FYI.

This story is over 5 years old.

Marca España

Actué para unos narcos gallegos y viví para contarlo (segunda parte)

La boda no se había celebrado antes porque esperaron a que el abuelo, el patriarca, el capo, saliese de la cárcel. ¿Era o no era el puto Padrino aquello?

Lee la primera parte aquí

Y llegó el momento de la actuación. Habíamos estado charlando durante más de una hora con el matrimonio regente del pazo. Nos contaron que el edificio había pertenecido a un gran aviador del ejército de Franco, que a pesar de todos sus logros bélicos, no era del gusto del generalísimo porque era gay. Nos mostraron un montón de objetos y fotos de la época y nos hicieron olvidar durante la espera en donde nos habíamos metido. Ese piloto también merece un artículo, pero no este. Así que continuemos. Salí al jardín, ya solo, porque entrar con mi tour manager a modo de escolta, aparte de resultar escénicamente ridículo podría parecer un desafío, una señal de desconfianza. "¿Quién ese tío? ¡Te dijimos que vinieras sólo y desarmado! ¡Metedlos en el maletero del todoterreno negro…!"

Publicidad

Dos cosas que me habían dicho un rato antes copaban todos mis pensamientos mientras caminaba sobre el césped. Una me tranquilizaba y la otra todo lo contrario. La primera me la había dicho la mujer que "me regalaba" cuando vino a saludarme: "Los novios siempre me cuentan que les haces mucha gracia y son fans tuyos, por eso dije, voy a llamarlo…" Esa imagen era bonita: narcotraficantes de primer orden organizando su agenda de intercambios de fardos por maletines y ajustes de cuentas, para que les quedara libre la horita del programa de humor en el que yo trabajaba: "Ese cabrón nos debe millones, voy a coserlo a balazos, pero dentro de una horita, que ahora toca reírse. No antepongamos el trabajo al placer. Primero la risa, luego la sangre…". Eso sí que no lo había visto en ninguna peli, un narco dejando de ser narco un ratito al día para ver su programa favorito. Parece que los capos gallegos tienen un punto más hogareño que los italianos. Y estaba bien, porque significaba que mi intromisión dentro de aquel ambiente tan privado iba a ser bien recibida. Al menos por los que mandan, que eran los que importaban. A mí con gustarles a ellos, me valía. No iba buscando una ovación general.

Narcotraficantes de primer orden organizando su agenda de intercambios de fardos por maletines y ajustes de cuentas, para que les quedara libre la horita del programa de humor en el que yo trabajaba.

Publicidad

La segunda cosa, la cosa no tan guay, me la había dicho el matrimonio gerente antes de contarme la historia del aviador y era que los contrayentes llevaban muchos años juntos y que hasta tenían hijos ya creciditos, pero que no se habían casado hasta ese momento porque habían estado esperando a que el abuelo, el patriarca, el capo, saliese de la cárcel para bendecir el enlace con su presencia. RESPECT. Eso yo no lo había visto jamás. ¿Era o no era el puto Padrino aquello? A lo mejor, no. A lo mejor sólo era ternura. Amor de nieta. Pero yo creo que era el puto Padrino. Estaba demasiado sugestionado por la situación y eso que apenas había visto nada. Tenía que relajarme, pero era difícil y lo sería más una vez dentro del cenador, porque lo que vi al entrar sí que fue sugestivo.

Tan pronto puse un pie dentro de aquella galería lo primero que me sorprendió fue la poca gente que había invitada. Uno piensa en lo que ha leído sobre Pablo Escobar y se espera una gran corte de invitados, un festín opulento, una gran congregación de personas exultantes brindando constantemente entre un incesante ir y venir de viandas, embutidas en vestidos de flores demasiado ajustados ellas, y en trajes de raya diplomática con los cuellos sobre la solapa, ellos. Pero aquello era bastante discretito. Habría cien personas, si las había. Y no iban vestidas como para salir en el Vogue, pero tampoco eran unos tópicos andantes. Pensé en ese momento que unos años antes Baltasar Garzón había hecho estragos en el gremio y que la gran mayoría de los invitados de la lista no habrían conseguido permiso en prisión para acudir a la celebración. El salón estaba dispuesto de manera transversal. Siete u ocho mesas redondas en cada una de las alas que determinaba la gran puerta central. Un gran espacio entre ellas donde más tarde se celebraría el baile y también donde debía actuar yo. Y al frente, presidiendo ese espacio, y uniendo ambas alas, la mesa presidencial. O nupcial. Nunca he sabido como se dice.

