Homenaje a las tortas de bacalao recalentado

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Homenaje a las tortas de bacalao recalentado

El bacalao sabe mejor recalentado, en torta y compartido con la gente a la que quieres, como la felicidad.

De la Navidad me emociona una cosa, una nada más: las tortas de bacalao recalentado.

Ningún otro platillo representa más a la Navidad mexicana como el bacalao a la vizcaína: es herencia española, como la Navidad; es amado por muchos y odiado por tantos, como la Navidad; sabe mejor en el recalentado —cuando los tíos borrachos ya se fueron y los niños dejaron de gritar—, como la Navidad; y está lleno de pequeños rituales familiares que hacen que cada persona cree lazos emocionales con él, como con la Navidad.

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Para mí, por ejemplo, el bacalao navideño es un "tenedor en el camino" o "a fork in the road", ya saben, un momento decisivo en la vida, ese que cambia el rumbo sí o sí.

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Desde que tengo memoria en mi casa se come bacalao el 25 de diciembre; no el 24, el 25. Mi mamá, Minerva, lo cocinaba junto con mi abuela Irma días antes de la Navidad y lo guardaba en tuppers antes de dejarnos probarlo. No lo sacaba aunque se lo pidiéramos. Nunca entendí por qué no lo llevaba a la cena de Noche Buena, en la que cenábamos cualquier cosa, no recuerdo ni qué; sin embargo, cada 25 sin falta, condicionada como perrito de Pávlov, me despertaba hambrienta al mediodía con el aroma a aceite de olivo caliente, a pescado salado de aguas frías y a chapatas calientitas.

Para mí, el 25 de diciembre es el Día Internacional de la Torta de Bacalao Recalentado.

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Sin embargo, fue hasta que fui a otras cenas de Noche Buena y comencé a pagarme comiditas en restaurantes aquí y allá, cuando aprecié la joya con la que mi mamá nos alimenta en las navidades. Entendí, después de sufrir muchos bacalaos sosos o demasiado salados, que esa consonancia de sabores es lo que hace que sea un platillo tan rico y tan difícil de cocinar. El sabor potentísimo y redondo de pez, de sal, de grasa, de jitomate frito y perejil, se debe a una serie de elementos finamente considerados por las cocineras de mi familia, quienes, con el tiempo, adaptaron la receta a sus propios gustos y manías. Esto lo aprendí hasta que me puse el mandil y le dije a mi mamá: "¿A qué te ayudo?".

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Ella me recibió en su cocina con todo el amor que puede obsequiarme y me dijo que:

Primero: si vas a hacer bacalao considera que tienes que cocinar para mucha gente y que te dure mucho tiempo. Todo mundo quiere un poquito (ah, por eso no lo llevaba a la cena del 24, la muy listilla). También puedes congelarlo y sacarlo, por decir, en Semana Santa (aunque en realidad a mí ni me importan las restricciones alimenticias de la Pascua). (Mi mamá siempre hacía el doble del bacalao que consideraba que nos comeríamos para poderlo regalar en recipientes de plástico no retornable. Esta receta significa tanto para ella —y ahora para mí— que no puede evitar compartirlo en estas fechas porque, como la felicidad, sólo es real cuando se reparte.)

Segundo: usa cazuelas planas de barro porque son mejores conductoras del calor (acelerarán la cocción) y además huelen rico.

Tercero: siempre hazlo por adelantado; el bacalao sabe mejor a la primer recalentada. A la quinta el pescado se empieza a freír demasiado y ya no es lo mismo, así que cada vez que vayas a comerlo, calienta sólo lo que piensas comerte.

Cuarto: si puedes, compra puro lomo de bacalao, tendrás un platillo más carnoso que el que se hace con todo el pez (¡pero qué exquisita me salió Minerva!).

Quinto —y de suma importancia—: ten paciencia, mucha. Debes dedicarle tu día entero al bacalao, toda tu atención debe estar en contar las veces que enjuagas el pescado para quitarle la sal, en moverle a la olla para que el jitomate no se pegue, y en desmenuzar el pescado cuidando que no se te vaya ni una espina.

