ESPAÑA

Fui al colegio de élite de El Pilar en Madrid

Allí fueron Aznar y Rubalcaba y Sabater y Ansón y Cebrián. Pero también fuimos nosotros y Roky, el niño que comía caca.
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Un equipo de baloncesto de niños en el patio del colegio. Fotografías cortesía por el autor

Cuando le confieso a alguien que estudié en el madrileño colegio del Pilar (Nuestra Señora del Pilar, ubicado en el número 56 de la calle Castelló) me suele hacer la misma observación: "Ahí fue Aznar, ¿no?". "Y Rubalcaba también", replico yo rápido para equilibrar el asunto.

Con el paso de los años he encontrado cierto encanto en el arte de buscar más nombres célebres que se sentaron en los pupitres del afamado colegio para intentar contrarrestar, sin éxito, el indudable poso de prejuicios que puede suponer haber ido a esa escuela. A pesar de ello, nunca he escondido mi procedencia académica, ni siquiera ahora que —reportajes televisivos y apariciones en la prensa mediante— tan evidente parece que todo el alumnado del centro forma parte de una extensa y compleja trama de clientelismo que introduce sus garras sin reparo alguno en instituciones bancarias, políticas y sociales y que, en definitiva, controla el país.

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No lo escondo. Lo digo con un poco de orgullo y una pizca de vergüenza, como el autor novel hace con sus primeras obras. Sí, esto lo he escrito yo, pero no es nada importante. Sí, fui al Pilar, como pude haber ido a cualquier otro colegio.



Cuando ahora paso por el imponente conjunto ornamental (porque es mucho más que un simple edificio) que se levanta en el corazón del Barrio Salamanca, no puedo evitar pensar en lo raro que se me haría llevar a mis hijos a un lugar así, sintiendo que cada día estoy entrando a formar parte de la historia. Sus inmensas cristaleras, sus poderosas y puntiagudas torres, su majestuosa capilla, su blanco inmaculado (en el Pilar el blanco no se ensucia) se sitúan a años luz del austero colegio de enfrente, el Loreto (al que fui en preescolar). Sus mundanos ladrillos rojizos poco tienen que hacer frente a la inmensidad mística que está unos metros más allá. Uno parece un colegio corriente y otro, el acceso al paraíso.

Es curioso: cuando yo iba al colegio y entraba por la puerta principal, la de la capilla, no sentía extrañeza. Me parecía lo normal estudiar allí. Imagino que a todo se termina acostumbrando uno. Sí recuerdo una especie de prueba o test antes de mi primer día de clase. No sé si era únicamente para ponderar el nivel de un niño de 5 años o si se trataba de algo selectivo que de alguna manera te prepararía para la vida: si siendo un mico ya te sometías al estrés de ser rechazado, en tu primera entrevista de trabajo lo ibas a petar.

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"La realidad de la mayoría de alumnos del Pilar no era la mía. Las diferencias asoman tarde o temprano: en sus casas, en sus ideas, en sus conversaciones y, por supuesto, en la imagen"

¿Era (es) el Pilar un colegio elitista, repleto de gente adinerada y de una determinada clase —la más alta— social, donde tejer ciertos contactos que en el futuro te asegurarían acercarte al poder? Tal vez pero si eso es así algo he debido de hacer mal para estar como estoy: a mis 35 años vivo de alquiler, no tengo un trabajo fijo (mi actual contrato termina en junio), nunca he cobrado una paga extra y sigo conduciendo un Opel Astra GTC (Furia, te quiero) del 2005. No he sabido moverme con agilidad, eso está claro. Aunque no quiero regodearme en lo negativo, eso hablaría bastante peor de mí que del colegio: mal que bien he conseguido dedicarme a lo que me gusta, he construido mi propia familia y estoy razonablemente bien de salud. Bah, ni tan mal.

