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Salir de fiesta con depresión no es como te imaginas

¿Qué haces cuando el bajón nunca se frena y tú única vía de escape es un club?

Todos nos hemos sentido como una mierda alguna vez el día después de salir de fiesta. A veces se manifiesta con un humor de perros, con una resaca bestial o con una profunda sensación de tristeza que algunos denominan "depresión postfiesta". Tus amigos que te quieren te dirán que se te pasará, y otros te aconsejarán que directamente no salgas de fiesta y así te ahorras el bajón. El problema viene cuando la sensación de desaparece. ¿Qué haces cuando ni siquiera eres capaz de hablar de lo que te pasa porque ni tú mismo lo sabes? ¿Cómo es sufrir depresión clínica y que la fiesta sea lo único que puede ayudarte a veces?

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La depresión es un trastorno bastante común, y se calcula que la sufren unos 350 millones de personas en el mundo. En términos clínicos, el tipo que yo padezco se denomina distimia, que, según la Wikipedia, es "un trastorno afectivo de carácter depresivo crónico, caracterizado por la baja autoestima y aparición de un estado de ánimo melancólico, triste y apesadumbrado, pero que no cumple todos los patrones diagnósticos de la depresión". Dado que los síntomas son menos intensos que los de la depresión, muchas personas la sufren durante años antes de que se la diagnostiquen. Yo he sido una de esas personas. En mi caso, los síntomas podían atribuirse fácilmente a varios aspectos de mi personalidad: hipersensibilidad, pesimismo y actitud negativa ante las cosas, sentimientos que empezaron a manifestarse desde la infancia. Mientras los demás niños seguían con sus vidas con facilidad, yo luchaba contra mi trastorno.

Los amigos no eran de mucha ayuda, y los comentarios que se suelen hacer en estos casos "no te preocupes, todo el mundo se siente así de vez en cuando" no hacían más que empeorar mi estado. Empecé a exigirme mucho a mí mismo con tal de superar aquello. Ni siquiera las buenas notas en la universidad aplacaban mi rígido espíritu de autocrítica. Al final, recurrí al alcohol como vía de escape. Pero al beber me volvía violento, sufría crisis emocionales o interminables episodios de llanto. Al día siguiente me mortificaba por el comportamiento vergonzoso de la noche anterior, lo que provocaba que el ciclo de autorrechazo y autocrítica se repitiera nuevamente. Inicialmente estaba estudiando en una ciudad pequeña, pero luego continué los estudios en Berlín, el epicentro de la cultura de la fiesta.

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Ilustración por Sarah Schmitt

Mi tendencia a la evasión autodestructiva aumentó vertiginosamente en Berlín. Podía pasarme días en un estado de alteración que me hacía sentir mejor. No tardé en pasar a las drogas. No las tomaba siempre, pero cuando lo hacía, me sentía más fuerte y positivo. Cuando tomas drogas no eres tú mismo, pero a la vez eres absolutamente tú mismo. Bajo los efectos de las drogas, los mecanismos mentales que me atenazaban parecían desconectarse.

Después de mi primera experiencia con MDMA, me di cuenta de que mis procesos mentales volvían con más intensidad que nunca. Mis amigos íntimos lo atribuían a la droga, que la ciencia ha demostrado que reduce los niveles de serotonina. Yo quería creer que en cuestión de días volvería a la normalidad. Lo malo es que, en mi caso, la normalidad significaba estar deprimido. Pese a todo, decidí que era mejor tomar MDMA que alcohol.

Empecé a tomar MDMA con regularidad y en cuanto llegaba el lunes ya estaba deseando que fuera viernes de nuevo. Todos los fines de semana salía, me drogaba y vivía en una nube durante un breve periodo de tiempo, todo para volver a sentirme deprimido al día siguiente. Había días en que era incapaz de salir de la cama. Mi situación empeoró tanto que comencé a escoger las clases de la universidad que se impartían al final de la semana. Seguí viviendo así con la convicción de que aquello sería lo más cerca de la felicidad que podría estar jamás. Una vez estaba bailando en la discoteca cuando se me acercó una mujer y me dijo: "¡Pareces tan feliz! Nunca había visto a nadie tan feliz". Se quedó un rato mirándome mientras su novio tiraba de ella para llevársela, hasta que al fin se fueron.

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Con el tiempo, los efectos positivos de ir de fiesta empezaron a disminuir y mi estado, a empeorar. Los subidones emocionales venían acompañados de bajones más pronunciados, brotes que me traían a la memoria recuerdos de la infancia que había reprimido. Cada vez me costaba más dejar la fiesta por miedo a enfrentarme al bajón que invariable venía a continuación. Una vez estuve toda la noche de fiesta en el Club de Visionare y luego empalmé en la meca del clubbing hedonístico: Berghain. Los seguratas esos de los que tanto se habla y a los que tanto se teme me dijeron y no es broma que debería irme a casa y dormir unas horas, y que solo entonces me dejarían entrar. Me di la vuelta, pero acabé bebiendo cerveza en un sofá en la parte de atrás del club. Allí conocí a un indigente que me estuvo contando un poco su vida. Dijo que echaba mucho de menos a su hija, a la que no veía desde hacía cinco años. En ese momento me pregunté qué derecho tenía yo a quejarme de mi situación. Antes de irme, le di diez euros al hombre: la mitad para bebida, la otra mitad para llamar a su hija. Él aceptó el trato.

