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Música

Lo confieso: Amo el trance

"Con el tiempo, este género musical se convirtió en el Pablo Coelho de la electrónica. Pero no me importa".
Imagen por Gavilán y Curzi. Este artículo hace parte de nuestro especial para salir del clóset.

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Amo el trance.

Y cómo no.

Tan solo basta escuchar la introducción de "Children", pieza inmortal de Robert Miles.

Recuerdo que en plena adolescencia un amigo me inició en la iglesia diciéndome "Esta música se baila con los ojos cerrados". Y tenía razón, porque hay que cerrarlos bien para sentir el efecto de la fantasía como es. La narrativa de la épica en tu espina dorsal.

En su marco parabólico, en esos tracks que eran norma en el afterparty de cambio de siglo, los sintetizadores plantean la atmósfera, siendo primero suspenso y luego elevándose hacia cielo lentamente, inciertos y vertiginosos en su tránsito hacia la eternidad, para finalmente estallar en esa explosión melódica que resuelve todo conflicto.

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Como metáfora última de la gesta, el trance es un himno de guerra.

Un canto dedicado a la victoria del hombre sobre sus batallas.

En esos primeros años, cuando Colombia recién amanecía a eso que llaman fiesta electrónica, yo encontraba esta vocación espiritual en tracks como "For an Angel" de Paul Van Dyk, en el ímpetu de holandeses –tranceros por excelencia– como Ferry Corsten, en el Oakenfold residente de Cream, en la brisa sonora de Chicane, en muchos de aquellos DJ's que llegaban en los compilados de Global Underground y, por supuesto, en las codiciadas antologías de la catedral, Ministry of Sound.

Y es que para mí el trance no era solo un género. Era una seguridad existencial. No en vano en su versión vocal siempre venía acompañado de frases que sonaban medio a autoayuda, medio motivacionales, pero que en el fondo eran esa dosis de afirmación y confianza que tanto necesitamos para vencer el miedo: la emoción protagónica de nuestros tiempos.

El trance es cursi, lo se.

Y por razones obvias, se fue convirtiendo en el Pablo Coelho de la electrónica.

Consciente de este juicio, común entre los amigos que andaban siempre al día con la última sombra que emanaba de la buhardilla más recóndita de San Petersburgo, aprendí a disfrutar de sus sonidos en silencio. En la intimidad de mis audífonos. Enclosetado. Pasada su tendencia, para muchos de mis contemporáneos, además, ser trancero pasó a significar que se era un "guiso", un "gato", un espécimen condenado para siempre a tomar Tropical Cocktails y a llevar unas gafas Oakley policromadas implantadas en el cráneo.

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Durante los años venideros, fue terrible el destino que sufrió tan noble forma musical. Sobre todo, ingrato. Y digo ingrato porque siento que es mucho lo que le debe al trance la electrónica contemporánea.

Si analizamos su influencia sobre el frente más comercial, nos daremos cuenta que el EDM no es sino trance en anabólicos. Ahora, si diseccionamos la gramática de una electrónica fundada en el suspenso, en el "subidón" sostenido previo al drop o al estallido, eso también es una herencia del trance. Igualmente encuentro trance en los rincones más respetados de la pista: en el Underworld más inspirado, en las atmósferas íntimas de Giegling, en la filosofía de Lorenzo Senni, el nuevo hijo de Warp. Incluso en las raíces de todo esto, en el "Strings of Life" de Derrick May o en el "Your love" de Frankie Knuckles hay semillas de ese feeling. Pero da igual. Frente al fascismo musical no basta ningún argumento, menos señalar lo mucho que hay de trance en las expresiones sofisticadas o mundanas que bailamos.

Y no importa.

Con el tiempo he aprendido a asentar mi orgullo como trancero. A decirlo cada vez con mayor seguridad en voz alta. Siento que, en el fondo, salir de este clóset me ubica dentro de los pocos hombres que aún tienen esperanza. Porque el trance es definitivamente una serenata a la utopía. Fe en la humanidad.

Es por eso que con el pecho henchido, ahí manifiesto mi dignidad.

Soy trancero.

Amo el trance.

Ahora dame tu mano y vamos a volar.

***

Ven a volar con Nicolás.