CondenaAMonjaTorturadora_@lenny_maya
Ilustración por @lenny_maya.
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Del convento a la prisión: historia de una monja que privaba a otras mujeres de la libertad

En Argentina, este año se sentó por primera vez a una monja en el banquillo de los acusados por las prácticas que realizó en su convento.

Un fiscal y cinco policías golpean a la puerta. Nadie responde. Vuelven a intentar. Nadie responde. La ciudad de Nogoyá, en el litoral argentino, está casi a oscuras: es de madrugada y el silencio que hay adentro del convento de las Carmelitas Descalzas se extiende por todos lados. Parece que no hay nadie ahí. Los policías y el fiscal vuelven a intentar, pero no responden. 

Van a forzar la puerta. 

En unos minutos son veinte los policías que se amontonan en la puerta. Es la primera vez en la historia de esta orden que un monasterio es allanado por la policía. Los efectivos se ponen en posición y cuando el fiscal manda, tiran la puerta abajo. Adentro se encuentran con un grupo de monjas en silencio, vestidas con sus hábitos negros. También con un montón de elementos de tortura: látigos, cilicios de distintos tamaños y mordazas. 

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Pocos días antes del allanamiento, en el año 2016, un medio local publicó el testimonio de dos ex Carmelitas Descalzas que se escaparon del convento. En ese entonces decidieron contar todo lo que habían vivido en su vida de clausura: torturas físicas, psicológicas y privación ilegítima de su libertad. La historia llegó a los oídos del fiscal Federico Uriburu, quien decidió empezar una cruzada judicial para poder frenar los abusos que se cometían en la casa del Señor bajo las órdenes de la priora Isabel de la Santísima Trinidad. 

Sin embargo, recién en 2019, esta madre superiora fue juzgada y a comienzos de febrero de este año fue condenada por privación ilegítima de la libertad doblemente calificada por uso de violencia y amenazas. En Argentina nunca antes se había condenado a una Carmelita Descalza por sus acciones dentro de un convento. El peso de la ley de los hombres cayó sobre la ley de Dios.

Silvia Albarenque fue una de las impulsoras del juicio contra la hermana superiora. Ella estuvo en el convento desde los 18 años y durante más de diez años fue sometida a diferentes torturas en nombre de Dios. Logró escapar en el año 2013, pero hasta entonces la encerraron contra su voluntad y la torturaron física y psicológicamente. Solo ella y otra exmonja que mantiene su identidad oculta fueron las únicas que se atrevieron a denunciar lo que ocurría dentro de la orden.

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La disciplina apareció cuando hacía como cinco meses que estaba en el convento. La disciplina es como un látigo. Se hace con cuerda y se lo pasa por cera derretida. Después, se lo deja secar para que quede más duro, para que pegue más fuerte. Cada una nos autoflagelábamos y nos pegamos en las nalgas porque en las reglas y las constituciones se dice que se tiene que hacer una vez a la semana. Nosotras teníamos que recitar Salmos mientras tomábamos disciplina. Está establecido que se haga todas juntas, pero con la superiora se me armó otra realidad: por alguna infracción que pudiéramos cometer nos mandaba a encerrarnos en la celda y que tomemos disciplina para pedir perdón a Dios, para pedirle reparar nuestros pecados y así no volver a cometerlos nunca.

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Ahí también conocí al cilicio, que es como una corona de alambres. O sea, no es una corona con pinchecitos que apenas molesta, sino que es una corona de alambre que aprieta la pierna y la lastima. Incluso saca sangre. El cilicio está establecido para los viernes, si no me equivoco, y también en cuaresma: lunes, miércoles y viernes, una hora. Pero, con la superiora Isabel todo se incrementaba de manera notable y lo mandaba a poner por cualquier cosa.

Yo me sentía muy culpable cuando lo hacía, por todo lo que la superiora me decía. Yo le creía todo lo que ella me decía. Por ejemplo, me repetía que culpa mía ella estaba enferma, que culpa mía la otra hermana tenía un tumor en la cabeza, que culpa mía la mayoría de las hermanas tenían gastritis. Ella me acusaba de todas esas cosas entonces golpearme despacito no podía, no lo hacía. Todo el tiempo me estaban remarcando que era la causa de la desgracia de la comunidad. Te hacían sentir que es mejor morirse antes que seguir viviendo y haciendo sufrir a las demás. 

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La violencia que se ejerce al interior de la orden de las Carmelitas Descalzas no es un hecho aislado en la Iglesia católica. Otras ramas más ortodoxas también tienen prácticas similares. Una de ellas es el Opus Dei, una de las órdenes más conservadoras que existe. Los libros de teología cuentan que Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, guardaba en un cajón “disciplinas con garfios metálicos ensangrentados”.