Publicidad

Caminaba con la cabeza un poco baja, no fuera a ser que si mirase directamente a alguien a los ojos lo interpretase como un desafío. Así que las primeras personas en las que me fijé fueron los invitados de la primera mesa que tenía a mi izquierda. Error. Creo que era la peor mesa en la que podía haber puesto mis ojos. Estaba ocupada por seis o siete tíos. Todos en traje negro. Todos muy altos. Todos con mucha espalda. Tipo porteros de discoteca. Pero con un matiz, dos de ellos tenían cicatrices en la cara. En el cuerpo imagino que todos. Te puedes hacer una cicatriz de cualquier manera, diréis. Un accidente de tráfico, una caída, hasta un portazo muy desafortunado… Puede ser. Y seguramente lo fuese si no estuviésemos en aquel lugar. En aquel lugar la navaja de Ockham decía que esas cicatrices eran recuerdos de reyertas, de haber tenido que ir a "mandar un aviso" a alguien. Y decían que ellos tenían la cara cruzada, pero que el otro había quedado peor. Soy una muy persona muy educada, pero no te sale decir buenas noches en ese momento. Así que continúe hacia el centro del salón intentando no mirar a ningún rostro más. No era precisamente la actitud que se esperaba de la estrella de la noche. Pero era lo que había.

Esas cicatrices eran recuerdos de reyertas, de haber tenido que ir a "mandar un aviso" a alguien. Y decían que ellos tenían la cara cruzada, pero que el otro había quedado peor.

Publicidad

Me planté frente al micro. Y ahora sí, levanté la cabeza para felicitar a los recién casados. Y vi por primera vez la mesa presidencial. La composición era la clásica, los novios en el centro, el padrino al lado de la novia, la madrina al lado del novio y un montón de flores sobre el mantel a modo de cenefa que enmarca sus rostros alegres por encontrarse celebrando el día más feliz de su vida, pero un pequeño matiz rompía aquella harmonía protocolaria. A la derecha de la mesa, y a modo de anexo, se sentaba el abuelo, el hombre cuya reclusión había demorado años aquel festejo. Él era el Padrino de verdad, y no su hijo. Y lo sería de esa boda y de las de todas las de su familia. Estaba sentado firme, con los brazos cruzados, serio. No tenía pinta de haber matado sus ratos de sopor entre rejas leyendo los libros de El Club De La Comedia. Un apéndice más pesado para la vista que el propio cuerpo. Me miraba con desinterés, aburrido, como si la espera no hubiese merecido la pena. Y yo, simplemente, intentaba no mirarlo.

Cogí el micro y comencé mi intervención y según dije mis primeras palabras me di cuenta de que el sonido fallaba. Los altavoces se acoplan produciendo esos pitidos tan molestos, que no ayudaban a ganarme la simpatía de mi audiencia. "Ahora es cuando matan al técnico de sonido…", me decía a mí mismo intentando relajarme. El sonido se arregló, no sé si por mediación de un técnico o por su propio miedo a fallar a esa gente que intentaba escucharlo. Como si los altavoces también tuviesen consciencia de donde se encontraban y decidiesen espabilarse para no ser rellenados de plomo. Y continué con la actuación. El show transcurría como suelen transcurrir en este tipo de eventos. Las mesas con gente más joven se reían, los mayores, unos intentaban comprender y otros simplemente continuaban charlando. Y los novios, aquellos para los que yo estaba siendo un regalo, también parecía que disfrutaban, por lo que los nervios fueron desapareciendo de mi cuerpo y los mitos de mi cabeza y empecé a relajarme y a tratar de disfrutar de aquella función como si fuese cualquier otra. Sólo necesitaba aguantar así diez o quince minutos más y me iría de allí, con una cantidad de pasta curiosa y un secreto más curioso aún.

Publicidad

Ya estaba llegando al final. Lo estaba consiguiendo. Hasta había arrancado algún aplauso. Los narcos también aplauden, por si os habíais hecho esta pregunta. Me los imaginaba comentando mis gracias al día siguiente en su todoterreno negro, camino a una entrega. Como Vincent Vega y Jules Winnfield hablando de hamburguesas en Pulp Fiction, mientras se dirigen a apretar el gatillo. La cotidianidad en la vida criminal. Pero de repente ocurrió algo que en todas mis figuraciones mafiosas hechas hasta el momento no me había imaginado. No sé si fue justo antes del final, o si el final fue porque aquello ocurrió justo antes. El caso es que El Padrino, el patriarca, el capo, se levantó de su silla sin mediar palabra y con cara de preocupación. Comenzó a caminar hacia mí serio y con un aire de impaciencia. Sólo nos separaban unos diez metros. Y aunque caminaba con paso liviano a pesar de su edad, tardó años en recorrerlos.

Me dio tiempo a tener miles de pensamientos. Está el slow-motion y luego está lo que ese hombre estaba tardando en llegar hasta mí. Empecé a acojonarme. Esta vez de verdad. No había sugestiones, ni figuraciones, ni pajas mentales de ningún tipo. El mayor capo de la droga de España caminaba hacia a mí con mala cara. Miré nervioso hacia los lados buscando otro objetivo, como si no supiera que estaba plantado solo en medio de una pista de baile que acababa de mudar en desierto. Joder. Yo no sabía si ese hombre había matado a alguien, pero no tenía ninguna duda que más de uno había muerto a manos de un recadero que venía de su parte. Sí. Los de la primera mesa. Intentaba repasar mentalmente qué podía haber dicho que hiciese levantar a aquel hombre de su silla. De la mesa presidencial. De su nieta que tanto lo había esperado, en el muelle de Cambados. Como la canción de Maná, pero en versión narcogalaica.

