Coronavirus

Diario de cuarentena en un piso compartido de Madrid: semana 3

En San Vicente Ferrer ha aparecido un grafiti que dice: MIEDO, CONTROL, SUMISIÓN. Lo vi cuando fui a tirar el reciclaje.
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En la década de los 50, Maxwell Maltz, un cirujano plástico de la Universidad de Columbia, empezó a darse cuenta de que cuando le modificaba algún rasgo de la cara a alguno de sus pacientes les llevaba 21 días acostumbrarse a su nuevo aspecto.

Lo mismo ocurría con los amputados: tardaban tres semanas en dejar de tener el síndrome del miembro fantasma. Así que en Psico Cibernética: el secreto para mejorar y transformar tu vida, escribió que "estos y otros fenómenos observados comúnmente tienden a mostrar que se requiere un mínimo de 21 días para que una imagen mental establecida desaparezca y cuaje una nueva".

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Ayer fue nuestro día 21 de confinamiento y Carlos, uno de mis compañeros de piso, me dijo que fuera yo a tirar el reciclaje, que a él ya le daba igual no salir.

Es curioso, pensaba mientras ataba las bolsas del plástico y del cartón, me ponía la ropa de salir a la calle y me calzaba, porque yo me había puesto contenta por primera vez en mi vida al comprobar que el reciclaje estaba lleno y a Carlos, que fue al que más le costó adaptarse al principio, el más sufriente, el que más se lamentó ante la perspectiva de tener que permanecer sin apenas salir, el que más partidas al Fornite se echó y el que más Doritos comió de la ansiedad que eso le generaba ahora se la sudaba.

Igual es que ha dejado ya de sentir la calle, lo que hay más allá de las paredes de su cuarto, lo que ve por su balcón como un miembro fantasma. Esto lo pensaba mientras cerraba la puerta de casa y bajaba las escaleras.

"A él ya le daba igual no salir"

Hacía muy mal día en Madrid. Hacía día de fin del mundo. Corría mucho aire y el cielo estaba muy gris. De camino a los contenedores de reciclaje que tengo más cerca de casa, que están en la calle Fuencarral, solo me crucé con un repartidor de Glovo con una braga de color negro cubriéndole toda la cara y una gorra y pensé "así que esto era el futuro". Cuando dejé de mirar al embozado en bicicleta me di cuenta de que al final de la calle San Vicente Ferrer habían hecho una pintada nueva: "MIEDO, CONTROL, SUMISIÓN", decía en letras rosas.

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El fin de semana un amigo que probablemente se enfade al leer que le llamo amigo porque dice que no somos eso y tiene razón, no somos eso, me habló del terror cósmico. El cosmicismo o terror cósmico, que toma como referencia a Lovecraft, "sostiene que no hay una presencia divina perceptible, como un dios, en el universo, y los humanos somos particularmente insignificantes en el gran mapa de la existencia intergaláctica, y quizás somos solo una especie pequeña proyectando sus idolatrías mentales en el vasto cosmos, siempre susceptible a ser eliminada en cualquier momento".

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Esto es lo que dice la Wikipedia sobre el terror cósmico, pero ese amigo que en realidad dice que no somos amigos y tiene razón me lo explicaba con otras palabras y me ponía como ejemplo Aniquilación. El cosmicismo funciona, el cosmicismo da miedo sin necesidad de echar mano de monstruos ni de aliens ni de zombis -aunque a veces eche mano de ellos- porque responde a un terror real, a un miedo existencial: la posibilidad de estar dominados por fuerzas irracionales a las que es imposible controlar y, por tanto, vencer.

Le respondía, en una conversación de hora y media por teléfono, que estábamos viviendo entonces en un relato de terror cósmico con todo esto del coronavirus, pero que realmente siempre había sido así, porque siempre habíamos sido en relación y lucha con y contra la naturaleza. Y el grafiti de San Vicente Ferrer lo ponía en evidencia, era un grafiti cosmicista. "MIEDO, CONTROL, SUMISIÓN".

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"Cuando por fin ocurre algo real nos pasa que, parafraseando al meme, sentimos que vivimos en una simulación"

Ahora nos damos cuenta de que sentimos esas tres cosas, de que esas tres cosas existen, como nos damos cuenta de que existe la responsabilidad social y esa grieta del techo de la habitación en la que no habíamos reparado hasta que nos hemos pasado tres putas semanas en la habitación. Pero siempre han estado ahí.

Le hice una foto a la pintada para mandársela y cuando saqué el móvil y miré la lista de cosas que tenía que hacer en mi salida al exterior -comprar papel de liar, leche para Carlos en el súper, tirar el reciclaje y el palo de la fregona- me di cuenta de que se me había olvidado coger el palo de la fregona, que se nos había roto el lunes, pero como realmente no sabía si había que tirarlo a lo de los bricks o al orgánico daba un poco igual.

En esa misma llamada de hora y media ese mismo amigo me había dicho que tuviera cuidado con hacer listas de tareas de todo y con ese orden extremo que me impongo porque un día iba a emanciparse de mí e iba a empezar a operar solo, como una Inteligencia Artificial. Y tenía razón, como tiene razón cuando me dice que anarquía interior es tiranía exterior pero qué le voy a hacer. Tengo un cuadrante con todas mis tareas, con todas mis comidas y con todos los horarios y rutinas que he de seguir desde que empezó el confinamiento.