Pasé casi toda mi trayectoria escolar en el colegio de Aznar (y de Fernando Savater). Desde primero de Primaria hasta segundo de Bachillerato. Mi familia era normal —económicamente hablando, en lo humano damos para un libro—: vivíamos a unas manzanas del colegio en la casa de mis abuelos, mi padre trabajaba y mi madre no, bebíamos vino con agua y comíamos salchichas con puré de patata Maggi, nos íbamos lo justo de vacaciones (mi padre se murió sin haber subido a un avión y mi madre aún no lo ha hecho) y no teníamos coche. Podríamos decir que éramos una familia humilde del Barrio Salamanca pero también que vivíamos mejor que la media del resto de la ciudad.

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Yo, por ejemplo, tenía tropecientos regalos en Navidad, un armario atestado de ropa —no toda de marca, pero sí una parte—, todas las videoconsolas del mercado y un montón de caprichos a los que no prestaba atención más de dos minutos. Era un niñato consentido y medía el amor según los regalos que recibía (está mal, lo sé, pero aún lo hago), aunque eso venía de fábrica y no era por el colegio.

A pesar de todo ello, la realidad de la mayoría de alumnos del Pilar no era la mía. Al principio todo me parecía normal, todos miembros de un mismo conjunto. No notas nada hasta que lo empiezas a notar. Porque las diferencias asoman tarde o temprano: en sus casas, en sus ideas, en sus conversaciones y, por supuesto, en la imagen. Tras unos años de formación, todos ellos terminan adoptando el mismo aspecto. El retrato lo conocemos todos: la raya en un lado, los náuticos, el Barbour, Puerta de Hierro y toda esa movida.

"Nos convertimos en los macarras del colegio, algo que por otra parte no resultaba demasiado complicado: con unas Converse eras un hippie peligroso, con un plumas un pastillero descontrolado y con un pendiente un potencial atracador de bancos"

Y la verdad es que llega un momento en que te planteas unirte al selecto club. Les envidias porque la vida, desde sus ojos, parece fácil y el futuro alentador. Pero al final la naturaleza es sabia y coloca cada cosa en su sitio. En las películas a veces el muchacho del Bronx se casa con la hija del Presidente en una fastuosa ceremonia en los jardines de la Casa Blanca, pero en la realidad eso no sucede. Terminas juntándote con los de tu condición porque te sientes más cómodo y porque tampoco es cuestión de romper el equilibrio del universo: los ricos con los ricos y los tiesos con los tiesos.

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Así que nos convertimos en los macarras del colegio, algo que por otra parte no resultaba demasiado complicado: con unas Converse eras un hippie peligroso, con un plumas un pastillero descontrolado y con un pendiente un potencial atracador de bancos. En realidad éramos —ellos y nosotros— un atajo de paletos que no tenían ni puta idea de la vida. Recuerdo un día, cuando teníamos unos 12 años, en el que después de jugar un partido de fútbol nos quedamos alucinados porque los del otro equipo se estaban duchando todos juntos y —¡Oh, sorpresa!— desnudos. Una buena hostia a tiempo nos hubiera venido de perlas.

Cada uno tenía su papel pero al final nos juntábamos sin mayor problema. Íbamos a hacer botellón a una placita cercana al bulevar de Juan Bravo en la que estaba el garito pijo por antonomasia, Green. Nos pillamos los primeros pedos —seguidos por los primeros comas etílicos— con Martini blanco, quedábamos a veces para pegarnos con gente de otro colegio (los Jesuitas del Recuerdo eran acérrimos enemigos) e intentábamos colarnos con carnets falsos en las discotecas del momento. But, Pachá, Monet. Adolescentes guays.

También había otros especímenes. Como un chaval alto, delgado, con gafas y con el cuello muy estirado que se definía como nacional socialista y que tenía entre sus lecturas de cabecera el Mein Kampf de Adolf Hitler (jodido lunático). O unos trillizos de notas perfectas que se transformaron en animales ciclados al acabar el colegio para saldar cuentas con algunos burlones excompañeros (entre los que me encontré sin comer ni beberlo). Y después había gente normal, chicos y chicas corrientes que hacían sus deberes, estudiaban y se divertían como buenamente podían.

