Cuando ahora paso por el imponente conjunto ornamental (porque es mucho más que un simple edificio) que se levanta en el corazón del Barrio Salamanca, no puedo evitar pensar en lo raro que se me haría llevar a mis hijos a un lugar así, sintiendo que cada día estoy entrando a formar parte de la historia. Sus inmensas cristaleras, sus poderosas y puntiagudas torres, su majestuosa capilla, su blanco inmaculado (en el Pilar el blanco no se ensucia) se sitúan a años luz del austero colegio de enfrente, el Loreto (al que fui en preescolar). Sus mundanos ladrillos rojizos poco tienen que hacer frente a la inmensidad mística que está unos metros más allá. Uno parece un colegio corriente y otro, el acceso al paraíso.Es curioso: cuando yo iba al colegio y entraba por la puerta principal, la de la capilla, no sentía extrañeza. Me parecía lo normal estudiar allí. Imagino que a todo se termina acostumbrando uno. Sí recuerdo una especie de prueba o test antes de mi primer día de clase. No sé si era únicamente para ponderar el nivel de un niño de 5 años o si se trataba de algo selectivo que de alguna manera te prepararía para la vida: si siendo un mico ya te sometías al estrés de ser rechazado, en tu primera entrevista de trabajo lo ibas a petar.
¿Era (es) el Pilar un colegio elitista, repleto de gente adinerada y de una determinada clase —la más alta— social, donde tejer ciertos contactos que en el futuro te asegurarían acercarte al poder? Tal vez pero si eso es así algo he debido de hacer mal para estar como estoy: a mis 35 años vivo de alquiler, no tengo un trabajo fijo (mi actual contrato termina en junio), nunca he cobrado una paga extra y sigo conduciendo un Opel Astra GTC (Furia, te quiero) del 2005. No he sabido moverme con agilidad, eso está claro. Aunque no quiero regodearme en lo negativo, eso hablaría bastante peor de mí que del colegio: mal que bien he conseguido dedicarme a lo que me gusta, he construido mi propia familia y estoy razonablemente bien de salud. Bah, ni tan mal.Pasé casi toda mi trayectoria escolar en el colegio de Aznar (y de Fernando Savater). Desde primero de Primaria hasta segundo de Bachillerato. Mi familia era normal —económicamente hablando, en lo humano damos para un libro—: vivíamos a unas manzanas del colegio en la casa de mis abuelos, mi padre trabajaba y mi madre no, bebíamos vino con agua y comíamos salchichas con puré de patata Maggi, nos íbamos lo justo de vacaciones (mi padre se murió sin haber subido a un avión y mi madre aún no lo ha hecho) y no teníamos coche. Podríamos decir que éramos una familia humilde del Barrio Salamanca pero también que vivíamos mejor que la media del resto de la ciudad."La realidad de la mayoría de alumnos del Pilar no era la mía. Las diferencias asoman tarde o temprano: en sus casas, en sus ideas, en sus conversaciones y, por supuesto, en la imagen"
Y la verdad es que llega un momento en que te planteas unirte al selecto club. Les envidias porque la vida, desde sus ojos, parece fácil y el futuro alentador. Pero al final la naturaleza es sabia y coloca cada cosa en su sitio. En las películas a veces el muchacho del Bronx se casa con la hija del Presidente en una fastuosa ceremonia en los jardines de la Casa Blanca, pero en la realidad eso no sucede. Terminas juntándote con los de tu condición porque te sientes más cómodo y porque tampoco es cuestión de romper el equilibrio del universo: los ricos con los ricos y los tiesos con los tiesos."Nos convertimos en los macarras del colegio, algo que por otra parte no resultaba demasiado complicado: con unas Converse eras un hippie peligroso, con un plumas un pastillero descontrolado y con un pendiente un potencial atracador de bancos"