Publicidad

El mayor capo de la droga de España caminaba hacia a mí con mala cara. Miré nervioso hacia los lados buscando otro objetivo, como si no supiera que estaba plantado solo en medio de una pista de baile que acababa de mudar en desierto.

Por fin lo tenía frente a frente. No sé ni como no me fallaron las piernas. O como no salí corriendo. Supongo que pensé que darles la espalda sería peor. Pero ahí estábamos, dos capos gallegos cara a cara, el de la farlopa y el de los chistes. El duelo era ridículo. Y por eso no se celebró. Aquel cara a cara duró una décima segundo. Porque aquel hombre sólo estuvo en frente de mí el tiempo que tardó en dar el siguiente paso para pasar de largo. Continuó andando hasta desaparecer. Un giro malo para esta historia, pero bueno para mi vida. Yo me preguntaba a dónde cojones habría ido, aunque era lo de menos, sabiendo que no formaba parte de su destino. Y sobre todo me preguntaba, por qué, habiendo tanto espacio para pasar, había decidido pasar justo por delante de mis narices. No sé si lo hizo porque ese estilo de vida incluye el juego, el desafío, la necesidad de marcar tu territorio constantemente o si lo hizo, simplemente porque la línea recta es el camino más corto para ir de un lugar a otro y yo sencillamente era un punto en medio de aquella línea.

El caso es que aquellos segundos inacabables me hicieron perder el feeling de la actuación y antes de que todo se desmoronase o se levantase cualquier otro asistente de su silla y me hiciese perder el control de mi esfínter definitivamente, decidí aprovechar que ya había cumplido el tiempo pactado para ponerle fin. Di las gracias y fui a besar a la novia y estrecharle la mano al novio. Estaban felices y encantados con su regalo. Nos hicimos una foto para el recuerdo sobre la que por suerte nunca recibí ningún aviso en Facebook de que había sido etiquetado. Me ofrecieron quedarme a la fiesta. Y me gusta la fiesta, pero no veía el momento de desaparecer de aquel lugar. Me disculpé diciendo que tenía otro compromiso. Agradecí nuevamente la invitación a formar parte de su celebración, mientras seguía mirando de reojo si volvía el abuelo, no fuese a ser que hubiese ido a por un rifle. Era imposible estar tranquilo en aquel lugar. Y deseándoles mucha felicidad, huí. Mientras me iba, parecía que caminaba. Pero no, huía.

¿A dónde había ido el viejo? Crucé el jardín de vuelta al pazo para recoger mis cosas, despedirme del encantador matrimonio y abandonar aquel lugar con mi tour manager. Pero una vez dentro, todavía hubo una última conversación. Como era de esperar, por la excelente educación y hospitalidad de los propietarios, me preguntaron qué tal había ido la actuación. La pregunta era de cortesía, pero yo aproveché para contarles lo que acababa de suceder, mi fugaz frente a frente con el patriarca, porque, había sido una tontería, pero una tontería muy rara. El hombre de la casa rió al escucharme y exclamó: "¡Es que eran las doce!" Como si eso le diese sentido a todo, pero yo no entendía nada. ¿Acaso los narcos se regían por las normas de la Cenicienta y todos aquellos lujos desaparecían a media noche y volvían a ser las personas de clase humilde que eran antes de empezar a comerciar con materia colombiana? Pero enseguida continuó explicándose: "A las doce de la noche empezaba en la tele un programa especial sobre su detención y la desarticulación de su banda y cuando llegó al convite lo primero que hizo fue pedir que le tuviésemos preparado un salón con una tele para esa hora. Y está ahí (refiriéndose a alguna habitación contigua), viendo lo que cuentan sobre él…"

Empezaba en la tele un programa especial sobre su detención y la desarticulación de su banda y cuando llegó al convite lo primero que hizo fue pedir que le tuviésemos preparado un salón con una tele

A las doce de la noche empezaba en la tele un programa especial sobre su detención y la desarticulación de su banda y cuando llegó al convite lo primero que hizo fue pedir que le tuviésemos preparado un salón con una televisión para esa hora.

Vale. Ahora reía yo también. Ahora reíamos todos. Definitivamente los narcos no anteponen el placer al trabajo. Ni en la esperada boda de su nieta se permitió no ver la emisión en directo, no fuera ser que diesen alguna información incorrecta y tuviese que entrar en antena llamando al teléfono de aludidos. Así que, seguro ya al cien por cien de que no había ninguna rencilla entre el mandamás de la fariña y yo. Nos fuimos por fin, atravesando el jardín hacia el aparcamiento y echando la vista atrás hacia el cenador donde seguían celebrando. Evocando algo que aún estaba pasando. Pensando en que, por un día, para esa gente yo había sido "Uno de los nuestros" y que viví para NO contarlo. Hasta hoy.