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"En una ocasión me enteré de que uno de estos pijales andaba criticando a mis padres por no disponer de casa propia"

Entre los padres había nombres importantes. Algunos políticos, varios empresarios, incluso algún presidente de un equipo de fútbol. Tenían coches de postín. El mío —ingeniero industrial— me llevaba andando al colegio, se sentaba en un banco y leía el ‘Marca’ durante horas mientras yo jugaba al fútbol con mis amigos. Aunque no supe verlo en el momento, posiblemente ese gesto encerraba más amor que cualquier viaje a Baqueira.

¿Se hacían contactos? Pues seguramente sí, pero yo iba al colegio a hacer el gilipollas y a mearme de risa. Nunca me paré a pensar en ello. Pero había quien sí lo hacía. Una de mis antiguas compañeras, con unos 10 añitos, fue bastante crítica al respecto: “Esto no es lo que era, aquí ya no se hacen contactos como antes”. Y se cambió de colegio al curso siguiente para seguir labrándose su futuro.

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Un grupo de pilaristas preparándose para la noche en la extinta Marea, centro de reunión de aquellos años

Existía una gran diferencia entre profesores y alumnos. Los docentes eran abiertos, cultos, con fama de progresistas. Vestían jerseys y chaquetas con coderas y decían que eso era de socialistas. En los pupitres el ambiente era muy diferente. Mucho derecheo, muchas banderas de España, algún coqueteo con el “Cara al Sol”.

En una ocasión me enteré de que uno de estos pijales andaba criticando a mis padres por no disponer de casa propia (andar fijándose en esas cosas con 10 años tiene mérito) y a mi madre y abuela por simpatizar con Felipe González. Decía que sospechaba que votaban al PSOE. Joder, si se llega a enterar de que mi padre era un fiel de Julio Anguita le da un síncope. Los profesores no andaban con esas. Eran mujeres y hombres íntegros, buenos profesionales.

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El nivel de enseñanza era alto, aunque no estoy seguro de haberlo aprovechado del todo. Estaba centrado en otros menesteres, como en exprimir su paciencia hasta que no quedara ni una sola gota. Mi mayor objetivo era el jefe de estudios, aka "el Barbas". Venía precedido por una gran fama de ogro: sus broncas en el despacho eran monumentales.

Seguía una secuencia determinada. Te recibía sereno y esperaba a escuchar tu explicación sobre lo sucedido. Era una alocución imposible de terminar, pues él la cortaba de súbito para comenzar su función. Parecía ensayado: buscaba un resorte, el que fuera, para entrar en cólera. Podía ser una mera sonrisa

Y, después del clásico “¡Me cago en Dios!” (el colegio era religioso hasta que la cosa se ponía fea) comenzaba el show. Siempre era lo mismo. Con un brazo arrasaba lo que había en su mesa. El número central era el salto por los aires de un teléfono que forzosamente tenía que ser de pega: es imposible que hubiese soportado tantos pollos. Después se acercaba a ti, a un centímetro de tu cara, y te daba golpecitos en el pecho mientras te lanzaba improperios por lo bajini. Algunos no llegaban enteros a este punto y se derrumbaban antes. Yo no, yo me descojoné.

"Recuerdo un vídeo que nos pusieron cuando éramos muy pequeños en el que se podía ver a una mujer introduciéndose siete botellines de cerveza en la vagina"

La primera vez que me mandaron a su despacho me embargó la ilusión. Por fin iba a saber si todo lo que contaban era cierto o no. Mi expectación era tal que comencé a reírme muy pronto, de manera incontenible además. Mi amigo, nervioso, me hacía gestos con la mano para que parase al tiempo que se disculpaba con el jefe de estudios. Yo no podía parar y, en el fondo, quería que ese monstruo diese rienda suelta a su ira. Vino hacía mí lentamente, tal vez sorprendido por mi osadía, y me preguntó: "¿De qué te ríes? ¿Acaso tengo monos en la cara?". Respondí que no, aunque sin dejar de reírme. Su réplica me sigue pareciendo maravillosa. "¡Pues sí, los tengo bien grandes, los tengo aquí, bien grandes!", gritó como un poseso.

