baja, con zócalos diferentes. Planté arbustos en la ventana, autóctonos de la zona a la que se suponía que me había mudado. Puse una alfombra diferente y pinté las paredes”.

Incluso si no acabas topándote con un acosador, las chicas del camming pasan una gran parte de su tiempo enviando mensajes a sus clientes a través de las redes sociales para mantener su interés. Es un trabajo no remunerado, uno que hace muy difícil desconectar después de un largo día. Kitty actualiza Twitter constantemente. Hay incontables fotos suyas agachada, en tanga, con el culo rosa de haber sido azotado; o de ella con un sombrero de fiesta comiendo tarta de chocolate porque está celebrando su cumpleaños en el chat. En las demás redes, calma a sus ansiosos fans: “¡Cenando! Vuelvo en 15 minutos” o pide dinero con sarcasmo: “¿Quién quiere pagarme el alquiler de los próximos seis meses? #sugardaddy #dondeestas”.

“Hablo con muchos tíos fuera del chat, por Snapchat”, dice Kitty. “Algunos intentan subir el tono de la conversación y me molesta, porque intentan conseguir contenido gratis, pero la mayoría son charlas inocentes. Hay un tío que me manda fotos de todas sus comidas. El lunes, comió vieiras con crujiente de ajo y gambas con salsa picante, hoy ha comido una hamburguesa con mucho queso y patatas fritas y de postre, un helado de matcha”.

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Mientras que para Kitty las redes sociales son un mecanismo muy útil para hacer crecer su negocio, para Miss Dammer estos intercambios no tenían fin. Empezó a sentirse como un panel de control erótico, parecido a Samantha en la película Her. “Si tardaba más de una hora en responder, me bombardeaban a mensajes del tipo: ‘Solo me quieres por el dinero’, y yo estaba en plan: eh, sí, claro”.

Al ver a las chicas del camming únicamente a través de una pantalla, los hombres pueden empezar a concebirlas como personajes de un videojuego mal guionizados —una Lara Croft tonta o una de esas animaciones de mujeres con las tetas hinchadas como globos de helio que explotan cuando intentas ver de forma ilegal El show de Larry David. “Eso mismo que les atrajo hacia mí ­—que soy esa chica normal, con curvas, con la que podría encontrarse en el supermercado— es lo que se les olvida”, añade Dammer. “Empiezan a verte como un producto que pueden poseer, pero ellos solo pagan por un momento concreto, no por mí”.

Con el tiempo, a Miss Dammer le daba tanto miedo este mundo que nunca volvió a conectarse. La implicación emocional del camming es una paradoja: es lo que hace que el trabajo sea gratificante —más que nombres de usuario fugaces, estos hombres se vuelven tus amigos— pero a la vez es lo que hace que el trabajo sea difícil, tener que convencer a los hombres de que podrían tener una relación fuera del mundo virtual y luego lidiar con las consecuencias.

Al final de nuestra conversación telefónica, le pregunto a Miss Dammer si echa de menos dedicarse al camming: “Sí, pero al final sentía que no tenía un novio controlador, sino veinte”.

@annielord8

Este artículo se publicó originalmente en VICE UK.

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