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Dinero

Una carta de amor al acto de salir a fumar

la mejor parte del peor hábito.
Foto: Riccardo Fissore, vía unsplash | VICE Canadá

Los fumadores son una especie en extinción. Desde hace algún tiempo se nos ha negado la entrada a todo tipo de bares o refugios para la lluvia —lo que nos obliga a salir al sol o a las luces de la calle— y estamos forzados a llevar una letra escarlata de cenizas en público para que todos nos vean.

Eso, por supuesto, no desalienta si no que nos envalentona aún más. Si acaso, ha ayudado a consolidar uno de los encantos más agradables del hábito: estar al margen. Incluso en la mejor de las fiestas, casi todos los bares se llenan al punto de no tener espacio personal, las conversaciones son gritadas, y hay suficiente calor corporal para empañar los vidrios de la entrada y el vaso en tu mano. Independientemente de si eres extrovertido o solo finges serlo de noche, la excusa de "quiero salir por aire" solo provoca cejas levantadas de tus compañeros, y raramente son para señalar aprobación.

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El acto de salir a fumar devela la separación entre los que fuman y los que no, porque, seamos honestos, en realidad no es algo esencial. El hecho de que solo se ofrezca a aquellos que fuman impulsa aun más la brecha social entre los que no fuman, explicando así lo que hace que el hábito sea tan único: cada beneficio solo separa aún más al consumidor de sus compañeros. A primera vista, el exilio puede parecer estresante (otra excusa para buscar tu Zippo). Sin embargo, los que fuman a menudo saben que el alienamiento hace parte del trato, es algo que los hiere y a la misma vez los cura.

Aquí viene el párrafo donde digo que OBVIAMENTE fumar es extremadamente malo para la salud y no lo debes hacer, y ahora que he hecho mi diligencia social y ética podemos seguir.

Mi relación con el cigarrillo empezó con la crisis sentida por la mayoría de los recién graduados. Junto a un par de amigos en la misma situación, alquilamos una casa en West Michigan donde nos reuníamos en las noches durante el vórtice polar de 2013 - 2014, para jugar partidos de NHL en PlayStation. En la conclusión del tercer tiempo o en el tiempo extra, nos acurrucábamos en un círculo apretado en la entrada de la casa, en medio de temperaturas bajo cero para fumar cigarillos Camel y contar historias de oportunidades perdidas. Todavía no estoy segura de haber sentido el golpe de la nicotina, pero sin duda sí sentía mucha más afinidad por los otros.

Poco después, me mudé a Santa Monica para trabajar en marketing, donde un cigarrillo ayudaba a distraerme de las horas que pasé viajando cada mañana y cada noche. En el trabajo, empecé a competir por un puesto en el equipo editorial. En el parqueadero de la empresa y a través de muchos Marlboros conocí a editores lo suficientemente amables como para tomarme bajo sus alas. Conseguí el trabajo y mantuve el habito.

Después en Chicago, para escapar de la realidad de un trabajo que me llenaba de ansiedad e inseguridad, buscaba la compañía por medio de desconocidos en la noche los cuales encontraba a través de Tinder o sentados al lado mío en el bar. Si hay algo de lo que estoy segura, es que los vagabundos y los rechazados suelen atraerse; todos llevan encendedores, a veces por necesidad y a veces por precavidos. Se preparan para lo mejor y esperan lo peor y yo admiro eso.

En cada una de esas conversaciones, sin importar la ciudad, hay dos personas o más (pero nunca una multitud), y cada uno de nosotros es una mezcla de exceso de trabajo, inseguridad e infelicidad. Cada uno de nosotros es un héroe y un fracaso a su modo. Volví a encontrar esa misma calidez que solamente se encuentra en un grupo de amigos acurrucados sobre la entrada de una casa, cuando el aire está tan frío, que desde una distancia nadie puede saber si nuestra respiración estaba congelada o si estábamos exhalando humo.

El brillo anaranjado nos delató, y nunca nos importó realmente.