Yo también quiero tener un hijo… a veces

Ilustración de Tabata Bandin.

Hace muy poco, una de mis amigas de la preparatoria tuvo gemelos. En el último año mis papás añadieron a su serie de preguntas frecuentes sobre mi vida que si cuándo pienso tener hijos. Recomiendan que me apure. “Fui al baby shower de Fulanita, me preguntó por ti. Su mamá estaba encantada. Yo también quiero un nieto”, dicen. Supongo que es normal que mis papás comiencen a querer un nieto. Ya no tengo 16 años sino 26. Y yo también quiero tener un hijo… a veces.

Recuerdo muy bien la época en la que no haber salido embarazada era una de mis mayores virtudes. En segundo de prepa los embarazos entre mis amigas parecían una epidemia; recuerdo la mezcla de saña e hipócrita preocupación con la que los adultos hablaban de las muchachitas de 15 o 16 años que habían salido panzonas —”con su domingo 7″—. Eran una vergüenza para su familia. Yo también las reprobaba, por supuesto, me parecía un descuido imperdonable quedar embarazada y una estupidez no abortar, no poder ir a la universidad, tener que lidiar con un bebé siendo todavía un adolescente. Presta a los juicios apresurados y categóricos, creía que habían arruinado su vida.

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Diez años después las cosas son muy distintas. Las niñas embarazadas son ahora madres de familia, la mayoría están casadas, tuvieron más bebés, algunas trabajan. Parece que tuvieran todo bajo control. Mientras que yo, por otro lado, sigo siendo algo así como un adulto en pañales; fui a la universidad, estuve deprimida como mil años, compré un perro, subí de peso, comencé a ganar dinero y puedo emborracharme colosalmente cualquier fin de semana sin mayores consecuencias que mi propio dolor de cabeza. Y ahora me toca a mí ser juzgada. Los papeles se invirtieron.

Las mujeres estamos sometidas constantemente a cuestionamientos sobre nuestra vida sexual, sobre nuestros cuerpos y sobre nuestra salud reproductiva, como si estos aspectos le pertenecieran tanto a la vida pública como a nosotras. Después de cierta edad, cualquier amiga de tu tía te pregunta que “para cuándo” y te recuerda que ya se te está haciendo tarde.

La cosa es esta, sí quisiera tener un hijo. En algún momento entre los 24 y los 25 mi “instinto maternal” por fin apareció. Al menos unos cinco días al mes pienso en lo hermoso y lo aterrador que sería, pienso en lo que implica, en lo doloroso que debe ser el parto, en lo caro que es tener hijos, en lo buen padre que sería mi novio. Veo ropa de bebé y me lleno de ternura, las sudaderas, los kimonos y la chamarras de piel miniatura hacen que sienta la urgencia de procrear. Desde hace tiempo sé qué nombre le pondría. Se ha vuelto un tema muy agridulce para mí. Debería ser muy sencillo, ¿no? Quieres o no quieres. Pero no lo es, creo que la maternidad (y la paternidad) no deberían tomarse tan a la ligera.

Tengo el privilegio de poder elegir y vivo escindida. No soy de las personas que le dejan nada al azar, soy la antítesis de la espontaneidad. Los accidentes no me pasan a mí y nunca me he conformado con la idea de que los hijos son una bendición del cielo, ni con que donde comen dos comen tres y con que lo que en realidad lo único que importa es el amor de la familia.

Digamos que una jornada laboral de tiempo completo dura ocho horas más una de comida, más otra (si tienes suerte) de camino. Esto quiere decir que la mayoría de las personas que tienen que trabajar para mantenerse le dedican al menos alrededor de la mitad del día a su empleo. ¿Cuándo y cómo crían a sus hijos? Hay guarderías, sí, y también están los fines de semana. Y algunos incluso lo tienen más difícil. Pero no entiendo por qué nos parece que tener hijos para que los cuiden en la guardería o sus abuelos y verlos un ratito durante la noche —porque durante el resto del día nos desvivimos trabajando para pagar comida, vestido y renta— vale la pena. Esta ecuación no cuadra.

A pesar mío me doy cuenta que, aunque estoy convencida de que el valor de una mujer no se determina según los parámetros victorianos de ser una buena esposa y una buena madre y las mujeres existen más allá de su capacidad reproductiva, a pesar de que sé que nadie me obliga a reproducirme, a veces no puedo evitar sentir que estoy defraudando a alguien o algo, el peso de las expectativas me cae encima a pesar de cualquier racionalización y pareciera que lo único importante que podría hacer no lo estoy haciendo. Veo a mi alrededor, mis “logros”, mi estilo de vida, y por momentos me parece que no hay ningún mérito en todo ello, que sería más feliz siendo mamá (en el fondo de este párrafo melodramático podría sonar “Simple Kind Of Life” de No Doubt).

O peor aún, vivimos con la idea de que nuestra obligación como mujeres ejemplares del siglo 21 es serlo todo; nos meten en la cabeza que tenemos que probarnos capaces y ser exitosas en todos los ámbitos posibles para validarnos: hemos de ser una furia profesional, una esposa progre, estar flacas, ser la más tierna de las madres y sexualmente insaciables, tener las aptitudes culinarias de una chef vegana, ser cultísimas, saber trapear, estar al tanto de la agenda internacional de noticias, ser activista y, de preferencia, también ser entrepreneur. Lo cual es, objetivamente, poco realista y una tontería, pero no deja de ser un problema porque el constante bombardeo de estos mensajes moldean y condicionan nuestras propias expectativas. Y la consecuencia inevitable es la frustración.

Hace ocho años, cuando mi mejor amiga me dijo que estaba embarazada, las dos acabábamos de entrar a la universidad y lo sentí como una traición. Le pregunté agraviada si pensaba tenerlo y respondió que sí, que desde hacía tiempo sentía que nada tenía sentido y que el embarazo le había devuelto el entusiasmo por la vida. Entonces me pareció ridículo, pero ahora lo entiendo. En parte porque las mujeres interiorizamos la idea de que la maternidad le da sentido a nuestra existencia, que dedicarnos por completo a nosotras mismas es un acto egoísta y sin sentido, pura vanidad. La sociedad nos enseña que sólo cobramos valor si existimos en función de los otros. Pero no la juzgo, la maternidad debe ser una de las experiencias más fundamentales de la experiencia humana, lo cual no significa que sea para todas, hace falta entereza, valentía y generosidad para ser madre.

Hay días en los que no soporto las atrocidades del mundo, a veces la repulsión y la tristeza no me dejan ni pensar. Hace poco vi una foto de una perrita abandonada en la Condesa junto a sus cachorros dentro de una caja y se me partió el corazón. Parece poco, pero me puse a llorar. Encontré en esa imagen tan simple y desgarradora el reflejo de una verdad: somos una mierda. ¿Por qué seguimos teniendo hijos? ¿Por qué perpetuamos esta cadena de violencia, ecocidio, corrupción, abuso, sobrepoblación, miseria, sufrimiento y brutalidad? Esta es una estampa dramática que algunos enfrentan con la esperanza que depositan en sus hijos. Yo me sigo debatiendo.