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El camino de la fe que se ofrece en este tipo de órdenos no es un camino sencillo. Tampoco es placentero. Más bien, todo lo contrario. 

Al igual que Silvia en el convento de las Carmelitas Descalzas, los hombres que entran como seminaristas al Opus Dei deben soportar diferentes tipos de flagelaciones, como los azotes y la utilización del cilicio. Sin embargo, la Iglesia desarrolló un sistema perfecto para encubrir cualquier tipo de maltratos: desde torturas físicas hasta situaciones de abusos sexuales. 

En el caso del convento de Nogoyá, el obispo del que dependía el monasterio, Juan Alberto Puiggari, negó las declaraciones de Silvia: desatendió su denuncia, no investigó el tema y desmintió lo que dijo. Mientras ella fue monja de clausura habló con él para contarle lo que se vivía bajo las órdenes de la priora. Luego, en 2013 cuando dejó el convento, volvió a hablar con él, pero tampoco dio lugar a sus denuncias. 

Lo mismo hizo la hermana Isabel de la Santísima Trinidad. Esta madre superiora reunió a todas las monjas que aún quedaban en el convento y, frente a una cámara, las hizo hablar una por una para que desmientan lo que Silvia había dicho. Para ella ecigir que las hermanas se autoflageraran, o queden encerradas en una celda contra su voluntad, no era una tortura, sino “un acto de alegría”. Incluso llegó a decir: “Puedo asegurar que el viernes lo hemos extrañado, luego de que el señor fiscal se llevara nuestras disciplinas”. El video fue compartido en una cuenta de Facebook, pero rápidamente fue eliminado. Sin embargo, muchos usuarios lo descargaron y aún hoy está disponible en YouTube. 

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El mecanismo que emplea la Iglesia en Argentina para encubrir situaciones de violencia no se limita a un video en una página de Facebook. La Iglesia católica tiene su propia ley: el Código de Derecho Canónico. Además, tiene tribunales y abogados propios, que funcionan de manera paralela al poder judicial de cada país. Este proceso “legal” eclesiástico es posible gracias a que firma acuerdos con los Estados. Argentina firmó esos acuerdos, por lo tanto el Estado permite que se arme un cerco jurídico en el que un sistema funciona dentro de otro: el ordenamiento jurídico público, al que estamos sometidos todos los ciudadanos, y el canónico, que funciona de manera paralela, pero que es aplicable sólo a los bautizados y religiosos, destinado a garantizar la impunidad de los miembros de la Iglesia.

Los procesos no siempre suceden en paralelo y al mismo tiempo: no siempre la Iglesia investiga cada una de las denuncias que se hacen contra sus miembros. Además, las penas no son como las de la justicia ordinaria, es decir, no penan a alguien con años de cárcel. La pena más dura que contempla el derecho canónico, y que se aplica en casos “gravísimos” en los que interviene directamente el Papa, se limita a apartar a la persona del servicio religioso al que pertenezca: dejar de ser monja o dejar de ser cura.

El Código Canónico establece que para investigar una situación como la que denunció Silvia, primero, el obispo del lugar tiene que hacer un “juicio de verosimilitud” para determinar si lo que se denuncia es cierto. Después de las denuncias de Silvia, el obispo minimizó todo, dijo que no había casos de tortura y ni si quiera quitó a la madre superiora del convento. Fue la justicia estatal la que la quitó de su cargo y la que se encargó de trasladar a las monjas que eran de su núcleo duro a otros conventos.

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Luego del “juicio de verosimilitud”, un tribunal eclesiástico local —de la diócesis donde se hizo la denuncia— tiene que realizar una serie de acciones para verificar los hechos: a esta etapa se la llama “investigación previa”. Sin embargo, esto puede llevar décadas, no por dificultad sino por negligencia. La organización argentina Iglesias Sin Abusos (ISA) denunció sistemáticamente estas demoras, ya que Julieta Añazo —referente de ISA— esperó más de 20 años para que se investigue al cura que abusó de ella. 

Hace años que la forma en la que la Iglesia lleva adelante estas casos está bajo la mira. Incluso de organismos internacionales. En 2011 la organización Amnistía Internacional calificó como “tortura” las prácticas que se realizaron en instituciones religiosas de Irlanda: desde golpes hasta violaciones. Luego, el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas publicó en 2014 un informen el que instó al Vaticano, que adhiere a la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes desde 2002, a que modifique su legislación para que las causas no se paren. 

Sin embargo, esto nunca sucedió. 

