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Las áreas rurales de México han sido devastadas por 'Manuel' e ignoradas por el gobierno

Manejé desde la Ciudad de México a la zona de Tierra Caliente para llevar provisiones a los afectados por la tormenta.

Río Cutzamala, Tierra Caliente, México. Fotos por el autor.

Las fuertes lluvias de la tormenta que se convertiría en la tormenta tropical Manuel golpearon el sur de México el 15 de septiembre. Dos semanas después de que la tormenta tocara tierra, la tormenta y la devastación que ésta trajo habían matado a más de 100 personas y desplazado a decenas de miles a lo largo del país. El daño ha sido especialmente severo en Tierra Caliente, una región rural a lo largo de Guerrero, Michoacán, y el Estado de México.

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El martes pasado, maneje ahí desde la Ciudad de México con Juan Espinosa, un representante de la Federación Mexicana de Motonáuticas, un grupo mejor descrito como un montón de gente oficialmente aprobada a quienes les gusta manejar botes de carreras en los ríos. Nuestro destino era Ciudad Altamirano, Guerrero. El recorrido de 200 kilómetros tomó al rededor de 5 horas por caminos sinuosos de dos carriles por las carreteras montañosas en una camioneta blanca de 12 pasajeros. La camioneta estaba llena de 150 cajas llenas de pasta dental, lentejas, atún, arroz, aceite, jabón, y otras provisiones para los afectados por las inundaciones causadas por el fenómeno meteorológico.

Ciudad Altamirano es una ciudad pequeña pero espaciosa de más o menos 25,000 habitantes que funciona como centro comercial para los pueblos vecinos. Por estar en una planicie entre dos ríos, Ciudad Altamirano a veces es referido como el Mesopotamia mexicano. Su Éufrates y Tigris son el Río Balsas, que rodea la ciudad por el suroeste, y el Río Cutzamala, que se une al Balsas en el norte de la ciudad. A lo largo de los años, explica Juan, la Federación Mexicana de Motonáuticas ha tenido carreras aquí y ha desarrollado un apego a la comunidad así como fuertes relaciones con los residentes.

Casa por el Río Balsas tambaleándose en el borde de un sumidero.

Cuando Manuel golpeó Tierra Caliente, oficiales de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) decidieron abrir cuatro puertas de la presa El Caracol, situada sobre el Balsas a casi 100 kilómetros al norte de Ciudad Altamirano. Si no lo hubiesen hecho, dijeron, la presa se habría roto. Pero el resultado fue que el río creció exponencialmente, inundando rápidamente sus bancos y llevándose consigo puentes, edificios, y personas, incluidas algunas que dormían en sus casas. "Abrieron cuarto puertas y toda el agua que llegó aquí no era el Río Balsas, era el mar", dijo Ignacio de Jesús Valladares Salgado, el alcalde de la ciudad cercana Teloloapan al periódico La Jornada. La CFE ha sido criticada desde entonces por no dar suficiente aviso a las comunidades que vivían cerca del río, así como por abrir la presa tan apresuradamente en primer lugar.

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Los residentes de Ciudad Altamirano estaban más enfocados en recuperar lo que quedaba de sus posesiones  y sus vidas, más que por culpar a alguien. El agua había retrocedido, dejando tras de sí sólo montones de lodo y escombros. Pero el acceso a las comunidades afectadas en el lado oeste del Balsas aún era limitado, gracias a la destrucción de los puentes. Muchos pueblos recién habían reparado sus líneas de electricidad y teléfono después de cinco días de aislamiento total. Y aún había el temor de que otra tormenta golpeara la región, lo que causaría que el Cutzamala también se desbordara.

Mientras Juan fue con algunos amigos bomberos para buscar un lugar para dejar las provisiones que eran necesarias y accesibles, me uní a dos paramédicos miembros del servicio voluntario de rescate: Agustín Jaimes Salgado, que ayudó a formar el grupo hace 25 años, y Miguel Ángel Morales Benítez, de 15 años, que apenas se había unido. Ninguno había visto una inundación como ésta. Su base estaba en una pequeña morgue local, donde el certificado de Cruz Roja de Agustín colgaba sobre un pequeño refrigerador a lado de una pintura de Jesucristo y una vitrina para mostrar ataúdes.

Nuestra primera parada fue un centro comunitario que se había vuelto la combinación de una base voluntaria, cocina, centro de acopio y enfermería. Guerrero es uno de los estados más pobres del país y su gobierno es famosamente inefectivo en todo, desde responder a desastres naturales hasta combatir a los cárteles de la droga, llegando al punto en el que la gente ha tomado las armas para combatir el tráfico de drogas. Voluntarios con los que hablé dijeron que la mayoría de la comida y provisiones que habían recibido venían de donaciones privadas, algunas incluso desde el sur de EU. La presencia del gobierno federal había sido prácticamente inexistente. Muchas ambulancias, botes de rescate, y hospitales inflables habían sido enviadas del Estado de México, cuyo gobernador, Eruviel Ávila, era alabado por todos desde víctimas que perdieron sus casas hasta el director de la organización local de desastres, Germán Portillo Vargas.