Entre los padres había nombres importantes. Algunos políticos, varios empresarios, incluso algún presidente de un equipo de fútbol. Tenían coches de postín. El mío —ingeniero industrial— me llevaba andando al colegio, se sentaba en un banco y leía el ‘Marca’ durante horas mientras yo jugaba al fútbol con mis amigos. Aunque no supe verlo en el momento, posiblemente ese gesto encerraba más amor que cualquier viaje a Baqueira.¿Se hacían contactos? Pues seguramente sí, pero yo iba al colegio a hacer el gilipollas y a mearme de risa. Nunca me paré a pensar en ello. Pero había quien sí lo hacía. Una de mis antiguas compañeras, con unos 10 añitos, fue bastante crítica al respecto: “Esto no es lo que era, aquí ya no se hacen contactos como antes”. Y se cambió de colegio al curso siguiente para seguir labrándose su futuro."En una ocasión me enteré de que uno de estos pijales andaba criticando a mis padres por no disponer de casa propia"
La primera vez que me mandaron a su despacho me embargó la ilusión. Por fin iba a saber si todo lo que contaban era cierto o no. Mi expectación era tal que comencé a reírme muy pronto, de manera incontenible además. Mi amigo, nervioso, me hacía gestos con la mano para que parase al tiempo que se disculpaba con el jefe de estudios. Yo no podía parar y, en el fondo, quería que ese monstruo diese rienda suelta a su ira. Vino hacía mí lentamente, tal vez sorprendido por mi osadía, y me preguntó: "¿De qué te ríes? ¿Acaso tengo monos en la cara?". Respondí que no, aunque sin dejar de reírme. Su réplica me sigue pareciendo maravillosa. "¡Pues sí, los tengo bien grandes, los tengo aquí, bien grandes!", gritó como un poseso."Recuerdo un vídeo que nos pusieron cuando éramos muy pequeños en el que se podía ver a una mujer introduciéndose siete botellines de cerveza en la vagina"
Debo reconocer que hay una mácula –a la vista está que son muchas más, pero ellos perdonan los pecados- en mi carrera como pilarista y esa llegó justo al final, cuando me expulsaron. Eran las fiestas del colegio y había organizados una serie de torneos deportivos. Como nuestro equipo había sido eliminado nos fuimos a delinquir (pero siempre dentro del colegio, en eso éramos muy decentes). Encontramos una nevera con los refrescos que después nos iban a dar (así que realmente no fue un robo, eso iba a ser nuestro poco después) y nos llevamos un botín exiguo: un par de Fantas y una Coca Cola. Muy a lo lejos nos divisó un profesor al que no conocía mucho, creo que tenía problemas de oído y recibía el mote de "Sonic", por el videojuego.No habíamos hecho algo tan grave pero como empezó a perseguirnos, nosotros comenzamos a escapar a través de los pasillos del edificio, yendo de un piso para otro alrededor del pabellón mientras el campeonato seguía en marcha. Acabamos en el último piso, yo en un lado y "Sonic" en el otro, a modo de duelo del salvaje oeste. El partido había acabado y el público ahora nos miraba a nosotros. Sentí una punzada de compasión, pero finalmente lo hice: desenfundé mi revólver imaginario y disparé y disparé. Pum, pum, pum. Nacho, un sobrio profesor de educación física pitó su silbato indicando que, efectivamente, todo había terminado.Me expulsaron del colegio aunque me permitieron ir a la selectividad (como posiblemente aprobaría, no perjudicaría a la media). De mi grupo de amigos terminaron en el Pilar cuatro y otros dos se buscaron la vida fuera. Esos macarras aún hoy siguen siendo una familia, mi familia. Es lo más valioso que saqué del colegio. En conclusión —y como me ocurre con muchos sitios— en el Pilar fui feliz a ratos, estuvo bien pero creo que no volvería.A raíz de las últimas apariciones del colegio en la prensa, en nuestro grupo de Whatsapp debatíamos si definitivamente el Pilar era o no un lugar elitista. Uno de mis amigos dio en el clavo al resumir: "A ver, es verdad que allí fueron Aznar y Rubalcaba y Sabater y Ansón y Cebrián. Pero también fuimos nosotros y Roky, el niño que comía caca".Y así se compensa todo.Sigue a Felipe de Luis en Twitter.Suscríbete a nuestra newsletter para recibir nuestro contenido más destacado"A ver, es verdad que allí fueron Aznar y Rubalcaba y Sabater y Ansón y Cebrián. Pero también fuimos nosotros y Roky, el niño que comía caca"