Volví al Berghain y esta vez me dejaron pasar. Sin embargo, al cabo de tres horas empecé a sentirme fuera de lugar, enajenado de todo, hasta de mí mismo. Me marché de allí a las tres de la tarde. Caminé hacia la East Side Gallery con lágrimas en los ojos y escuchando un disco de Austra. Me tumbé en la hierba y empecé a llorar, rodeado de un montón de gente visiblemente feliz. Alguien me preguntó si podía ayudarme. Yo sacudí la cabeza.

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Ilustración por Sarah Schmitt

Durante días que siguieron a aquel episodio, la espiral de autocrítica despiadada empeoró. Aunque era consciente de que necesitaba ayuda, no era capaz de buscarla. A toro pasado, ahora sé que esta incapacidad es parte de la enfermedad. Pese a todo, no dejaba de salir de fiesta. Mis amigos me aconsejaron que fuera al psicólogo y, después de varias semanas intentándolo, por fin pedí una cita con un terapeuta especializado en análisis profundo. Al salir de la primera sesión, estaba claro que necesitaba tratamiento, pero antes tenía que dejar de tomar drogas, legales e ilegales, algo para lo que no estaba preparado todavía. Decidí continuar haciendo como hasta entonces: buscar algo que sabía que no encontraría en una discoteca. Pronto se resintieron mis estudios y la relación con mi pareja, quien, por mucho que se esforzara, no era capaz de empatizar conmigo. Era más complejo que un simple estado de tristeza o abatimiento permanente. Lo único que sientes es impotencia.

Cuando conocía a mi novia, las cosas mejoraron, pero solo una relación no puede salvarlo todo y estar con alguien que sufre depresión puede ser muy duro para la otra persona. Además, en ese estado no puedes pensar en un futuro juntos cuando ves el tuyo tan sombrío. A menudo me sentía incomprendido e intentaba desesperadamente explicar que esa era mi forma de ser. Otras veces, los problemas que me ocasionaba mi estado mental se me antojaban una carga.

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Hice acopio de mis últimas reservas de energía, presionado sobre todo por mi precaria situación económica, y conseguí terminar la carrera. Al terminar la universidad, muchos sienten una especie de vacío, pero yo ya estaba de vuelta de esa sensación. Cuando terminé la tesis empecé a salir más de fiesta, no porque estuviera feliz, sino porque a esas alturas se había convertido en una rutina. Pasaron los meses y seguía empeorando.

Ilustración por Sarah Schmitt

Hoy, por primera vez, me doy cuenta de que podría haber tenido una vida mejor. Llegué a este descubrimiento gracias a factores externos, como mi novia, quien me dio el teléfono de una línea de ayuda. "No me voy de aquí hasta que hagas esa llamada", me dijo. Cuánta razón tenía. Contacté con un psicólogo, que fue quien me diagnosticó mi trastorno, lo cual supuso un alivio. Para mí significó mucho saber que había algo en mí que me diferenciaba de la gente que a veces se sentía apesadumbrada. Las terapias semanales me ayudaron a encaminar mi búsqueda de la felicidad, incluso cuando el aspecto social estaba en mi contra.

Sigo saliendo de fiesta, pero sin MDMA ni drogas similares. Pese al optimismo de algunas investigaciones sobre el uso de MDMA y ketamina en la terapia psicológica, los bajones que tiene una persona depresiva después de una nuche de juerga con éxtasis son mucho más difíciles de superar. Por eso creo que los psicólogos tienen mucha razón al aconsejarte que no tomes drogas durante la terapia. Como n mi caso va a ser por toda la vida, tengo que olvidarme de todas esas sustancias para siempre.

La noche resulta especialmente atractiva para quienes sufren trastornos mentales. Si, como yo, tienes problemas de sueño, quizá encuentres que la solución es salir de marcha, sobre todo si vives en una ciudad como Berlín. Incluso hay Dj que hablan de cómo el hecho de trabajar de noche les cambió la vida por completo, de cómo este estilo de vida enmascaraba su verdadero estado mental o hizo que surgieran nuevos problemas.

A menudo, la imagen de la persona deprimida está influida por el tópico de alguien triste, sentado en una esquina, incapaz de pasarlo bien. Si no eres depresivo, ten en cuenta que esa persona que ves dándolo todo en la pista de baile, con expresión de felicidad, quizá sí lo sea.

Traducción por Mario Abad.