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A la mordaza también la conocí con la madre Isabel. Es como un tubito con un elástico que se queda delante de la boca y es para reparar los pecados de palabras. Podía ser de un día o una semana que estés con mordaza y no lo usaba yo sola, lo realizaban otras hermanas también y convivíamos algunas con mordaza y otras sin, salvo que estemos castigadas en la celda. En ese caso estaba encerrada sola con la mordaza y no estaba con ninguna otra hermana, no podía ir al recreo, no podía participar del acto de comunidad, ni de la reflexión en común.

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En el tiempo que estabas en las celdas te traían pan para comer, con agua. A veces a la noche, si tenías suerte, te acercaban un plato de polenta. Y lo peor de ese castigo, más que el encierro, más que el frío, más que dormir en colchones de paja, es la tortura psicológica: todo el tiempo te estaban remarcando continuamente que sos la causa de la desgracia de la comunidad y que merecés ese encierro.

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Cuando Silvia salió del convento tuvo pesadillas con la priora durante mucho tiempo. El día que se presentó a declarar en el juzgado, en la antesala del tribunal, estuvieron sentadas una en frente de la otra. Silvia le sostuvo la mirada. No podía dejar de mirarla. Luisa Toledo escapaba a sus ojos. Con las manos entrelazadas y apoyadas sobre sus piernas miraba todos los rincones de la sala, pero en ningún momento se animó a sostenerle la mirada a quien había sido su hermana. 

Después de ese episodio, Silvia dejó de tener pesadillas. 

En Argentina, esta fue la primera vez que se sentó a una monja en el banquillo de los acusados, para condenarla por considerar que las prácticas que realizó en su monasterio significaban la privación ilegítima de la libertad de otra persona. No existe lugar en la mente de la priora Isabel de la Santísima Trinidad en donde se crea que encerrar gente contra su voluntad, ponerle una mordaza o un cilicio, es un crimen. Para ella eso estaba bien “porque está marcado en las constituciones y para la salvación de las almas, para la santa Iglesia, para el Papa y para la conversión de todos los pecados de todos los pecadores”.

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La mayoría de las causas que involucraron a la Iglesia en Argentina fueron sobre abusos sexuales y no sobre torturas físicas o privaciones ilegítimas de la libertad. ¿Cómo juzgar una creencia? ¿Por qué encarcelar a alguien que tiene fe en un látigo que te golpea mientras se reza un Salmo? 

Mientras Silvia llevaba adelante su batalla judicial contra Luisa Toledo, en Paraná, una ciudad cercana al convento de Nogoyá, un cura era acusado de abuso de menores. Sin embargo, la justicia lo amparó y ahora su causa llegó a la Corte Suprema, que hasta ahora no resolvió si hará efectiva o no la condena de 25 años de cárcel. 

El registro Bishop Accountability, que recopila los datos de abusos cometidos por religiosos de todo el mundo, tiene más de 100 denuncias de Argentina. Curas, clérigos y monjas que en todo el país han torturado y abusado de mujeres, hombres y niños. Sin embargo, solo se incluyen las denuncias que se hicieron públicas y apenas hay casos anteriores a 1995, por lo tanto, el número puede ser mayor.

Luisa Toledo recibió su condena, después de un año y medio de juicio, y va a pasar tres años presa por las cosas que hizo en el convento de Nogoyá. Al mismo tiempo Silvia está por convertirse en profesora de literatura, perdida y fascinada entre libros de ficción: mientras estuvo en el convento la única lectura profana que le permitían fue una enciclopedia de botánica.

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Ahora tengo libertad de pensamiento. Yo ya no creo en Dios. Fue en un momento muy puntual que dejé de creer: cuando leí la noticia de que los curas del Próvolo, que le robaban audífonos a niños sordos para violarlos. En ese momento dije hoy no creo más en Dios. Hoy dejo la Iglesia. Y si Dios existe y es como el que me enseñaron, no lo quiero en mi vida. Si es de otra forma, no lo conozco.  

Cuando salí, yo como persona, en cuanto a mi identidad y mi voluntad, estaba aniquilada. Ya no existía Silvia. No sabía qué quería, qué planes tenía para mi vida. No tenía ni idea de nada. Fue un proceso muy largo de recuperación de mi identidad. Ahora sí sé quién soy. Soy feliz viviendo con mi pareja y su hija. Amo la carrera que estoy estudiando. 

Hablo y cuento esto porque sé que esto le puede servir a alguien que está pasando por lo mismo. Si no consigo eso, esto no tiene sentido.

En la entrada del convento hay un cartel que dice que en esa casa vive Dios y que es la puerta del cielo. Deberían sacar ese cartel o verdaderamente convertirlo en un cielo, porque lo que yo viví fue un infierno. No fue un purgatorio, fue un infierno. Y no soy el único caso.