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Sexto: la receta, fácil de multiplicar. Por cada kilo de bacalao seco y salado: un litro de aceite de oliva (como se va a freír, no vale la pena usar uno extra virgen pero tampoco seas coda, no lo mezcles con otro aceite vegetal), media cabeza de ajo, una cebolla blanca, un kilo de jitomate, un manojo grande de perejil fresco, un frasco de aceitunas verdes y una lata de chiles güeros en vinagre (estos sí, para que vean, salen sobrando, pero esa es mi opinión y esta es la receta de Minerva).

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Hay que poner el bacalao en agua hirviendo y dejarlo reposar unas dos horas antes de enjuagarlo con agua fría y luego repetir varias veces más el proceso. Puedes pasar dos días haciendo esto. Pruébalo: si ya no está excesivamente salado, continúa al siguiente paso. Luego, siéntate, pon el álbum Love de The Beatles o algo que te haga cantar y desmenuza con las manos el pez, quitándoles las espinas que encuentres.

Luego calienta el aceite de oliva en la olla. No seas recatada, ponle más, el bacalao absorberá mucho aceite, además, ¡es Navidad! Pon la cebolla a freír; cuando la veas transparente, agrega los ajos a los que ya les quitaste el centro. Cuando ya huela a cebollajo frito, añade los jitomates, en trozos grandes. Baja el fuego a medio alto y fríelos moviendo y triturándolos un poco con la pala de madera durante unos 40 minutos. Cuando ya estén casi deshechos, pero antes de que se conviertan en una pasta muy seca, apaga el fuego y déjalos enfriar un poco. Licúa y cuela la pasta de jitomate; vuelve a prender el fuego a medio-alto y fríe la pasta jitomatosa unos buenos 40 minutos más. Mueve constantemente, el puré está tan caliente y es tan celoso que salpica —y quema— si te olvidas de él.

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Cuando el jitomate ya está "chinito" —o sea, bien sofrito— agrega el bacalao y el perejil y súbele tantito al fuego. Deja que se sazone todo junto por un buen rato, digamos, lo que duran los lados A y B de Te Wall, de Roger Waters. Pruébalo, si ya está bien cocido el pescado, agrega las papitas cambray previamente cocidas y peladas y las aceitunas; sino, échate otro disquito y otro rato. Serán unas buenas cuatro horitas, eso si me hiciste caso y usaste una cazuela grande y plana de barro, si tu olla es más pequeña, pasarás la noche en la cocina. No dejes de mover porque a estas alturas el pez se pega muy fácil en el fondo de la cazuela.

Cuando ya sientas que el bacalao está cocido pero no batido y que todo en su conjunto tiene un sabor parejito, añade los chiles güeros, apaga el fuego y listo. No tienes que esperar a que se enfríe para comerlo, pero tienes que saber que sabe mejor después de un rato que reposó.

Tan tan.

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Fue hace unos cinco años que empecé a hacer el bacalao anual con Irma y Minerva. El día que me comí la torta de ese primer bacalao —recalentado— en el que participé, mi vida cambió. Como implica tantos recursos —sobre todo de tiempo y lata—, este platillo está lleno de amor, de risas, de rezos, de cantos y hasta bailoteos, pero lo entendí hasta que lo cociné. Tres mujeres que pasan juntas unas 36 horas en la cocina inevitablemente se quieren más y depositan en las ollas una especie de embrujo que sólo las cocineras entienden, pero que aprecia todo el que come.

Cuando Irma murió, Minerva no quiso hacer el bacalao ese año. Fue su luto. Pero al siguiente retomamos la tradición y ahora ella le presume a todos que lo hacemos juntas. "Ya no es mi bacalao, es nuestro bacalao", me dice. No es cierto. Yo no aporto más que un poco de trabajo mecánico y compañía. No podría imaginar cocinar este honorable platillo sola, porque quién me va a contestar cuando pregunte: "¿Cómo ves, madre?, ¿ya estará?".

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Todas las fotos son de Carlos Castillo.