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Collage por @lenny_maya.
El Desplome

¿Y si mis amigxs hacen su vida en pareja?

Vivimos en una época en que la amistad ha llegado a reemplazar a la familia. ¿Qué será de nuestro proyecto si nuestros amigxs comienzan a cambiar de planes?

Un amigo me mira y me dice: “De repente soy solo el padrino del hijo del que fue mi mejor amigo, pero de mi amistad ya no queda casi nada. Tengo que hacer un esfuerzo enorme por que él conecte con temas que no sean la paternidad y yo no quiero ser solo un padrino. Extraño a mi amigo”. Líneas así se han vuelto frecuentes en mis conversaciones del último tiempo, supongo que porque la gente que me rodea está, por más o por menos, orbitando la convulsa edad de los treinta. 

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La angustia de mi amigo me resulta tan honesta y genuina como la mía. Me cala hondo porque detrás está una pregunta que también me hago: ¿qué lugar ocuparemos para nuestras amistades si empiezan a cambiar nuestros planes de vida? ¿Qué haremos si deciden hacer de la pareja su prioridad? ¿Qué haremos si quieren tener hijes?

Cuando yo era adolescente y vivía en una sociedad más conservadora, mi grupo de amigas del colegio estaba diseñado para que creciéramos juntas, nos acompañáramos en la exploración erótica y etílica de la adolescencia, compartiéramos la angustia vocacional y sentimental propia de los vínculos con los primeros canallas y nos convirtiéramos en testigas del momento en que cada cual conocería a su marido (todo pensado, sobra decir, con la heterosexualidad como única opción). En adelante, en ese plan de la amistad tradicional, nuestras charlas serían cada vez más domésticas y nuestros encuentros cada vez más esporádicos.

Durante años la amistad ha sido promovida como una compañía transitoria que protagoniza ese espacio entre que te alejas de tus papás y encuentras a tu marido o tu marida. En el momento en que te casas, tus amigas y amigos pasan a un segundo plano y te escuchan los conflictos familiares y conyugales, pero no participan activamente de tu intimidad, de tus cuentas, de tus planes a futuro. Firmas un papel y te comprometes a responder económicamente por alguien al igual que la otra persona lo va a hacer por ti, divides los gastos, el patrimonio se vuelve común y formas tu propia familia. Hay una cuestión clave en ese relato de la adultez heterocissexista y tradicional con el que fuimos criados: la promesa de propiedad y compañía. Finalmente se trata de que la vejez te encuentre con una garantía material y con alguien que te apoye las pastillitas en la mesa de luz cuando no puedas hacerlo por ti misma. 

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Pero para una buena parte de mi generación nuestros amigxs ya no son accesorios que nos acompañan y nos entregan, como padres, a nuestrxs esposxs. Nosotros le hemos dado a la amistad una potencia institucional capaz de hacernos imaginar un porvenir en el que no tenemos que casarnos ni convivir con parejas, en el que podemos distanciarnos de nuestras familias biológicas, en el que no tenemos que tener hijos e hijas y en el que a pesar de esas decisiones la fragilidad de nuestra vejez no nos encontrará solos. 

Este no fue un movimiento inocente de nuestras amistades post millennial. Las personas excluidas de derechos y marginadas de las instituciones tradicionales, como injustamente lo han sido las personas de la comunidad LGBTIQ+, llevan pensando mucho tiempo en las amistades como manera de agenciar el futuro y el cuidado. Los heterocissexuales llegamos tarde, como a todo, a creer que es posible imaginar el porvenir de otra forma que no sea al lado de la familia biológica y de una pareja. 

Pero la amistad como proyecto de vida no está libre del conflicto propio de los vínculos ni del miedo al abandono, la soledad y la incerteza. Aunque con mis amigas y amigos de hoy también me une la inconformidad frente a la familia como único destino y hemos imaginado un futuro compartido, la pregunta temerosa permanece: ¿cómo vamos a hacer parte de las vidas de nuestros amigos sin que la inercia de las diferentes realidades nos centrifugue a esquinas opuestas? 