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Es claro que Ávila no dio su apoyo sólo por un impulso altruista, al ser miembro del Partido Revolucionario Institucional (PRI) del presidente Enrique Peña Nieto, muchos consideran que tiene ambiciones presidenciales. Asistir al estado de Guerrero, gobernado por Ángel Aguirre Rivero, miembro del partido de oposición de izquierda el Partido de la Revolución Democrática (PRD), es, entre otras cosas, una buena manera de exaltar sus competencias y ganar votos de su oposición. Mientras la ayuda del Estado de México a Guerrero es bienvenida, también puede ser considerada un astuto acto político.

Dos paramédicos voluntarios en un descanso en una cochera que también sirve de estación de bomberos.

Germán tenía la pinta de alguien operando solamente con adrenalina, ordenando a voluntarios de diversos grupos de respuesta como por reflejo. Dijo que su municipio (Pungarabato, que incluye a Ciudad Altamirano) tuvo la suerte de estar del lado del rió al que se tiene acceso desde el Estado de México por autopista. Le habló a mi grabadora sin detenerse para que le preguntara, como si estuviera dando un anuncio de radio.

"Los grupos de respuesta a emergencias fueron alertados inmediatamente y el plan municipal para eventos de clima extremos se activó en Pungarabato", dijo. "Pero como todos saben, esto abrumó nuestras competencias, localmente y a nivel estatal. Ahora finalmente, el gobierno federal está interviniendo".

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Esa intervención federal tardó en sentirse. Las provisiones de comida y la cocina eran manejadas por Yolanda García Eriza, cuyo trabajo diario era ser secretaria de la esposa del presidente municipal. El reto principal, dijo, era hacer llegar la comida a las locaciones más aisladas en donde pequeños refugios y cocinas alimentaban a las personas que regresaban en un intento de limpiar sus casas, o que no habían podido salir en primer lugar. Paquetes sopa instantánea y comida enlatada estaban apilados en el piso. Cuando me fui, la cocina servía un tardío desayuno de atún, tortillas, y frijoles negros a un grupo de arquitectos que estaban en el pueblo para inspeccionar el daño a edificios.

Salimos de la calle principal de Ciudad Altamirano en lo que quedaba del puente por el Río Balsas al pueblo cercano de Coyuca de Catalán. Mientras manejábamos, pasamos un punto en el que negocios con fachadas operaban regularmente –refrescos y papas a la venta, muebles hechos a mano en exhibición– daban paso a los arruinados. Los trabajadores sacaban el lodo con palas de los negocios inundados hacia las calles; las gasolineras estaban vacías, sus bombas completamente arrancadas por el río. Antes de llegar al puente, fuimos detenidos por un bloqueo policial donde había cientos de personas que se juntaba al rededor de los mini autobuses y los taxis se llenaban sobre los límites del río.

En su punto más alto, dijo Agustín, el río llegó a casi 800 metros tierra adentro. Fuimos por un edificio arrancado desde sus raíces y que se tambaleaba al borde de un enorme sumidero. Partes del puente se veían flotar por el río, trozos de concreto flotaban en el agua como pequeñas islas. Equipos de trabajo remplazaron los segmentos faltantes del puente con tierra y andamios para que los peatones pudieran pasar de Coyuca de Catalán a Ciudad Altamirano a comprar comida y provisiones y que los rescatistas pudieran pasar al otro lado. Aquellos que manejaban los autobuses y taxis, mientras tanto, estaban felices de capitalizar el descuido en el que estaban los residentes de Coyuca de Catalán, quienes regresaban sobre el río con escobas y toallas de papel y bolsas con verdura. Mientras tomaba una foto de un gran edificio amarillo que descansaba precariamente en los bancos del río, Agustín me dijo que era un restaurante situado en donde estábamos parados, tierra adentro. "Tenía una pista de baile", comentó.

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El edificio amarillo había sido arrojado varios metros por la tormenta.

Agustín también quería mostrarme un vecindario que había quedado hecho un pantano. Manejamos de vuelta por el centro del pueblo y descubrimos otro camino más arriba. Señaló una ambulancia estacionada afuera de un taller mecánico, era uno de los dos vehículos propiedad de los paramédicos locales, y había estado parada por tres meses porque les faltaban $8,000 pesos para arreglarla. Los paramédicos no recibían ninguna ayuda del gobierno, me recordó.

La Colonia Timangaro se encontraba sobre una curva del Balsas. Digo que se encontraba porque los residentes con los que hablé ahí piensan que mucho del vecindario ahora será solo un cascarón de lo que solía ser. La inundación aceleró el proceso natural de erosión de tal manera que muchos de las casas más cercanas al río se han clasificado como inhabitables, demasiado vulnerables al aumento del nivel del agua. Los hombres del vecindario estaban en la calle limpiando lo que podían mientras los niños andaban por ahí, explorando las nuevas costas y buscando tesoros enterrados entre los escombros. Con las tres mujeres con las que hablé –Amalia Bernacho Pérez, su madre, y su nuera– no parecían saber qué hacer.

