Bronce
Ilustración por Luisa Castellanos.

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especial de ficción 2016

Bronce

Este cuento forma parte de nuestro Especial de Ficción 2016, dedicado a la literatura de América Latina.

Empecé a fumar cuando mi papá se volvió loco. Loco no, senil. Sus ideas se reducen a una sola, una idea absoluta que le ronda en la cabeza como un cucarrón bocarriba.

No sé cómo le funcionan las tuercas adentro, pero cada día se le oxidan más. Antes yo me preguntaba a menudo sobre el sentido de su vida convertida en una acumulación de horas inconexas. La respuesta me llegaba de golpe cuando lo encontraba conmovido y encorvado acariciando la estatua de un perro de bronce. No importa que las horas vayan una tras otra, ni saber si sigue el desayuno, el almuerzo o la siesta; no importa que el pasado sea un camino preciso que sabemos andar, lo que vale son los destellos, el impulso que lo llevaba a acariciar ese perro de bronce. Ahora pienso que es mejor así, que recorra la casa arrastrando los pies, que se mire al espejo y no sepa que ese viejo es mi papá, nuestro papá, un tipo recio hasta la raíz.

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Se levanta a la madrugada, con su puntualidad de aguja, y hace una ronda nocturna. Prende y apaga las luces del corredor; suelta el agua en el baño; se cuenta los dedos de las manos y de los pies, uno, dos, tres, cuatro, cinco; y vuelve a la cama. La rutina varía muy poco, eso le viene de siempre. Hace años, también comenzaba de madrugada: prendía las luces del corredor, sin apagarlas; abría la llave de la ducha, solo la del agua fría; contaba a sus hijos con los ojos (uno, dos, tres), y nosotros entrábamos en fila a meternos debajo del chorro. No importaba si era domingo, martes o Navidad.

Su memoria chamuscada lo vuelve dócil, da vueltas sobre sí mismo, mira por la ventana la estatua del perro, no parpadea, respira lento y muy profundo. Cuando estoy de buen genio lo llevo afuera, al edificio de enfrente, a que acaricie a su perro. Cuando volvemos él se cuenta los dientes frente al espejo (no sé si es una forma de sonrisa), después se los saca y los sumerge en un vaso de agua.

***

Los únicos perros que tuvimos fueron de caza, animales entrenados para contener las emociones, para no batir la cola, como nosotros. Todos en fila, los perros, los niños, la señora, haciendo la corte del viejo, y el viejo caminando tieso como un palo hasta la mesa del comedor. Después todos en silencio, oyendo de vez en cuando el roce de los cubiertos contra los platos, comíamos sin cruzarnos las miradas. Esos días crecieron rápido, nosotros crecimos de un tirón, como abriéndonos paso entre el tumulto. Los perros de caza se murieron uno a uno, con los hocicos llenos de canas, de babas.  Cuando tuvimos la estatura suficiente para salir de la casa, los dejamos a los dos, con su existencia diminuta, con su tensa convivencia. Nos fuimos con la culpa adentro por dejarla a ella y con un alivio enorme por dejarlo a él. Ahora el viejo parece otro, anda siempre en pijama, nada de uniforme militar. Las medallas que se ganó rondan repisas olvidadas, se confunden con los animalitos de porcelana que nadie cuida desde que ella murió.

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***

Vino a vivir a mi casa después de que lo encontraran errando a las orillas de la ciudad. Ese día volví a verlo después de muchos años cuando fui a recogerlo a un asilo mental. No sabía nada de su vida entonces, y no sé mucho ahora, no sé que fue de él, dejé de hablarle como quitándome un bulto de la espalda, di la vuelta y nunca volví a preguntar por su vejez. Un tipo como él no debería envejecer, su orgullo no está hecho para el paso lento con el que ahora anda, pero el que ahora anda no es el mismo que fue. Los huesos se le adelgazaron dentro del cuerpo, la mirada se le enniñeció, los recuerdos le crecieron como una bola de nieve y solo piensa en una cosa: el perro de bronce.

***

"El perro, papá, es una estatua, por eso siempre lo está mirando. ¿Entiende lo que le digo?". Pero no entiende. Me mira con desconcierto, como articulando las letras que acaba de oír, como dándoles sentido. No entiende las palabras. P E R R O, deletreo. M E N T I R A, le digo. Pero él no hace caso. Quiere tocarlo, hablarle de cerca, rascarle detrás de las orejas. Yo fumo, lo miro a él que mira al perro, despojado de su gran poder, sin ganas de darme un sermón por llenar mis pulmones de humo. Algún día, papá, se van a robar ese perro para fundir el bronce y venderlo barato.

ANDREA BEAUDOIN VALENZUELA (Bogotá, 1989). Estudió Literatura en la Universidad Nacional, donde también cursó la maestría en Escrituras Creativas. Actualmente cursa el doctorado en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Cincinnati, en Estados Unidos.  Como apéndice de nuestro Especial de Ficción 2016 dedicado a la literatura de América Latina, los 21 autores publicados fueron invitados a contestar un cuestionario de 20 preguntas sobre los usos y costumbres, rituales y obsesiones que suelen acompañarlos en el oficio de escribir. Lee las respuestas de Andrea aquí.