Cuando entré al Carrefour a por la leche para Carlos, que llevaba una semana robándome a mí la mía y eso que dice que la de soja no le gusta, sonaba una música como psicodélica y me acordé de mis colegas de Ambre, que publicaron su primer disco justo antes de todo esto y lo llamaron Nunca pasa nada y de pronto pasó. Nos vino un coronavirus y una pandemia mundial y miles de muertos que no pueden ser velados por sus familias y miles de ERTE también y la peor cifra del paro de la historia -834.000 personas nuevas en las no-colas del INEM en marzo- y la extraña sensación de que, cuando por fin pasa algo, nuestro día a día parece un domingo eterno y que un vecino ponga el himno o el puto "Resistiré", o que se nos rompa el palo de la fregona, o recibir un nude a deshora, o hablar con nuestra familia por Zoom, o que Britney Spears abrace de pronto el marxismo se convierte en lo más emocionante de la jornada.

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Pasa lo mismo con la sensación de irrealidad: cuando por fin ocurre algo real nos pasa que, parafraseando al meme, sentimos que vivimos en una simulación. Que nada de esto puede ser cierto, que no puede estar ocurriendo, pensamos, al ver cómo se derrumban precisamente las ficciones -la economía, el piloto automático de la socialización y el ocio barato, un tablero geopolítico que parecía inamovible- en las que andábamos instalados y a las que dábamos por certezas.

"Nico, que tiene cinco años, había decidido que pasaba de gritar "BRA-VO" y que iba a gritar 'Vamos a mor-i-ir'"

En eso andaba pensando con la música psicodélica de fondo cuando me tocó el turno y empecé a dejar en la cinta la leche y el pan de molde y los chicles y las peras que había comprado y, como adivinando la turra que me estaba dando a mí misma y queriendo sacarme de ella el cajero me preguntó que qué tal lo llevaba, que si estaba currando desde casa. Le respondí que sí y le pregunté que qué tal él, que como iba hasta el súper, que si tenía que coger el metro. Es mi cajero favorito del Carrefour. Tiene 40 y muchos y mucha pluma y una voz como de pito y le dice a las clientas "cari" y "chocho" y parece un personaje secundario de una película de Almodóvar.

Me respondió mientras pasaba los productos por el lector de código de barras que no, que iba andando, que vive al lado y que menos mal, porque ahora coger el metro es tristísimo, va la gente como desconcertada, me dijo, y remató con que "Madrid se parecía estos días a la película esa que es del apocalipsis, que no me sale ahora el nombre", y le dije que no sabía a cuál se refería mientras metía las cosas en la bolsa.

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"Sí, hombre, la de Santiago Segura". No dimos con el nombre aunque los dos sabíamos ya cuál era y la gente se empezó a mosquear porque nos quedáramos ahí cascando, guardando, eso sí, el metro de seguridad. "El día de la Bestia", gritó con su voz de pito mientras yo salía por la puerta y nos reímos y nos despedimos. Llegué a casa justo a la hora del aplauso y oí a Nico y a Samuel y a sus madres en la corrala.

Nico, que tiene cinco años, había decidido que pasaba de gritar "BRA-VO", que es lo que grita normalmente, y había optado por cantar "Vamos a mor-i-ir, vamos a mor-i-ir", y lo cantaba así, con acento en la primera -i. Me acordé entonces de que el miércoles, justo el día anterior, mi padre me había metido en una videollamada con mi prima Carolina y mi tía Ana Rosa y habíamos empezado hablando con Carolina de sus fichas y de sus muñecas pero de repente se habían puesto a comentar que ese día se había muerto uno en el pueblo de coronavirus y que "le habían debido enterrar en una tinaja en vez de en un ataúd porque hay que ver lo orondo que estaba".

Yo me reía en bajito y miraba a Carolina, que escuchaba pacientemente mientras peinaba una de sus muñecas hasta que decidió que esa no era una conversación para niños y gritó "Eh, tío Javi, ¿sabes qué?" y se puso a contar que ya casi sabía leer.

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Desde que empezó todo esto pienso mucho en los niños y en la muerte. En los primero porque no los veo más que en dos dimensiones, en pantallas, porque parece que hayan desaparecido de la faz de la tierra y porque cuando hablo con alguno me dan ganas de llorar. En la segunda porque nos estamos haciendo más conscientes que nunca de que existe, como el miedo y el control y la sumisión del grafiti que ha aparecido en San Vicente Ferrer.

También pienso mucho en que el día que podamos salir a la calle vamos a parecer todos el protagonista de Hambre de Knut Hamsun, que no tiene nombre ni edad ni un puto duro y solo anda de acá para allá porque por no tener no se tiene a veces ni a sí mismo. Me lo regaló un amigo que va a tener un hijo y no se lo he contado porque una vez me habló durante más de dos horas sobre por qué con la expansión del Imperio Romano y su posterior cristianización terminó la época dorada de Occidente, pero le he echado unos rezos. Al niño, a él y a su novia.

Desde los primeros días de cuarentena y sin saber muy bien por qué echo unos rezos cada noche. Nada más que me sé el Padre Nuestro y el Ave María, así que los murmuro, después pido por alguien -hasta que me di cuenta de que no hacía más que pedir y empecé a agradecer también, un día pido y otro agradezco, no vaya a ser- y cierro con otro Padre Nuestro y otro Ave María. Sospecho que sigo sin creer en Dios, pero en la conversación aquella de hora y media, además de hablarme del terror cósmico, mi amigo el que dice que no somos eso y tiene razón me contó también que las oraciones de ateo valen el doble.

Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.

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