Comimos en los antros más insalubres y antihigiénicos de Barcelona

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Salud

Comimos en los antros más insalubres y antihigiénicos de Barcelona

"El País" publicó una lista de los restaurantes más insalubres de la ciudad, así que decidimos visitar los que peor nota habían sacado.

Texto por Quique Badia y Hermágoras Abezia.

Hace poco más de un mes, el ayuntamiento, con la Agencia de Salud Pública local (ASPB) a la cabeza, llevó a cabo un listado de restaurantes y bares donde se había realizado un control de deficiencias en lo relativo a salubridad e higiene. El periódico "El País" armó un mapa de lo bueno y mejor de la lista. Tres colores gradúan el nivel de exposición que un cliente asume: naranja, rojo y negro, donde el negro es intoxicación más que probable.

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He aquí, estimados lectores, nuestra cata y recomendaciones del grado "suicidio gastronómico" referido en la cabecera; los temidos puntos negros del planisferio.

Empezamos nuestra ruta sin hacernos demasiadas ilusiones: cabía la posibilidad de que los locales señalados por su poco cuidado con las normas básicas de higiene hubieran hecho los deberes y nuestro estudio antropológico quedara en nada. Pero la visita al primer establecimiento superó todas nuestras expectativas.

BAR MOLINERO

Nuestro muestreo comienza en un barrio cualquiera, en un bar cualquiera, un día cualquiera… Embutidos en el rol de un inspector de sanidad cualquiera, deseosos de conocer los márgenes de la hostelería en la Ciudad Condal, aterrizamos sobre la hora del vermú, sana tradición mediterránea donde las haya. El tío que nos atendía estaba fumando en la puerta, a la vista de los pocos clientes que había en su bar. Nos recibió con una cara a medio camino entre la sonrisa complaciente y la de "cabrones, me habéis jodido el cigarro". Cual buen tabernero pospuso el pitillo para después al adentrarnos en su compañía en un bar cañí de toda la vida, el otrora llamado Molinero, adornado con pósters del Fútbol Club Barcelona de los 90, sillas de plástico, un televisor a todo trapo con programas de salsa rosa, y una clientela fiel como roña en manos de lampista.

Nuestra elección estuvo supeditada a que la mayoría de platos de la carta eran veraniegos así que nos decantamos por unos berberechos y unas aceitunas. Sí, lo sabemos. La carta no dio para más. Postulándonos por el mal menor supimos que los berberechos estaban resguardados en lata, a lo que nos expusimos sin consultar fechas de caducidad.

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Servidos sin ningún tipo de amor ni decoro en un plato de plástico, mal escurridos y con ese sabor a mar artificial que tiene el conservante que suele acompañar a estos moluscos, unas mustias aceitunas acompañaban la tapita. El bote de palillos, más parecido a un cementerio de hollín y viruta de madera, ya daba una idea de cómo abordaríamos al susodicho tentempié.

Con tan prudente manjar empezó el festival de las vulneraciones de la deontología de los profesionales de la manipulación de alimentos.

Dejando a un lado el cartel de "Reservado el derecho de admisión" en Comic Sans, el detalle del botiquín improvisado en un cartón publicitario de Cacaolat ya apuntaba maneras. Paracetamols y píldoras para tratar la acidez y otras dolencias estomacales daban una idea del tipo de sorpresas que la oferta culinaria de ese primer bar-restaurante podía deparar al despistado cliente.

Mónica Llensol, técnica de la consultoría Hilván, nos cuenta que los botiquines ya no pueden llevar medicamentos por ley, pues el barman no es ningún facultativo que pueda ir por ahí suministrando pastillitas. Algunas gasas y poco más. Y mucho menos pueden estar entre los alimentos.

Aunque el momento culminante de esa primera incursión estaba por llegar.

Nuestro sonriente amigo agarró una taza con el omnipresente escudo del Barça, vertió dentro de ella un puñado de guisantes congelados —lo que no presagiaba nada bueno— colocó la taza en el surtidor de agua caliente de la cafetera y lo abrió.