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De solo pensarlo me da una angustia egoísta. Por supuesto que quiero que mis amigas sean felices para siempre, pero si tuviera que decirlo dos veces preferiría que fuera conmigo cerca: no soy ni tan buena ni tan altruista. ¿Si nuestros grupos empiezan a disolverse yo también sentiré que tengo que “formalizar” con alguien que llene los espacios que ellas dejan? Porque estoy segura de que es este plan colectivo lo que me garantiza escoger con libertad y sin presión cómo gestionar mis vínculos sexoafectivos. Puedo coger, querer y relacionarme con mucha más fluidez y autonomía desde que sé que hay un cariño y un cuidado para mí, fuera del de mi papá y mi mamá, en el abrazo de mis amigas. Amo estar sola, pero la amenaza del futuro sin una red de afecto sólida no me parece menor.

Contemplo los deseos de maternidad de algunas de mis amigas y me pregunto en qué se convertirá el diálogo entre nosotras, si tendremos que hacer esfuerzos enormes para generar espacios comunes. Odiaría que mis amigas se vieran obligadas a tener a las mamis del jardín como única posibilidad de diálogo porque yo no supe entenderlas o no supe cooperar en sus nuevos roles. Y aunque hablamos constantemente de las maternidades comunitarias y de socializar las tareas de cuidado, la verdad es que eso es mucho más complejo que enunciarlo, porque nos separan el abismo del deseo opuesto y la dificultad de traducir la experiencia y las necesidades que acarrea maternar. 

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“Bueno, pero esas cosas pasan siempre que uno empieza a crecer”, me dice un amigo una década mayor que yo, y por supuesto que estoy al tanto de que el problema de esa brecha entre las personas en pareja estable y con hijos y las que tienen un proyecto de vida distinto no es una novedad. Pero no creo que eso sea razón para dejar de buscar la manera de que no pase más, en mi generación le hemos dado más importancia a la amistad. Su consuelo no nos libra de la angustia. Habitamos un tiempo en el que el matrimonio o la vida en pareja no son un mandato; sin embargo, no es tan sencillo tomar otra ruta cuando casarse o juntarse sigue significando una forma de seguridad jurídica, económica y afectiva. 

¿Cómo vamos a adquirir propiedad en este mundo sobreinflacionado quienes no queremos convivir con novies, menos entrar en matrimonios y no heredamos de las familias? ¿Cómo vamos a gestionar solos nuestros alquileres cada vez más caros? 

Y después está lo afectivo: ¿cómo vamos a compartir con nuestros amigos sin ser demandantes ni exigir, de algún modo, exclusividad? ¿Cómo vamos a realizarnos por fuera de nuestras comunidades, lazos y redes de cuidado sin ser ingratos con ellas? ¿Cómo van a congeniar nuestros proyectos? ¿Cómo vamos a lidiar, también, con las formas de desamor, desapego y abandono de la amistad? 

Por lo pronto me queda confesar un deseo mezquino y horrible, pero que no puedo evitar porque también yo estoy muerta de pánico de ir creciendo sola y verme obligada a ceder ante la presión de la convivencia romántica, volver a la casa de mi mamá o convertirme en una especie de ermitaña relegada: a veces quisiera que la vida de mis amigas no cambiara para que pudiéramos seguir siempre acompañándonos. Quizás cuando Pedro Lemebel dice “Yo no tengo amigos, tengo amores”, no se refiere solo a las tensiones eróticas con sus amistades, sino a la esperanza utópica de diluir las fronteras entre los deberes de les amigues y de los vínculos sexoafectivos para juntarnos en una sola compañía, en una sola red que perdure, quiera y cuide hasta el fin de nuestros días. 

* El mundo tal como lo conocemos está cambiando, las estructuras vinculares que nos habían impuesto se han derrumbado. Esta es la primera entrega de El Desplome, una columna bimensual de María del Mar Ramón sobre lo que estamos construyendo desde los escombros.