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verduras de las eras

Refrán y delito

La escritora Carolina Sanín se estrena en VICE Colombia con una columna que condena los dichos populares: "Un pueblo educado a punta de refranes es un pueblo sometido a la pesadilla de no preguntarse nada".

Somos el hombre de Cromañón. A lo largo de nuestra historia no nos ha pasado nada distinto de la sucesión en espiral de nuestras satisfacciones y nuestras catástrofes, que no es nada tampoco. No hemos cambiado ni en un medio tono, no nos hemos movido ni un milímetro, y el que vivamos en un planeta redondo y que da vueltas sobre sí mismo y paseos alrededor para volver cada año al mismo sitio debería servirnos como constatación de nuestra recurrencia y como remedio a la insistencia en que hay que mejorar. ¿Con respecto a qué hay que mejorar? Somos humanos y siempre hemos vivido de la misma manera en el mismo sitio, pero con variables artefactos, que construimos y escogemos para decirnos a través de ellos quiénes somos, que ha sido siempre lo mismo. Lo único que cambia son los espejos que pulimos, que al final son todos basura que va rellenando la tierra con más tierra. Casa, cuenco, y cojín: eso es cuanto el hombre puede crear, aunque venga en muchas formas. Un barco, un carro, un avión, un edificio, el arca, un banco y un ataúd son todos una cueva. El hacha y la antorcha: desde el principio esos han sido nuestros instrumentos; lo demás son sus variantes. Aparte, están las túnicas que Dios les hizo a Adán y a Eva antes de arrojarlos a la pesadilla, según se lee en la Biblia (sí, los vistió él mismo antes de echarlos de su tierra, con ropa que él mismo fabricó, véase Génesis 3, 21), pero esas misteriosas confecciones son otro asunto y exceden mi intelecto.

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La discusión sobre la maldad o la bondad del ornamento siempre me ha parecido tan gratuita como abstrusa. Como yo lo veo, todo es ornamento. Lo único que puede hacer en su vida una persona es decorar su vida y su persona, y lo único que puede hacer un pueblo en su historia es detallar su historia. Una sola cosa habrá nueva en el mundo, desde su creación: el fin del mundo. Mientras tanto, pasamos el tiempo. Hacemos tiempo, que es dar vueltas.

No hemos aprendido nada. No existe nadie que haya aprendido algo. El aprendizaje es el mayor sueño que nos hemos fabricado. La idea de que hemos progresado, de que tenemos un saber acumulado, es tan ingrata y tan inútil como la idea de que algún tiempo pasado fue mejor. El único tiempo pasado que fue mejor es el otro tiempo, el no tiempo de la no muerte en el Jardín, que no nos es imaginable. Con la expulsión salimos al tiempo del drama y del trabajo. En su vida —que es vida de exiliado, fuera de su lugar, fuera del Edén— el hombre hace dos cosas: conversar y trabajar. Ambas son darle al engaño. ¿De qué conversamos, si no podemos saber nada desde que mordimos el fruto indigerible del árbol del bien y el mal, con el que para siempre quedamos perdidos entre el "esto sí" y el "esto no", y los "me gusta" y "no me gusta", y la mentira de que existen separadamente el mal y el bien? ¿Y en qué vamos a trabajar, si ya todo quedó hecho en los seis días primeros? Hace tiempo entendimos que nuestro tiempo es todo tiempo perdido, y por eso en el libro del Génesis supimos escribirnos que el castigo era el trabajo, e imaginar que la primera conversación que sostuvimos fue precisamente sobre eso.

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"Condensada en los refranes, que establecen analogías ligeras e imprecisas y se presentan como conclusiones indiscutibles sobre el comportamiento humano, la sabiduría popular solo sirve para no pensar".

El oficio que yo ejerzo en estas columnas y en mis clases, el de decir cosas sobre cosas, es probablemente el peor de todos, el más engañoso, porque reúne y confunde el conversar y el trabajar, las dos actividades del hombre expulsado, las dos maldiciones que le hacen pensar que la vida que tiene es vida y no lo dejan ver que es sueño. Conversar es mi trabajo. "El sudor de tu frente", en mi caso, se produce comentando, y la tierra me da "espinas y abrojos" porque la comento, sin que siquiera la labre. O tal vez me equivoco y más bien es el mejor de los trabajos, porque con él asumo, en toda la plenitud de su futilidad, la condición de hombre caído. Pretendiendo que leo entre líneas y que busco la verdad hago una sola cosa: juzgo. Me sigo echando la cadena con la que me encadené al principio de los tiempos, al comer del árbol prohibido. ¿O qué otra cosa creía yo que significaba el "pecado original"? ¿Querer acostarme contigo o con Adán, como habría dicho un cura, o pasar a acostarme con el cura? El que comete el error de comer del árbol prohibido pasa a creer que sabe, sin humanamente poder saber (y algunos, que no han leído ni por asomo el texto en el que figura, lo llaman ¡"el árbol del conocimiento"!). El que se mete a la boca ese fruto envenenado comenta y, hablando con la boca llena, necesariamente en todo se equivoca. Tampoco fue un delito de desobediencia el de Eva, como repiten los curas. Su delito fue el de hacer caso al chisme calumnioso de la sibilante serpiente, que le dijo, sembrando el miedo y tergiversando la verdad, "¿Cómo les ha dicho Dios que no coman de ninguno de los árboles del jardín?" (Génesis 3, 1. Las itálicas son mías, y a lo mejor no debería ponerlas, porque si la serpiente hubiera hablado con énfasis y no disimuladamente, Eva habría notado la insidia). Fue un consejo, no una amenaza, el de Dios en el Edén. Él no le dijo al hombre que lo mataría si comía del árbol del juicio. Le advirtió que la consecuencia de comer sería la muerte. Comimos del árbol, creímos que podíamos juzgar, y desde entonces vivimos juzgando falsamente, que es muriendo. Porque nuestra condición humana, la verdadera falta original, antes de comer o no comer, era que no sabíamos oír consejos. Que no podíamos aprender.