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¿Para qué quieres un microondas pudiendo descongelar las legumbres con la misma agua con la que luego servirás alguna infusión? Cuando salió con unos tallarines tres delicias de la cocina no pudimos sino compadecer al que los había pedido. Teníamos serias dudas de que eso fuera apto para el consumo humano.

"Muy buena práctica no es que sea", señala Llensol respecto a la curiosa técnica de descongelado. Que un producto cocinado se mezcle con uno de crudo es contaminación cruzada en toda regla, y eso fue precisamente lo que pasó.

La idea era tomar lo más susceptible de estar maltrecho de la carta, pero visto lo visto no nos atrevimos con la sopa de tallarines con huevo. Había mucho día por delante y no era plan de echar la pota en la primera parada.

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BON MAR

La ronda siguió hacia el epicentro turístico de Barcelona por antonomasia: la Sagrada Família, en un bar cuyo nombre no mencionaremos, pero que bien podríamos rebautizar como La Batcueva por lo oscuro que estaba el local, en general, y la freidora en particular, de tanta mugre acumulada. Ahí sí que nos envalentonamos y tomamos lo que tenía más puntos de estar podrido de la oferta de tapas. Unos mejillones en salsita que tuvimos dudas de que nos fueran a morder en algún momento.

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Los mejillones. No hace falta escribir nada más.

Desde pequeño se aprende que si pica el marisco en boca algo va mal: un eufemismo para designar las temibles reacciones químicas desencadenadas en nuestro organismo por un producto que dista mucho de la frescura que se le debería presuponer.

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La estampa era la de un bar de periferia como Dios manda en pleno meollo del turismo barcelonés. Nada de hipsters barbudos ni gafapasteo culinario con deconstrucciones y fotos de Björk en las paredes: abuelos con su carajillo, bocatas de fuet y un policía pidiendo la documentación a un guiri en la puerta. La Barcelona de Pepe Carvalho que se niega a desaparecer, con mejillones peludos incluídos, que conformaban una inseparable simbiosis entre pelo y molusco. Dicho así suena muy poético, pero en la boca provocaba unas arcadas de la hostia.

De allí salimos con serias dudas de llegar al siguiente antro.

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Ese trozo de Frankfurt estuvo en la plancha todo el tiempo que estuvimos ahí. Mónica Llensol nos recordó que tener un producto sobrecalentado puede generar otro tipo de contaminantes.

PUNJAB

Seguimos con el mapa a rajatabla, pero encontramos dos locales demasiado poco sórdidos para nuestro gusto. Una pizzería de masa raquítica y un local en el otrora bohemio Paralelo muy en plan atracción turística: paella, calamar a la romana y plato combinado. Después de esos mejillones con pelaje a lo Critter queríamos redoblar la apuesta. El listón estaba alto.

Empecinados en nuestra clara misión de encontrar los manjares de salubridad más dudosa en los más cuestionables restaurantes y bares de la ciudad, nos encaminamos hacia el Raval, el antiguo barrio Chino, que hoy es pura decadencia y exotismo guiri-friendly, todo en uno.

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Llamó nuestra atención un restaurante de exótico nombre: Punjab. Prometía delicias indias del lejano Oriente, pero al llegar ahí sólo encontramos un sádico retablo en el que tigres y leones se daban un festín sangriento con desgraciados bueyes.

Nos sumergimos en un menú de 6 euros, como los de antes, en los que habitaban un sinfín de vegetales de distintos colores. Cabe reconocer que con una correcta presentación, los sabores se agolpaban en el paladar con el omnipresente curry, técnica centenaria en las Indias para camuflar una calidad tirando a mala. De China a India pasando por un resquicio catalán de la Barcelona más guarra preolimpiadas, fuimos familiarizándonos con la oferta culinaria más kitsch de la ciudad. Y en ese local la decoración estaba al nivel de los mejillones del Bon Mar.

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Y así, después de una ruta por bares cañís y de nombre onírico, de atrevernos con frutos de mar bañados en un indescriptible mejunje y ser espectadores de sangrientas vistas acabó esta primera incursión a lo bueno y mejor de la Barcelona verdadera. Que de tanta comida hipster se nos olvida lo auténtico, hostia ya. Pero de la trampa mortal del último lavabo mejor no hablamos:

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