"Ya no sirve para vivir", repetía Amalia, caminando sin destino por lo que quedaba de su propiedad.

El agua había subido prácticamente hasta el techo de su casa de 60 años de antigüedad y había manchas de la inundación aún visibles en las paredes. Los escusados y lavabos habían sido arrancados por la fuerza del agua y no estaban por ningún lado. Amalia señaló la franja desértica de costa entre su casa y el río. Solía tener árboles, dijo, y la familia tenía gallinas y palomas. Ahora solo había tierra suelta, terrones dispersos, y un árbol café a punto de caerse. Era como si el agua hubiera quitado el color de todo a su paso.

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Amalia estaba agradecida de que al menos pudieron salvar el refrigerador y las camas de la casa a un terreno más alto antes de la inundación, y especialmente agradecida con Dios de que nadie en el vecindario resultara herido. Incluso su padre de 95 años confinado en cama descansaba en el relativo confort de la iglesia, que más o menos se había secado. Esperaba algo de ayuda del gobierno para encontrar un nuevo lugar para vivir, pero tenía poca fe en que de verdad llegara. "Todo se acabó", dijo.

Amalia Bernacho Pérez en la puerta trasera de su hogar destruido.

Después de revisar el suministro de comida y agua fresca en la Colonia Timangaro, Agustín me condujo a otra sección del río, donde cogí un aventón en un bote de la policía del Estado de México cargado con bolsas plásticas transparentes con suministros. Los oficiales llevaban ahí dos días, dijeron, y vendrían más policías a trabajar sus turnos, enviados por Ávila. Brevemente llegamos a un pueblo de 2,500 habitantes llamado Changata, y uno de los policías me advirtió que me quedara cerca a la costa o me secuestrarían. Tal vez fue histriónico, pero fue un recordatorio de que las autoridades no tienen un buen control en Tierra Caliente, incluso en el mejor de los tiempos.

La costa estaba llena de policías y filas de hombres de todas edades pasaban bolsas de provisiones a botes a una distancia segura del río, una operación que parecía a primera vista espontánea y perfectamente ordenada. El pueblo había estado sumergido casi 10 metros bajo el agua, dijo Simón Nicasor Damaso, residente de mediana edad que trabajaba en la fila. La mayoría de las casas se arruinaron por completo y se llenaron de lodo. La gente dormía en ellas de cualquier modo. No había a donde más ir. Todos los puentes estaban destruidos.

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"Las casas se fueron. No hay trabajo", dijo Simón. "No hay nada. La comida por fin está llegando gracias al Estado de México".

Aquellos en la playa dijeron que Changata fue golpeada por la tormenta el miércoles 18 de septiembre, y los primeros botes de rescate no llegaron hasta el sábado. La electricidad y la comunicación volvieron hasta el lunes por la noche. Las escuelas seguían cerradas y mucha gente estaba herida. Pregunté si hubo saqueos y dijeron que no, tal vez se encontraban a salvo por lo aislado que estaba el pueblo.

Residentes cargando comida de los botes en Changata.

Otras áreas golpeadas por la tormenta tuvieron menos suerte. Oficiales con los que hablé admitieron que hubo saqueos y otras actividades criminales, pero renunciaron a ellas. Tenían cosas más importantes de qué preocuparse. Un voluntario me dijo que había vuelto del pueblo de Nuevo Guerreo y comparó el daño con Irak. "Fue como si hubieran caído bombas", dijo. Me mostró fotos de lo que parecían artefactos aztecas , estatuillas que habían sido encontradas en las salas de las personas después de la tormenta, desenterradas del fondo del río. La historia la confirmó otro voluntario que tenía más fotos. Los ciudadanos que encontraron esos artefactos, sin embargo, tenían miedo de revelar sus identidades por miedo a ser robados.

El miedo era parte de una desconfianza profunda común en las instituciones en aquellos que entrevisté en Tierra Caliente. El gobierno y sus agentes eran considerados inútiles hasta demostrar lo contrario. No importaba si era porque estaban abrumados con ayudar, como el caso del gobierno de Guerrero, o parecían desinteresados en hacerlo, como el gobierno federal. Como Simonin Changato lo puso, "Y del presidente Peña Nieto, nada. Solo posa para las fotos en Acapulco". Habló admirablemente de Ávila, y otros lo hicieron, porque al tomar acción, el gobernador del Estado de México era la excepción a la regla probada.

Esa tarde, manejé con Juan de vuelta a la Ciudad de México en la camioneta, ahora sin provisiones. Juan pensaba hacer otro viaje a Ciudad Altamirano en los siguientes días. Mientras manejábamos hacía las montañas, señaló que estábamos en el área en el que la policía no podía mostrar su cara. Estaba controlada por los narcos, dijo. Poco después de eso el tráfico comenzó a alentarse. La carretera estaba bloqueada por tres hombre con rifles. Uno tenía una máscara, otro una playera de futbol. Cuando llegamos a ellos, el tercero se acercó a nuestra ventana. Juan explicó dónde habíamos estado, y a dónde íbamos. Nos dejó pasar.

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