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Puestos de acuerdo en que los que vivimos de juzgar somos los condenados que mejor damos ejemplo de qué es estar condenado, y habiendo convenido en que todo comentario es perder el tiempo, o sea, constatar que se ha perdido el único tiempo que fue mejor, o sea, estar en el tiempo de los hombres expulsados, o sea, estar en el tiempo de la ignorancia y de la muerte, entonces, mientras sigamos viviendo, a sabiendas de que comentario y farsa son lo mismo, asumamos el ejemplar castigo de los hombres expulsados: sigamos diciendo cosas sobre cosas, ejercitemos la ignorancia.

Por ejemplo, comentemos sobre la así llamada "sabiduría popular", que se conecta con todo lo anterior. La tal sabiduría es el fruto del árbol de la muerte, el juicio falso, pero glorificado. Es la constatación de nuestra soberbia confusión. Se supone que corresponde a un saber ancestral, que en realidad nunca hemos tenido porque siempre hemos sido los mismos buscadores a ciegas. La sabiduría popular favorece la incomprensión de las personas sobre sí mismas, y entre unas y otras, y disemina la irreflexividad. No encierra conocimiento alguno, sino que eleva los prejuicios y la ignorancia al estatus de ley. No es saber popular sino injusta sentencia popular.

Condensada en los refranes, que establecen analogías ligeras e imprecisas y se presentan como conclusiones indiscutibles sobre el comportamiento humano, la sabiduría popular solo sirve para no pensar. Se basa en la limitada y superficial observación de las cosas de la naturaleza o del mundo, e ignora la complejidad de los hombres. Así "Cuando el río suena piedras lleva" (refrán con el que se afirma que algo de verdad tiene cualquier cosa que se diga sobre alguien) puede ser verdad para algunos ríos, pero no para las personas. Alguien puede inventar un rumor sobre otro, echarlo a rodar y hacer que se crea, sin que el rumor tenga absolutamente ningún fundamento. "Un clavo saca otro clavo": puede funcionar en el quehacer del carpintero, pero no en las relaciones amorosas (para las que se pretende aplicar), en las que suele ocurrir más bien lo contrario: que un nuevo amor contribuye a apuntalar uno pasado. "Más sabe el diablo por viejo que por diablo": tampoco. Hay más viejos necios, resabiados y sujetos a sus errores que viejos sabios, y si el diablo supiera algo sería por haber sido ángel y no por ser viejo. "Más vale pájaro en mano que ciento volando": ¿no es mejor ver los pájaros volar que tener uno muerto en la mano? "En boca cerrada no entran moscas": difícilmente una mosca se le mete a alguien que esté hablando, a menos que esté muerto, y sin embargo con esa mentira se ha educado a muchos para callar. Y así. Usamos los refranes para dar autoridad, por medio de la repetición —de las vueltas, que es lo único que sabemos dar y hacer—, a nuestro parecer, a nuestro error, a cada tiranía nuestra. En últimas, todos los refranes remiten a aquel de "Allá donde fueres haz lo que vieres", que justifica cualquier delito, que niega la responsabilidad.

Un pueblo educado a punta de refranes es un pueblo sometido a la pesadilla de no preguntarse nada. Y los pueblos hispanoparlantes son especialmente amigos del refranero. Si se lee con atención el Quijote, en el ensartamiento incongruente de refranes que hace Sancho Panza se verá la crítica de Cervantes a la estupidez del saber popular y al apego de la hispanidad a ella, y no su reivindicación, como han querido ver los críticos miopes. Lo mismo puede decirse de la ridiculización que del refranero hacen Cantinflas y el Chapulín Colorado, quizá ambos conscientes del mal que la educación moral refranesca ha hecho a la siempre retrasada hispanidad.

Hay un solo refrán que me parece verdadero, porque cancela todos los demás refranes: "No hay mal que por bien no venga". El libro del Génesis, que comienza con la creación del mundo y con la expulsión del hombre por haber creído que podría juzgar bien sin saber (y el hombre necesariamente siempre juzga sin saber, porque para juzgar a sabiendas habría que saberlo todo), termina con la historia de José, que en vez de juzgar interpreta sueños. Al final de su historia, José perdona a sus hermanos fratricidas, pues, si ellos no lo hubieran arrojado al pozo, él no habría terminado en Egipto, no habría interpretado los sueños del faraón y no se habría convertido en el personaje que salvaría de la hambruna al mundo.

En realidad no podemos decir que algo es bueno o malo. De la realidad no podemos decir nada. Solo podemos interpretar los sueños. Y así como solo podría haber una cosa nueva en el mundo, que sería el fin del mundo, podría haber una sola sorpresa en el mundo: el juicio final. En caso de que el juicio final llegara, ¿cómo se nos juzgaría a los jueces que nunca supimos qué era la justicia, pues elegimos masticar durante toda la vida el fruto que no podíamos digerir? ¿Y cómo entenderíamos, si se nos juzgara, por qué se nos juzga? Para oír y comprender nuestra sentencia, tendríamos que habernos convertido en otros. Eso significa que nosotros, tal como somos y hemos sido, nunca vamos a ser juzgados. Sigamos, entonces, comentando, si es que no podemos aspirar a leer los sueños. Juzgar no es un delito juzgable, aunque nada más traiga dolor y anublamiento. Juzgar a ciegas es trabajar, que es la condición del exiliado. Es dar vueltas mientras no llega el fin del mundo. Es ornamentar, que es ser parte de la historia y es hacer el tiempo de los hombres.