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Fui muchas veces más a ese despacho: allí me oriné de risa (“¿Te has meado encima o es otra cosa”?), charlé sobre el futuro, le expliqué el tipo de música tocaba Negu Gorriak y hasta fui tentado a reconvertirme en soplón (“Dime quién mueve la red interna de droga en el colegio”).

Donde sí flojeaba un poco el Pilar era en educación sexual. Recuerdo un vídeo que nos pusieron cuando éramos muy pequeños en el que se podía ver a una mujer introduciéndose siete botellines de cerveza en la vagina. Yo giré la cara, incapaz de seguir visualizando un documento así y un cura me reprendió, alegando que si no prestaba atención, no sabría lo que está bien o lo que está mal en materia sexual. Hombre, yo era un crío, pero no necesitaba un vídeo de esas características para saber que eso no iba conmigo.

Porque era un colegio religioso, sí, pero tengo la sensación de que no tanto. Había unos cuantos curas que vivían allí, rezabas antes de empezar las clases y durante algunos años te obligaban a ir a misa. Después eso pasaba a ser facultativo. A mí, directamente, me aconsejaban no ir a la capilla y dedicarme a otras cosas. Hice la comunión pero no me confirmé. Dejé de ir a catequesis durante un tiempo y luego quise reengancharme, pero solo porque iban a hacer un retiro espiritual fuera de Madrid y vi una buena oportunidad de hacer cachondeo en ese viaje. Le hice firmar a mi padre una nota como el padre Pitillas de la parroquia más cercana a mi casa confirmando que habíamos ido a catequesis con él. No coló.

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"A ver, es verdad que allí fueron Aznar y Rubalcaba y Sabater y Ansón y Cebrián. Pero también fuimos nosotros y Roky, el niño que comía caca"

Debo reconocer que hay una mácula –a la vista está que son muchas más, pero ellos perdonan los pecados- en mi carrera como pilarista y esa llegó justo al final, cuando me expulsaron. Eran las fiestas del colegio y había organizados una serie de torneos deportivos. Como nuestro equipo había sido eliminado nos fuimos a delinquir (pero siempre dentro del colegio, en eso éramos muy decentes). Encontramos una nevera con los refrescos que después nos iban a dar (así que realmente no fue un robo, eso iba a ser nuestro poco después) y nos llevamos un botín exiguo: un par de Fantas y una Coca Cola. Muy a lo lejos nos divisó un profesor al que no conocía mucho, creo que tenía problemas de oído y recibía el mote de "Sonic", por el videojuego.

No habíamos hecho algo tan grave pero como empezó a perseguirnos, nosotros comenzamos a escapar a través de los pasillos del edificio, yendo de un piso para otro alrededor del pabellón mientras el campeonato seguía en marcha. Acabamos en el último piso, yo en un lado y "Sonic" en el otro, a modo de duelo del salvaje oeste. El partido había acabado y el público ahora nos miraba a nosotros. Sentí una punzada de compasión, pero finalmente lo hice: desenfundé mi revólver imaginario y disparé y disparé. Pum, pum, pum. Nacho, un sobrio profesor de educación física pitó su silbato indicando que, efectivamente, todo había terminado.

Me expulsaron del colegio aunque me permitieron ir a la selectividad (como posiblemente aprobaría, no perjudicaría a la media). De mi grupo de amigos terminaron en el Pilar cuatro y otros dos se buscaron la vida fuera. Esos macarras aún hoy siguen siendo una familia, mi familia. Es lo más valioso que saqué del colegio. En conclusión —y como me ocurre con muchos sitios— en el Pilar fui feliz a ratos, estuvo bien pero creo que no volvería.

A raíz de las últimas apariciones del colegio en la prensa, en nuestro grupo de Whatsapp debatíamos si definitivamente el Pilar era o no un lugar elitista. Uno de mis amigos dio en el clavo al resumir: "A ver, es verdad que allí fueron Aznar y Rubalcaba y Sabater y Ansón y Cebrián. Pero también fuimos nosotros y Roky, el niño que comía caca".

Y así se compensa todo.

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